Gigante de Arroyito. Así podrían haber denominado los sismólogos o meteorólogos al fenómeno que ocurrió aquella noche en Rosario. Muchos juran que tembló la tierra a orillas del Paraná. Los elementos de medición de temblores no eran tan avanzados como ahora, allá por el 19 de diciembre de 1995. Pero aún en estos tiempos de inteligencia artificial y extrema precisión, hubiese sido imposible de prever. Los relojes marcaban 88 minutos del segundo tiempo. Rosario Central estaba a un paso de la hazaña. Había perdido la primera final de la Copa Conmebol ante Atlético Mineiro como visitante por 4-0. Parecía imposible darlo vuelta. Sin embargo, los tres goles marcados en el primer tiempo, abrieron las puertas a la esperanza. La desesperación ganaba a todos, porque cada ataque parecía ser en vano. Hasta que llegó el momento. Un centro desde la izquierda que aterrizó en la cabeza de Horacio Carbonari, quien la envió al fondo del arco, sellando la epopeya. Aún faltaban los penales, los que le iban a dar la gloria, pero eso llegaría después del temblor.
La gesta de Rosario Central en la Copa Conmebol. Una final que parecía irremontable tras el lapidario 0-4 de la ida, donde Mineiro fue una aplanadora. Había que trabajar en lo futbolístico, lo táctico, pero sobre todo en lo espiritual. Ayudaba al almanaque. El destino quiso que fuese un 19 de diciembre. Fecha clave en la liturgia Canalla. Ese día, en 1971, había sido el histórico gol de palomita de Aldo Pedro Poy a Newell´s en cancha de River. El que se repitió como ritual cada año. El del cuento maravilloso de Fontanarrosa con las desventuras del viejo Casale.

El técnico de Central era una institución dentro de la institución. Don Ángel Tulio Zof, un maestro querido y respetado por todos, había regresado luego de la partida de Pedro Marchetta a Racing y una diáspora de jugadores (Kily González, Chelo Delgado, Claudio Úbeda, Darío Scotto) que había mermado al plantel. El Viejo se arremangó, como tantas otras veces, y comenzó la tarea de armar el equipo con los chicos de las inferiores. Solo pidió un refuerzo y allí se puso firme ante el presidente Vesco: “Si no me lo trae al Polillita Da Silva, renuncio”. Su deseo, fue una orden y el talentoso uruguayo llegó a un club que parecía moldeado a su medida.
Rosario Central se quedó con la segunda y última plaza de Argentina para participar de la Copa Conmebol. Había finalizado 6° en la tabla general de la temporada 1994/95. San Lorenzo y River terminaron por delante, pero se habían clasificado para la Copa Libertadores, mientras que Vélez y Boca, disputaban la Supercopa. Los Canallas entraron junto a Gimnasia, a un nuevo desafío internacional.
Las condiciones a nivel institución para afrontar el torneo no eran las mejores, porque en la dirigencia había dos grupos antagónicos que se disputaban el poder, haciendo que cada viaje al exterior fuera una odisea organizativa. El primer paso fue ante Defensor Sporting, con dos triunfos claros, lo mismo que ante Cobreloa en los cuartos de final. Aquí se produjo una situación insólita. La mañana que debían partir hacia Chile para la revancha, al entrenador lo dejaron en su casa… Por la falta de logística, el plantel debió partir en forma abrupta de la concentración en la ciudad deportiva de Granadero Baigorria, a raíz de la cancelación de un vuelo chárter. Como Zof no tenía preparado su equipaje, lo dejaron y debió viajar solo y por su cuenta hasta el desierto de Calama, arribando con lo justo, cuando faltaba poco para comenzar el partido.

En la semifinal dejó atrás a Atlético Colegiales de Paraguay por un global de 5-1. Era la hora de la verdad ante un Atlético Mineiro de paso no tan firme, que llegó al partido decisivo al eliminar por penales al América de Cali. El martes 12 de diciembre fue la primera final. A poco de comenzar, Ézio puso el 1-0. El resto del primer tiempo fue parejo, pero en el segundo llegó el aluvión en el estadio Mineirao, con los tantos de Cairo (justo como el nombre del bar donde Fontanarrosa se sentaba a la mesa de los galanes), Paulo Roberto y Elpidio Silva. El 4-0 parecía inapelable…
Pablo Vitamina Sánchez era uno de los jóvenes de aquel equipo y le hacía honor a su apodo, porque era un mediocampista incansable, con un tremendo ida y vuelta por toda la cancha. En el vestuario de Mineirao, a minutos de haber concluído la final, tuvo una idea: “Lo propuse porque no pensaba que lo íbamos a lograr. Hicimos la promesa con el Chacho Coudet: si lo dábamos vuelta, nos quedaríamos a dormir en el Gigante de Arroyito. Y así fue. Una vez que terminaron todos los festejos, nos fuimos hasta el círculo central, con una botella de champagne, un par de pre pizzas, una radio y una linterna porque sabía que íbamos a estar a oscuras”.
Pero para llegar a la gloria y al pernocte de Vitamina y el Chacho, hubo que atravesar 90 minutos a pura tensión. El viejo Zof la tenía clara: “Buscar sin desesperarnos”. Ese fue el mensaje que le bajó a sus muchachos en los días previos. En el plano futbolístico, solo hizo un cambio, completamente lógico. El ingreso de un delantero (Cardetti) por un mediocampista (Daniele), para conformar un 4-3-3, con el anhelo de poder achicar la diferencia lo más pronto posible.

Gigante era todo, no solo el estadio. La fe, la ilusión, las ganas y la presunción de que se podía vivir una noche histórica. Por eso, las entradas se agotaron un par de días antes, el lleno era total y el recibimiento al equipo conmovió las templadas orillas del Paraná, aunque la cuesta a subir era muy empinada. El Negro Fontanarrosa lo describió así: “La mayoría de los hinchas que fuimos a la cancha esa noche, lo hicimos como para rendir homenaje a un equipo que, pese a los grandes problemas económicos, había llegado a esa instancia. También era una retribución al Negro Palma. Pero estaba muy lejos de nuestra imaginación pensar que se podía revertir una situación así. Tuvo todo un carácter épico, casi como en esas malas películas norteamericanas, donde al final, termina ganando el muchachito bueno”.
El muchachito iba en busca de un sueño, donde necesitaba escribir, a fuerza de goles, un guion que fuese inolvidable. El dominio de Central estuvo claro desde el arranque, pero el gol se negaba. Hasta que a los 22, un centro desde la derecha fue conectado por el Polillita Da Silva en la boca del arco para marcar el 1-0. Quince minutos más tarde, apareció la potencia desbordante de Horacio Carbonari. Ejecutó un tiro libre desde muy lejos, que venció las endebles manos de Taffarel. El 2-0 inflaba el globo de la ilusión, que alcanzó las nubes más altas 120 segundos después, cuando Cardetti recibió dentro del área y definió con frialdad. Ahora sí, se habilitaban todos los gritos. La historia parecía cambiar. Atlético Mineiro era apenas una brisa, luego de la tempestad de una semana atrás en Brasil.
Pero en el complemento, Mineiro se paró mejor, ajustó algunas marcas y pudo detener el vendaval. Los dos estaban con 10 por las expulsiones de Lussehoff y Paulo Roberto. Central no se desesperaba. Esa cualidad que trae desde la cuna, de cuidar la pelota, era religión aun cuando el reloj apremiaba. A los 78, llegaron otras dos tarjetas rojas mostradas por el árbitro uruguayo Ernesto Filippi, de floja labor, cuando se fueron a los vestuarios Cardetti y Dedé.

Entonces aquel centro de los 88 minutos. Que cayó en el borde del área chica, ante la inmovilidad de los brasileños que miraban la seguridad de Carbonari, ya decididamente un atacante más, con esa vocación que le salía por los poros, esas ganas que ponía en cada jugada, para aplicar el cabezazo que venció la resistencia de Taffarel por cuarta vez en la noche.
Allí el temblor. El que no podrían mensurar nunca los sismólogos o meteorólogos. El río Paraná que se conmueve, media ciudad se aturde en su propio grito y Carbonari se trepa al alambre para perpetuar un poster que ya es mito Canalla: él sosteniéndose con su brazo izquierdo, aferrado a ese endeble tejido, mientras grita el gol, con el puño derecho apretado. Detrás, borroso, se alzan los brazos de los hinchas pletóricos, que aún no han desdibujado el gol de sus bocas.
Llegó el final y era el turno de los penales. El estadio era una caldera gigante, que crepitaba como nunca. La serie arrancó con el volante Doriva, que había sido el mejor de su equipo. Quiso ajustar el derechazo, pero se fue tan alto que debió haber aterrizado en el río. La vigente sabiduría del Negro Palma puso el 1-0. Leandro Tavares buscó asegurarla contra el poste izquierdo de Bonano, pero allí se estrelló su disparo. La noche ya se teñía de azul y amarillo. Mario Pobersmik, a despecho de su tradicional potencia, la colocó suave para el 2-0. Ronaldo Guirao fue el primero en anotar para la visita y a continuación, la potencia desbordante de Carbonari mantuvo la distancia. El arquero Taffarel, con sus mil batallas encima, descontó.

Con el 3-2 a su favor, Cristian Colusso tenía la chance de entrar de lleno en la historia, porque si anotaba, Central era el campeón. Taffarel adivinó la intención y contuvo el disparo. Había que seguir esperando. Euler estampó el 3-3 y llegaba el turno del último para los locales. Era ahí o nunca. El Polillita Da Silva tomó mucha carrera, desde fuera del área. Con su infinita calidad, la acarició para depositarla dentro del arco y desatar una de las fiestas más grandes que recordará por siempre la gente de Central.
Tenía que ser así. Un 19 de diciembre. Esa fecha pintada con el alma en el corazón Canalla. Los resplandores del pasado volvieron justo allí, para dar el presente y volver a sentir la emoción de aquel monumental gol de Poy en la cancha de River frente a Newell´s. Era una semifinal, pero se vivió con una final. Por eso se lo hicieron repetir a Aldo cada año, que se siguió arrojando en palomita como la primera vez. Estaban dados todos los elementos para un cuento. El Negro Fontanarrosa se encargó de escribir el mejor de todos los tiempos sobre fútbol.
Fue una reivindicación para un grupo que tuvo que hacerse fuerte ante todos los problemas, de adentro y de afuera. Pocos pensaban en la heroica. Ellos sí. Siempre con la fe, que partía del respeto a la pelota y a una forma de sentir el fútbol. Con el recordado Negro Palma como estandarte. La noche que la mitad azul y amarilla de Rosario no durmió, por el más lindo desvelo futbolero. Gracias a una canallada inolvidable.
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