Se cumplen 20 años de la Generación Dorada: la génesis de un grupo único de deportistas que dejaron un legado mundial

A dos décadas de aquel épico triunfo ante los NBA en el Mundial, su primer gran golpe, reconstruimos la historia de cómo se forjó esa camada especial. Testimonios y anécdotas de unos comienzos que parecieron de “servicio militar”, la importancia de cada DT y lo que hizo especial a esa camada que sentó las bases para el deporte argentino

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La Generación Dorada, un equipo que hizo historia en el deporte (Crédito: Marcelo Figueras)
La Generación Dorada, un equipo que hizo historia en el deporte (Crédito: Marcelo Figueras)

4 de septiembre de 2002. Estadio Conseco Fieldhouse, Indianápolis. Mundial de Estados Unidos. Ultima fecha de la segunda ronda, se definen los clasificados para cuartos de final. Partido cumbre.

Los hinchas en el estadio se miran entre ellos. Algunos extasiados, algunos decepcionados, todos sorprendidos. El partido entre la Selección argentina y el seleccionado de las figuras de la NBA avanza y el resultado no cambia. La paliza táctica y estratégica continúa, la esperada reacción estadounidense nunca llega... Los nuestros gritan cada conversión. Y cada defensa. Y los alaridos se escuchan en un edificio que mezcla silencio con sonidos de asombro. Paul Pierce, Reggie Miller, Michael Finley, Baron Davis, Andre Miller y Ben Wallace tienen las cabezas gachas, sienten vergüenza… Las chicharra suena y los héroes se abrazan. La histórica victoria (87-80) está consumada, el mundo del deporte está en shock. El imperio deportivo por excelencia del básquet está de rodillas. En su casa y por primera vez en mucho tiempo. El invicto de 58 partidos y 10 años, desde que los NBA comenzaron a participar en Barcelona 92, ha llegado a su fin. Y algo cambió. Un paradigma. Una historia.

Los que dieron el golpe son chicos argentinos. Sí, jugadores de un país que tiene poca gente alta en sus calles, que no cuenta con raza negra en su población, que está en el Tercer Mundo, que no posee políticas deportivas consistentes ni con infraestructura acorde, que tampoco posee una gran historia en este deporte -salvo el título en el primer Mundial en 1950′. Pero ese puñado de jóvenes lo hicieron. Un golpe sobre la mesa de una potencia y del mundo del deporte. Claro, no fue el único. Fue el primero de una Generación Dorada que quedó en la historia del deporte argentino y mundial. Por sus épicos resultados, que incluyeron dos medallas olímpicas (oro en Atenas 2004 y bronce en Pekín 2008) y aquel subcampeonato en ese torneo en USA, y un mantenimiento en la elite durante más de una década. Pero también por su mentalidad, disciplina, profesionalismo, unión, pasión, inteligencia y humildad. Un legado que fue más allá, que resultó un mojón para otros seleccionados del país y que obligó a una refundación del imperio estadounidense. Por eso hoy, desde Infobae, tomamos aquel primer golpe como excusa para decirle felices 20 años a un grupo de muchachos que emocionaron, inspiraron y sentaron las bases de algo sólido que hoy está más vigente que nunca.

Varios de los integrantes de la Generación Dorada, en sus inicios (Crédito: Marcelo Figueras)
Varios de los integrantes de la Generación Dorada, en sus inicios (Crédito: Marcelo Figueras)

“Aquel día fue cuando pasamos de ser un grupo joven y con talento a convertirnos en equipo top. Fue un punto de quiebre, un click, cuando nos sentimos los mejores del mundo y tuvimos la recompensa a todo el esfuerzo desde muy chicos”, rememoró Luis Scola, quien en ese momento era un pibe de 22 años que asomaba como una figura de elite, para la historia, algo que ratificaría en sus 22 años de carrera que incluyeron cinco Mundiales y cinco Juegos Olímpicos. Para entender lo que sucedió aquella noche y todo lo que vino después es fundamental reconstruir la historia, ir a la parte menos conocida: a la génesis de un grupo muy especial. Testimonios y anécdotas para entender cómo se forjó este conjunto de “hermanos de camiseta”, como ellos se han definido de forma genuina.

Cuenta Guillermo Vecchio, el entrenador que fue responsable de instaurar un sistema de exigente trabajo y ambiciosa mentalidad en los inicios, que un día de mediados de 1990 pasó por el relanzamiento de la Revista Mundo Amateur y se cruzó con Carlos Bilardo, quien venía de ser subcampeón del mundo en Italia. Vecchio, que estaba en las menores de la Confederación Argentina, se presentó y, no sin dudas teniendo en cuenta que enfrente tenía a un coach en la cúspide de su carrera, le pidió asesoramiento y consejos... “Sentí hablar de vos, clasificaste a la Selección Junior al Mundial, ¿no? Llamame mañana a las 10 que arreglamos”, respondió Carlos para sorpresa de Guillermo. Ni el hermano, que lo esperaba en el auto, le creyó que lo atendería al día siguiente. Pero Bilardo cumplió la palabra. “Al otro día me atendió la esposa y me dijo ´Carlos estaba esperando su llamada´¨, contó. Lo citó en una oficina céntrica e hizo esperar a dos medios internacionales de prensa que querían hacerle una nota. Estuvieron reunidos casi tres horas. “Me aclaró todo para el Mundial: me dio cada detalle, hasta lo que harían los dirigentes… Consejos que me sirven hasta hoy”, admite desde Miami, donde hoy tiene una academia. Aquella fue la primera referencia que tuvo, sobre qué y cómo crearlo. La segunda se la dio Ranko Zeravica, mítico coach yugoslavo -logró dos medallas olímpicas y tres en Mundiales- que estaba trabajando en el país como asesor. “El me enseñó a programar el trabajo, me contó con detalle lo que hacían las selecciones yugoslavas”, informa.

Ambos fueron los mentores de lo que sería un gran resultado en el Mundial del año siguiente, en Edmonton, Canadá, donde Argentina logró un histórico bronce, con Alejandro Montecchia y Rubén Wolkowyski, dos miembros de la GD. Un equipo que se formó luego de un reclutamiento de 240 jugadores que, tras tres concentraciones masivas, quedaron los 12 que lograron el tercer puesto al vencer a una potencia como Yugoslavia, el país de Zeravica. “Ese resultado me dio la certeza y la confianza de empezar a hablar de meternos en el primer mundo, en la elite, tratar de convencer de que teníamos la pasta para competir con los mejores, que sólo debíamos convencernos y trabajar mejor”, explicó en charla con Infobae.

La intimidad de la selección argentina de básquet (Crédito: Marcelo Figueras)
La intimidad de la selección argentina de básquet (Crédito: Marcelo Figueras)

Así llegó 1993 y la concentración para el Sudamericano de cadetes, en Itanhaem, Brasil. Ahí se plantaría la segunda semillita de la GD. En ese equipo estaban Lucas Victoriano y Leo Gutiérrez (ambos de 15 años), además de Gabriel Riofrío, un pibe muy querido y un talento muy especial que tendría un triste final al fallecer en una cancha de la Liga Nacional en el 2001, por un problema cardíaco. Argentina ganó ese Sudamericano y el proceso tomó más confianza. Para 1994 llegaron otros tres miembros de la GD, Pepe Sánchez, Gabriel Fernández y Leandro Palladino. Y una especial preparación para el Sudamericano Juvenil de Oruro, Bolivia, en la que hay que detenerse especialmente. Porque ahí se dio una larga preparación que sentó las bases de una mentalidad y línea de trabajo, una forma de entender la profesión, y un click en muchos chicos que ya tenían el talento…

Fue una concentración que arrancó con 30 chicos en el Cenard, con una rutina bravísima, de triple turno, que a veces arrancaba a las 5 de la mañana. “El primero, en realidad, era un poco más tarde, a las 7, en la pista de atletismo del Cenard, pero a veces estaba ocupada por otros atletas y teníamos que levantarnos más temprano para poder usarla”, recuerda Victoriano. Vecchio, que precisa que armó un “librito para el macrociclo de trabajo que tenía bastante del yugoslavo, algo del cubano, del ruso y el estadounidense”, recuerda aquella rutina. Empezaba con un exigente trabajo físico, luego se pasaba a desayunar, después dormir un par de horas y volver al mediodía para un entrenamiento de básquet. Tras una siesta post almuerzo, quedaba la parte de musculación y el tiempo de los videos “con los pocos VHS que teníamos en esa época”. Victoriano lo califica como “una especie de servicio militar que hasta incluía un “ejercicio de cuerpo a tierra en la cancha que nos permitía limpiar la cancha de lo sucia que estaba”, relata entre risas. “Era como un boot camp para ver quiénes estaban dispuestos a hacer ese sacrificio diario”, agrega Pepe Sánchez desde el Dow Center, su centro de alto rendimiento en Bahía Blanca.

“Lo que Vecchio planteaba era desconocido. Nosotros jugábamos al básquet en nuestros clubes y ciudades para divertirnos y de repente nos mostró un mundo de exigencias y superación que nosotros no conocíamos en absoluto, comenzando por lo físico y siguiendo por lo mental y basquetbolístico. Además tuvimos que convivir con la presión de tener que estar a la altura para quedar en cada nuevo descarte que había. El nivel de esfuerzo era extremo, desde correr con frío a las 6 de la mañana a ese cuerpo a tierra que dice Lucas. Era una especie de filtro para ver quiénes queríamos ir a más”, explica Pepe. “Todo eso nos fortaleció. Pensábamos que éramos intocables, los mejores de todo, teníamos esa impunidad de ser los mejores en nuestros clubes. Aquel período de Selección nos bajó a tierra”, complementa el tucumano que era la gran joya de esa camada, un base alto, versátil, creativo y anotador.

Pepe Sánchez, uno de los cerebros de la Generación Dorada (Crédito: Marcelo Figueras)
Pepe Sánchez, uno de los cerebros de la Generación Dorada (Crédito: Marcelo Figueras)

Pepe aprueba lo dicho por su ex compañero de conducción. “Fue algo muy positivo. A mí me cambió la forma de todo, una forma de replantearme si quería hacer esto. Yo no recuerdo haberlo dudado, pero te hacía pensar… Convivías con sensaciones de querer vomitar y tenías que seguir. Y no era un día sino semanas, se trataban de concentraciones largas, con mucha competencia interna, condiciones malas de comida y hospedaje. Había que salir adelante. Y no era fácil porque había que romper con limitaciones propias y la comodidad que uno arrastraba de sus lugares. Está claro que no se puede vivir así, pero sirve para ver cuánto te gusta algo”, reconoce Sánchez, quien en ese momento jugaba en Bahiense del Norte y era el diamante bahiense más brillante, incluso por encima de un tal Manu Ginóbili.

“Es verdad hoy la tendencia de entrenamiento tiene que ver con estímulos más cortos e intensos. Pero siempre en la Argentina es necesario poner más duros a los jóvenes para aprovechar mejor el talento”, explica Vecchio. Guillermo cuenta una anécdota que copió de Bilardo, quien le repetía la necesidad de que los deportistas supieran del esfuerzo de la gente común. “Algunos días nos levantábamos temprano para izar la bandera y cantar el himno como identificación patriótica, o nos íbamos del Cenard hasta avenida del Libertador para que los chicos vean pasar los colectivo de la línea 28 lleno de gente, una forma de valorar el esfuerzo que hace el laburante. Todo eso fue creando una cultura de trabajo y un amor por la camiseta que, al final del camino, ha sido muy productivo”, detalla el coach.

Claro, no era para todos. “Compartimos muchas cosas y había mucho feeling. Fue una concentración muy divertida y, a la vez, muy seria y exigente. Con unas condiciones y un frío… Matadora. Nos ayudó a crecer como personas y a unirnos como grupo”, cuenta Alejandro Olivares, el Negro, un ala pivote que llegó a jugar en la Universidad de Fordham en Nueva York, aunque no pudo seguirles el ritmo a los otros. “Yo me quedé, no sentía el básquet como ellos. Tenían una mentalidad distinta”, aporta. Ocurre que después de aquellas semanas en el Cenard se fueron a Jujuy para prepararse para el Sudamericano de Oruro, ciudad boliviana ubicada a 3750 metros del nivel del mar. Para aclimatarse se eligió a la mina El Aguilar, en el departamento Humahuaca y en plena puna jujeña, a 240 kilómetros de Jujuy capital y ubicada a casi 4000 metros del nivel del mar.

La Generación Dorada, en su intimidad (Crédito: Marcelo Figueras)
La Generación Dorada, en su intimidad (Crédito: Marcelo Figueras)

“Ese viaje fue terrible, primero por las horas y luego por los caminos que tuvimos que subir para llegar al pueblo. Sufrimos mucho durante el viaje. Recuerdo que, al llegar y después de haber pasado por paisajes maravillosos, te pasabas mirando por la ventanilla apunado con los oídos tapados o vomitando. Nos dejaron debajo del albergue, a metros del edificio, pero cuando bajamos, los primeros pasos fueron lentos y nos mareamos. Las instrucciones eran caminar tranquilos, respirando suavemente. Nos preguntábamos cómo era posible vivir allí, parecía que no había oxígeno. Vimos pasar a unos lugareños trotando y no podíamos creer que se pudiera correr ahí. Si caminando te mareabas y faltaba aire, imagínense corriendo...”, recuerda Victoriano. El primer día no se hizo demasiado y al segundo arrancaron los entrenamientos. “Cuando entramos a la cancha donde íbamos a practicar recuerdo que nos preguntamos ´¿acá vamos a entrenar?´. Tenía piso de goma, era una típica canchita de pueblo, peor que la de un club de barrio de Tucumán”, recuerda.

Vecchio los recibió con una charla donde les dijo que no quería excusas, que había que trabajar duro y que si los pibes del lugar podían vivir ahí, ellos también, que había que adaptarse porque en Oruro sería igual. “El tema fue cuando se elevó la exigencia, te daban ganas de abandonar. Nos pasábamos con el tubo de oxígeno y la mascarilla, o tomando mate de coca…”, precisa el tucumano, quien rememora cómo fue cuando les dieron un día libre. “Organizamos un baile, nos bañamos, fuimos todos perfumados y cuando llegamos había dos chicas y 30 chicos”, cuenta mientras se muere de risa y explica la particularidad que tenía este grupo. “Nosotros boludeamos todo el día, éramos unos nene, pero los entrenamientos eran sagrados. Y eso es admirable en los grupos, te lo digo hoy que soy conductor. Siempre digo que hay tiempo para todo y nosotros teníamos la capacidad de dejaban de romper las bolas dos minutos antes del entrenamiento y dos minutos después de la práctica, volvíamos a ser los de siempre. Las normas disciplinarias no eran necesarias para nosotros, sabíamos autoregularnos”, aclara quien viene de ser el entrenador del Instituto campeón de la Liga Nacional.

Victoriano recuerda la sensación de cuando dejaron la puna jujeña, camino a Bolivia. “Nos fuimos con mucha ilusión, sabiendo que habíamos dado un paso gigante. En Oruro nos dimos cuenta que ya estábamos aclimatados y nos sirvió para ganar el torneo”, explica el base, que volvió a ser la figura de una Argentina que arrasó. En la fase final le ganó con autoridad a Uruguay (107-72), luego a Brasil (107-82) y después a Venezuela (84-75, con 21 puntos de Victoriano) para ser campeón invicto (6-0). “Y mirá que cuando vimos a los venezolanos, con varios chicos en universidades estadounidenses, no dieron bastante miedo. Pero les ganamos muy bien y nos afianzamos aún más”, reconoce Lucas. A los tres meses, ese mismo grupo, ya con un Luis Scola de 14 años, dando cuatro de ventaja, llegó invicto a la final del Panamericano en General Pico, pero se cruzó con un Estados Unidos que, con figuras como Stephon Marbury y Shareef Abdur-Rahim, se impuso 77-72. Otro aprendizaje y una medalla de plata que sirvió para ganar el pasaje al Mundial 95.

Scola, Nocioni, Oberto, Manu y Pepe, figuras de la Generación Dorada (Crédito: Marcelo Figueras)
Scola, Nocioni, Oberto, Manu y Pepe, figuras de la Generación Dorada (Crédito: Marcelo Figueras)

Pepe no tiene dudas que en aquellas dos concentraciones tan especiales “está la genesis de la Generación Dorada, en todo sentido”. Y Victoriano realiza un análisis de por qué fue una piedra basal en esta construcción. “Todo aquello lo vivimos con tanta naturalidad que siento que no fue tanto esfuerzo. Las adversidades eran totales, hoy imposibles de tolerar. Pero en aquel entonces era otra cosa y nos sirvió para crecer, unirnos…”, opina Lucas mientras intenta explicar lo que ha tenido de diferente ese grupo desde una formación que comenzó hace casi 30 años. “Allí se produjo un cambio de mentalidad en cada uno y eso nos catapultó a creer lo que decía Vecchio: que podíamos competir contra los mejores del mundo, hasta ahí algo impensado. Guillermo tenía una manera de liderar con mucha disciplina, en base al esfuerzo, tratando de transmitirnos que si entrenábamos muy bien, podíamos ser medalla. Era un soñador y no se escondía. Nosotros no sentíamos que estábamos para eso, pero él nos hablaba y empezamos a creerlo”.

Consultado sobre si era estratégico o real aquel pensamiento, Vecchio reacciona con argumentos: “Era verdadero, lo que sentía y pensaba. Yo venía de dirigir al equipo que ganó el bronce en Edmonton y luego al seleccionado U22 campeón panamericano en Rosario, ganándole dos veces a Estados Unidos. Y me encontré con este nuevo grupo… Ahí me di cuenta, cuando vi que se bancaban todo eso, que esto iba en serio… Nunca dudé que iban a llegar y hoy me siento orgulloso de que lo hayan logrado. Agradezco a la mucha gente que trabajó en esos inicios, creo que pusimos la semilla y se dieron los resultados”.

Rewind. Volvemos a 1995. Al Mundial Juvenil y a la continuidad de la formación de la GD. En ese momento faltaban integrantes. ¿Dónde estaba Manu Ginóbili? Venía de recuperarse del descenso con Bahiense del Norte en 1994 y recién estaba despegando de Bahía para cumplir el sueño de jugar en la Liga Nacional, en Andino de La Rioja. ¿Fabricio Oberto? Era un diamante en bruto que Vecchio estaba decidido a pulir y por eso lo había llegado, como jugador #13, al Mundial de Mayores de Canadá 94. Guillermo no tenía dudas. “Esta generación va a ser mejor que la anterior”, decía pese a que la pasada aún dominaba la escena, con Marcelo Milanesio, Pichi Campana y Juan Espil como estandartes. Tal vez tenía que ver con la ambición y, sin dudas, con la unión. “Yo, junto a Fabri, fuimos los primeros en empezar a entrenar con la camada anterior y era un grupo muy diferente al nuestro, tal vez como dijo Marcelo (Milanesio), alguna vez, ellos no disfrutaban juntarse, como nosotros. Para ellos era una obligación”, compara Victoriano.

El sexto puesto en el Mundial dejó una enseñanza: había progresar mucho, sobre todo en lo físico, para estar a la altura de los mejores. Pero el avance no se detenía. Oberto, con 20 años, se ganó un lugar en los Panamericanos 95 y Gaby Fernández, con esa misma edad, fue el primero de la camada menor en meterse en la Mayor para jugar el Sudamericano 97. Pepe había partido a Estados Unidos para una experiencia inexplorada para los argentinos, jugar en una universidad (Temple), mostrando el carácter, determinación y mentalidad de esta nueva camada. ¿Nocioni? Chapu se había destacado en el seleccionado de cadetes en base a capacidad física y personalidad desenfrenada y luego había sido reclutado por León Najnudel, el visionario que había cambiado el destino del básquet nacional con la creación de la Liga Nacional en 1984, para jugar en Racing Club.

Ese grupete tan especial se uniría definitivamente en 1996 y mostraría de lo que sería capaz. En Caguas, Puerto Rico, aquel plantel lograría el bronce en los Panamericanos U21, asegurando el pasaje al Mundial, ya con la irrupción de Ginóbili, un flaquito de largos brazos y buen tiro que no había sido convocado a ningún seleccionado hasta los 19 años. Su debut se produjo antes, en el Sudamericano de Vitoria (Brasil), donde metió 19 puntos en el primer juego y llegó a Caguas en pleno crecimiento. Para ese torneo también se sumó Oberto, que había estado en los Juegos Olímpicos con la Mayor y, por las lesiones de Nicola y Wolkowyski, había terminado jugando algunos minutos.

Para Australia hubo un cambio significativo: se fue Vecchio, tras un desgaste con la dirigencia, y llegó Julio Lamas, el nuevo eslabón de la cadena de grandes entrenadores que forjaron esta camada. Julio nunca dudó en darles pista a estos chicos, que explotaron en aquel Mundial U22, ya con ocho miembros que cinco años después impactarían al mundo con su juego en Indianápolis. Pero el primer golpe a escala mundial fue en aquel 1997. Argentina terminó cuarta pero pudo ser campeón si no fuera para un triplazo agónico de un australiano (Aaron Trahair) en semifinales. “Aquello fue un tiro al corazón, por la forma en que se perdió. Si antes del torneo nos decían que íbamos a salir cuartos, todos firmábamos y nos cortábamos un dedo. Pero por cómo jugábamos y cómo se dio la derrota, fue muy doloroso. Pero siempre digo que eso también nos unió, ese llorar juntos. A veces se dice que ´ganás en la derrota´. Eso pasó aquella vez, lo mismo que en Indianápolis. Fueron derrotas que nos enseñaron, que nos templaron el ánimo”, explica Victoriano, quien en ese torneo siguió siendo la gran estrella -junto a Oberto-, aunque no eran los únicos. RC Buford, en ese momento scout de los Spurs y con el tiempo el mandamás de la franquicia NBA junto a Popovich, se le presentó a Lamas para preguntarle sobre Manu. Ya lo había empezado a seguir y dos años después lo elegiría en el draft.

La alegría de Argentina tras lograr uno de sus triunfos más memorables (Crédito: Marcelo Figueras)
La alegría de Argentina tras lograr uno de sus triunfos más memorables (Crédito: Marcelo Figueras)

El crecimiento de una camada talentosa invitaba al sueño grande, sobre todo a quienes los conocían en la intimidad y que recuerdan aquella reunión secreta, en una habitación de hotel, tras el golpe durísimo ante Australia. “Nos juramentamos volver a juntarnos en la Mayor y tomarnos revancha de aquel dolor”, cuentan casi todos.

El avance individual no se detuvo. Oberto y Victoriano, ya mirados por la NBA, estuvieron en el Sudamericano 97, torneo en el que debutaron dos que llegaron tarde al seleccionado pero luego dejarían su sello en la GD: Alejandro Montecchia y Hugo Sconochini, ambos que no habían tenido lugar con Vecchio, el segundo, en especial, por un enfrentamiento sin sentido con el DT. Para 1998, Manu desembarcó en la Mayor, como parte del proceso que Lamas decidió hacer: mechar decididamente esta nueva camada con la anterior. En el Mundial de ese año quedó claro una cosa, cuando entraron Manu y Pepe: no desentonaban en la elite pese a la edad y su energía y desparpajo le daban un plus al equipo. Oberto, a esa altura, ya estaba consolidado como un pivote de elite, de hecho fue el mejor rebotero de ese Mundial de mayores con 23 años. En ese equipo, siendo bastante más grande (cuatro años más), ya estaba Rubén Wolkowyski, una roca en defensa que, de a poco, mostraba un interesante tiro externo y encontraría su rol dentro de un equipo que en tres años empezaría a volar por el mundo.

El quiebre se produjo en 1999, cuando renuncias en masa aceleraron el proceso de recambio. Primero pasó en el Sudamericano en Bahía Blanca y luego se profundizó en el Preolímpico de Puerto Rico, donde Lamas les dio pista a Manu, Nocioni -recordar aquel volcadón ante Garnett y Duncan-, Leo Gutiérrez, Scola, Palladino y Victoriano, con el liderazgo de Espil y Sconochini. Equipo joven, intenso y caradura que hizo la mejor campaña de visitante (récord de 7-3), pero se quedó corto (fue 3°) del objetivo olímpico porque sólo había dos plazas para Sydney 2000. Se perdió un lugar en la elite pero se ganó futuro.

A los meses, Lamas se fue a España y llegó Rubén Magnano, coach ganador y con experiencia en la Selección (había sido asistente de Walter Garrone, Vecchio y Lamas) que moldearía a esta generación con su exigencia, disciplina y personalidad. Con él se acentuó el camino de la seriedad y el profesionalismo, además de crecer en el juego, con una defensa de elite y un ataque más diversificado que antes. Todo lo que pedía el nuevo básquet. El primer paso se dio en el Premundial 2001, con títulos en el Sudamericano de Chile y, sobre todo, en el Premundial, con el equipo arrasando, ya con nueve pibes que ya no eran tales, con el acompañamiento de Sconochini y Wolkowyski. Y siempre con el recuerdo de Gaby Riofrío…

Ese título cimentó la ilusión de tener un gran Mundial. La aspiración era estar entre los seis primeros. Pero el seleccionado fue más allá, con un juego que embelesó al mundo entero y puso de rodillas al imperio basquetbolístico, hace exactamente 20 años, en el camino a lograr un subcampeonato mundial que debió oro de no haber sido por un robo arbitral y alguna inexperiencia nacional en el cierre del juego… “También tuvo que ver la lesión de Manu, nos dejó mal, era como si perdías a Maradona… En el partido jugamos perfecto, sólo nos equivocamos en el final, por primera vez en todo el torneo”, rememora Victoriano, quien vuelve a días antes, a aquel triunfo que shockeó al mundo del deporte. “El detonante fue la charla de Rubén (Magnano) antes del partido. Estábamos todos como relajados, sabiendo de la dificultad, pero nos entró la ficha de ambición que nos metió. El sentía que podíamos y lo transmitió. Se vio en la cancha”, asegura.

La charla con Infobae deriva entonces a las distintas cosas que hacían especial a la GD. “Hoy, en los equipos, se intenta crear ese ambiente que nosotros teníamos, el ser una familia y está bueno, pero aquello se generó genuinamente, de verdad, no fue coaching… Éramos todos parecidos, creciendo de forma similar, viviendo situación casi idénticas, yéndonos a Europa, estando más solos que Kung Fu, desesperados por encontrarnos y vivir momentos juntos, otra vez. Todas estas cosas generaron una hermandad. Fue tan fuerte lo que vivimos juntos”, analiza Victoriano. Carlos Delfino, que todavía sigue en el equipo nacional a los 40 años, asiente. “Uno tiene familia de sangre y, a veces, tiene la suerte de una familia de camiseta. Y eso fue lo que nos pasó a nosotros”. Pepe no tiene dudas sobre la importancia que tuvoeso en el proceso. “Amistad es la palabra que se me viene a la mente, es el pegamento, eso que nos llevábamos tan bien. Sin eso no se si hubiese pasado lo que pasó”, asegura.

La Generación Dorada marcó un antes y un después en el básquet argentino (Crédito: Marcelo Figueras)
La Generación Dorada marcó un antes y un después en el básquet argentino (Crédito: Marcelo Figueras)

A veces suele pasar que los grupos comienzan bien y luego, con el paso del tiempo, se descomponen. O tienen fisuras. Por el disímil crecimiento de cada uno, por egos, por cuestiones de participación o simplemente por diferencias. Y esto no pasó nunca en la GD.

-¿Por qué pensás, Lucas?

-Porque nos conocimos desde muy chicos… Nosotros vimos a tal o cual en el Cenard, hablando por teléfono con la madre y llorando desconsoladamente, porque extrañaba… Nos vimos en esos momentos. No sé si se entiende a lo que voy… Entre nosotros no había que forzar nada. Estuvimos ahí en las buenas y en las malas, y sin importar cómo creció cada uno, su status, siempre fuimos los mismos de aquellas primeras concentraciones. Y siempre disfrutamos con lo bueno que le pasaba al otro, nunca fue ficticio o simulado. Los roles fueron cambiando, Pepe que metía de a 40 en Bahía, llegó a la Selección y fue pasador porque el que anotaba era yo, y yo después dejé ese rol y pasé a otro, y Pepe también. Y nada se modificó en la intimidad. Y eso era por el hecho de conocernos tanto. Manu, por ejemplo: él no venía nunca como una superestrella, no importaba si era el mejor jugador de Europa o estaba en la NBA. Siempre era el Manu de siempre. El año que vino a la concentración con custodia, porque se habían enterado que podían secuestrar a sus padres o a él, con Palladino lo volvimos loco con cargadas. Y él se la bancó como un duque. Nunca te mostraba que era mejor porque tenía un presente inmensamente mayor que el tuyo. Y si un líder deportivo de ese calibre, no te lo hace notar, ¿qué queda para el resto? Nada, todos debíamos estar alineados y siempre lo estuvimos.

Otra cosa que hacía diferente a este grupo era el liderazgo compartido. “Es así. Cuando me preguntan quién era el líder, no puedo responder. Es verdad que, por caso, el Puma (Montecchia) no hablaba mucho, pero cuando hablaba, todos se callaban”, admite. Y lo especial también tenía que ver con los roles sociales de cada uno en el grupo. “Estábamos los más divertidos y jodones, por un lado: Chapu, Leo, Pala y yo. Manu y Pepe, cuando estaban de buen humor, también eran muy inquietos. Gaby era nuestro guardaespaldas, adentro y afuera de la cancha (se ríe). Fabri estaba en el medio, con el Colo. Luis era más solitario. Y al Puma y a Hugo, los más grandes, había que joderlos menos. Pero ojo, nos respetábamos. Todos sabíamos cómo era cada uno, en qué momento sí y en cuál, no. A Manu, cuando lo veía bajar al desayuno, con esa cara con la que se levantaba, sabíamos que no había que joderlo (se ríe). O si a Pepe le podíamos decir Guido Suller. Pero, la verdad, éramos unos nenes que hacíamos de todo: sal en la comida, alfileres en la silla, con los dedos hacíamos el pescadito en la boca si estabas desconcentrado, te podían sacar las sábanas o hasta el colchón de la habitación, también nos pegábamos mucho, en pasillo, habitaciones…”, detalla Lucas.

Y eso no sólo fue en los comienzos. Con sólo pensar que en los Juegos Olímpicos 2008, casi todos tenían más de 30 y se compraron monopatines con los que terminaban corriendo carreras en la villa olímpica, generando algún reto de otros deportistas que no podían dormir de los ruidos... Y se compraron aviones a control remoto y uno de ellos terminó en la fuente de la villa. Lo social siempre fue muy fuerte y parte esencial de ese “viaje de egresados” que siempre fue cada concentración, incluso durante los torneos. “El grupo se entrenaba y competía tan fuerte que necesitaba de esos momentos. Cuento una anécdota: un día Rubén (Magnano) me llama en el micro. ´Vení adelante´, me dice. Yo voy, todo asustado, ¿qué cagada habré hecho?, pensaba. Y me dice, ´este viernes les voy a dar libre porque se están pegando demasiado en los entrenamientos, andá, organizá y sacalos a todos´, me dice”, cuenta Victoriano.

El mismo Magnano que, hace exactamente 20 años, los convenció en el vestuario que podían poner de rodillas a los NBA. El saber cuándo aflojar y cuándo apretar.. . Como supo Lamas. Como supo Oveja Hernández. O como supo Vecchio en aquellas concentraciones en el Cenard o en Jujuy que se parecieron más a un servicio militar que a una preparación de un equipo básquet. Un grupo talentoso, profesional, unido, ambicioso, disciplinado y determinado que quedó en la historia como el mejor seleccionado de la historia de nuestro deporte, que se hizo de abajo y terminó conquistando el mundo.

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