El día que Ringo Bonavena inventó un atentado en Ezeiza para que la prensa lo conozca

Ocurrió en octubre de 1963 cuando el por entonces desconocido boxeador viajó a Estados Unidos para iniciar su carrera profesional

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Estaban en el centro del ring y transcurría el segundo de los tres rounds reglamentarios.

Los boxeadores habían abandonado cualquier técnica aprendida para transformarse en luchadores cuyos cuerpos mezclaban la transpiración, la piel sufriente, los quejidos provenientes del alma, el olor epidérmico, la respiración acelerada y los suspiros de la agonía.

Uno era negro y su humanidad esbelta y armoniosa brillaba cual azabache al sol.

El otro era blanco y el acero de sus músculos dibujados mostraban las manchas capilares rojizas con las que los guantes de su rival le marcaron las huellas del castigo.

Lee Carr era norteamericano y Oscar Natalio Bonavena argentino. Y ambos eran representantes del boxeo de sus países en los Juegos Panamericanos de 1963, disputados en San Pablo, Brasil. Unos juegos altamente significativos pues aparecería una nueva potencia deportiva en el continente: era el despertar de Cuba.

En esa segunda vuelta Ringo que aún no era Ringo sino el Titi o el Zurdo para la familia y los amigos, no podía resolver el clásico problema del boxeador inferior; sus golpes por anunciados no le llegaban al rival y los de éste en cambio siempre encontraban un destino seguro y doliente.

Para el boxeador de Parque de los Patricios, guapo, extrovertido, ocurrente, histriónico, simpático y de un gran amor propio, la “solución” fue morder el torso de Lee Carr a la altura de la tetilla derecha hasta obligarlo a despegarse con un paso atrás y mezclado con los alaridos de dolor, la indignación de su rincón, la silbatina y desaprobación del público, el estupor entre los periodistas y la vergüenza en su propia esquina, Bonavena se encogía de hombros como preguntándose ¿qué pasó?, ¿de qué se queja este muchacho…?

Frente a tanto desconcierto el árbitro no tuvo dudas y descalificó a Bonavena al tiempo que en el pecho de Carr podía verse aún a la distancia un círculo color carmín, huella inequívoca del brutal y atípico foul, cual símbolo de impotencia.

Por cierto que este tipo de acciones no son comunes en el boxeo. Y cuando se producen quedan registradas en la historia tal como ocurriera en la pelea entre Mike Tyson y Evander Holyfield –9 de noviembre de 1996 en el MGM Arena de Las Vegas– cuando Tyson deshizo de un mordisco animal la oreja de Evander en el 11° round y el referí Mitch Halperin lo descalificó perdiendo de tal manera su titulo mundial de la AMB.

Para Bonavena la sanción disciplinaria fue severa e inmediata pues la Federación Argentina de Box lo suspendió “de por vida” negándole además el otorgamiento de la licencia profesional por un año. Tal situación significaba que Ringo, quien ya era padre de familia, quedaba fuera de todo.

Fue en tales circunstancias que los hermanos Juan y Bautista Rago, los profesores de boxeo de Huracán y conductores de sus discípulos le pidieron una entrevista a Juan Carlos Lectoure, dueño del Luna Park. No les resultó fácil: para la índole y los prejuicios de Lectoure lo que había hecho Bonavena le resultaba descalificador.

Eran tiempos de esplendor para el Luna Park. Sus figuras atraían a verdaderas multitudes cada sábado y las veladas televisadas de los miércoles por el Trece alcanzaban interesantes niveles de audiencias. Los nombres de Nicolino Locche, Carlos Aro, Gregorio Peralta, Horacio Accavallo, Luis Federico Thompson, Juan Carlos El Puma Rivero, Pedrito Benelli, Vicente Derado, Demetrio Carabajal, Abel Laudonio, Ramón La Cruz, Horacio Saldaño, Miguel Ángel Campanito, Hugo Rambaldi, Abel Cachazú, Andres Selpa, Miguel Angel Castellini, Carlitos Rodríguez y tantos otros aseguraban carteleras a estadio lleno. ¿Qué razón habría para prestarle atención a un amateur sancionado a quien había que esperar cuanto menos un año para incorporarlo a la nómina de estrellas?.

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Igualmente Ringo ya comenzaba a mostrar su fuerte personalidad y un gran dominio frente a las cámaras pues cada vez que podía se acercaba a cualquiera de los cuatro canales de aire que había con el propósito de decir cosas altisonantes. Fue así que logró ser reporteado por Nicolás Mancera que conducía el programa de mayor rating de la época: “Sábados Circulares”. En tal oportunidad explicó el mordiscón a Carr y se atrevió a predecir que el “único que le puede ganar a Cassius Clay –quien recién se asomaba con gran popularidad y predicamento– soy yo; lo que pasa es que hay muchos intereses y por eso Lectoure no me quiere recibir”, dijo entre risas y estupor.

Tales temerarias afirmaciones consiguieron su objetivo pues Lectoure el mismo lunes lo citó en su oficina y por fin logró escucharlo.

Escuchame pibe –preguntó un indignado Tito–, ¿vos dijiste el sábado en lo Mancera que yo no te quería recibir por que vos le ganarías a Clay y tengo intereses creados?

— Tito, es de grupo, un “camelo” para que usted me llame y me lo pregunte y yo le diga lo que necesito.

No Oscar así no es la cosa; vos no podes ir a hablar de mí, decir esa barbaridad por televisión, nombrarme... No pibe. El juego es distinto.

— ¿Y cómo es Tito?

Venís y me lo decís aquí frente a mí, cara a cara o me llamas por teléfono o me lo anticipas por alguien que nos conozca a los dos; lo último que hace una persona conocida es acusar, sospechar o utilizar a los periodistas para hacer públicas las cosas privadas.

— Bueno perdóneme, ¿me va a dar una mano?, inquirió Bonavena.

¿Qué necesitas?, preguntó Tito.

— Quiero hacerme profesional en los Estados Unidos, quisiera que usted me recomiende un entrenador y además tengo que mangarlo para vivir allá y dejar algo de guita acá…

A ver si entendí –se preguntó Lectoure–, ¿vos querés que yo te abra las puertas de Norteamérica y que además te banque?

— Sí, es eso Tito, reafirmó Ringo.

Vamos por parte –suspiró el empresario–. Lo de Estados Unidos es Nueva York, yo trabajo con amigos de Nueva York. Todo lo que puedo hacer por vos es hablar con mi representante allí que se llama Charles Johnston. Una vez que vea tus condiciones te va a mandar a un gimnasio y te va a poner un entrenador.

— Vio Tito como hablando nos entendemos; ya la agarró…, afirmó con suficiencia el desconocido e incierto peleador sin licencia.

Esperá Pibe, vamos a dejar clara una cosa: si tenés condiciones Johnston te va a pedir seguro que le firmes un contrato y ese es un tema tuyo. Si te lo pide, estás adentro, estas para pelear; si te manda de vuelta no intentes irte a Europa ni busques golpear otra puerta, no me hagas quedar mal; es Charles Johnston o no es nadie en Nueva York, ¿te quedó claro esto Oscar?, repreguntó el dueño del Luna Park.

— Fenómeno, dígame ahora lo ultimo: ¿cómo viajo y adonde vivo?

Adónde podes vivir dejámelo hablar con Charles, él seguramente te va a conseguir un departamentito cerca del Central Park para que salgas a correr y que no te quede lejos del gimnasio de Bobby Gleasson que es seguramente adonde entrenarás; mientras tanto venite a entrenar aquí, al gimnasio, así de paso te veo. Y si todo se da yo arreglo con Johnston por el tema de los pasajes.

— ¿Y cuándo se la devuelvo?, preguntó Bonavena.

Si pasas la prueba y te dan la licencia de boxeador profesional en Nueva York es por que vas a poder pelear y para ello tendrás que firmar un contrato. Una vez que pelees, yo arreglo con Johnston.

— ¿Antes o después de ganarle a Clay?, ironizó Ringo sonriendo.

Ah, te lo pido por favor pibe, no hables más de Cassius Clay, ni lo menciones; él es un fenómeno, va ser un campeón mundial único –en ese momento el campeón era Sonny Liston y la pelea con Clay ya estaba firmada– y vos todavía no arrancaste; no hables más de Clay, no hagas el ridículo.

— Tito, ¿y si no lo nombro cómo hago para que la prensa me nombre, para que mi foto salga en algún lado…? Es de grupo Tito, puro chamuyo, pero vio cómo es la gente… Yo lo nombro a él y preguntan quién soy yo… Es así.

Bueno pibe, si vos querés llegar hasta Clay andá despacio, tenés recién 21 años, tranqui… –recomendó paternalmente Tito, pues en esa época el campeón era Sonny Liston, se venía el campeón olímpico Joe Frazier y alternaban como filtros George Chuvalo, Ken Norton, Ernie Terrell, Floyd Patterson, Jerry Quarry, Henry Cooper, Brian London entre muchos pesados durísimos...

Muhammad Ali recién iniciaba su carrera por entonces (Foto: Reuters)
Muhammad Ali recién iniciaba su carrera por entonces (Foto: Reuters)

Por cierto que a partir de la entrevista con Lectoure y la decisión de emigrar a los Estados Unidos, Bonavena visitó todas las redacciones habidas logrando notitas y breves menciones empezando por Crónica –cuyo dueño el maestro Héctor Ricardo García habría de respaldarlo para siempre– y siguiendo por La Razón, Noticias Gráficas y Clarín. Hizo gestiones pero no tuvo suerte ni en La Prensa ni en La Nación.

Tres meses antes de partir comenzó a entrenarse en el gimnasio del Luna Park bajo las ordenes de Hector Nesci, el colaborador más directo y confiable de los famosos hermanos Tino y Alfredo Porzio, manejadores de las figuras descollantes de los 50′ –Rafael Merentino, Ricardo Calicchio, Eduardo Lausse– y de los 60′ que transcurrían: Jorge Fernández, Gregorio Peralta y Farid Salim entre tantos.

La despedida oficial se la hicieron los amigos del gimnasio del club Huracán y la mesa larga, casi interminable que unió a toda la familia la noche anterior al viaje fue al conjuro de unos inolvidables ravioles hechos por las manos de Doña Minga, la llorosa “mamma” durante la cena de despedida evocando cuando “llevaba al Titi en brazos al hospital Penna para que lo operaran de los arcos vencidos de aquellos pies planos”.

En octubre de 1963 todo era o nos parecía más simple, cercano y amigable.

Al llegar a Ezeiza, Ringo y su inseparable hermano José terminaron de hacer el empírico check in de entonces con sus billetes físicos, sus valijas de cuero marrón, unos voluminosos bolsos deportivos como equipaje de mano y una cámara de fotos marca Leica colgada del pecho.

El aeropuerto de Ezeiza era un solo edificio que se dejaba ver en toda su dimensión; los pasajeros accedían al avión caminando por la pista sólo separada de la terminal por una puerta de vidrio, se podía fumar –también a bordo– y los vuelos eran anunciados a través de unos altoparlantes de sonido atronador.

Por cierto que las familias y amigos acompañaban a los viajeros hasta el punto de la obligada separación que era el mostrador de Inmigraciones. Una vez traspuesta la puerta que daba a la pista, los acompañantes podían subir a una terraza desde donde poder brindar un adiós de pañuelos agitados y lagrimas visibles.

Aquel atardecer de finales de octubre de 1963 el Comet 4 de Aerolíneas LV-AHS (“Alborada”) estaba en la pista listo para recibir a sus 67 pasajeros: 24 en Primera Clase y 43 en Turista, lugar en el que se ubicarían los hermanos Bonavena. Serían 14 horas de vuelo con una escala en Trinidad y Tobago adonde descenderían para desayunar mientras se realizaba la limpieza y el reaprovisionamiento de combustible de ese Comet, el primer avión con turbinas.

El sueño carecía difusión masiva pues no se hallaba ningún periodista en Ezeiza que se hubiese interesado por la partida “de una nueva esperanza” del boxeo argentino.

De pronto el aeropuerto se llenó de policías y bomberos bajo el estampido de sus intimidantes sirenas al tiempo que por el atronador sonido de aquellos insoportables altoparlantes pedían desalojar el lugar: “Por favor despacio, sin correr, les pedimos a todos los presentes retirarse hacia el exterior del edificio…”.

Había policías de la División de Explosivos con escafandras y detectores; también recorrían cada rincón agentes con perros. Los bomberos rodearon al avión y trazaron un área inexpugnable en el cual solo se hallaban uniformados de la Policía, de los Bomberos y de la Aeronáutica.

Todo era confusión y pánico.

En menos de 40 minutos comenzaron a llegar a Ezeiza periodistas, fotógrafos, camarógrafos… Todos buscaban con premura a alguien que les diera un testimonio, una versión, alguien que aceptara hablar y contar qué sintieron cuando les informaron que un llamado anónimo había alertado sobre una bomba en el avión

El joven de amplio tórax, con los músculos marcados en sus bíceps, rostro sereno y hexagonal, una medalla redonda colgada en el pecho, sonrisa socarrona, frente angosta y flequillo incipiente se ubicó en la única puerta habilitada para que ingresara la prensa y “gentilmente se prestó” a responder las preguntas que cada cronista le formulaba sobre el atentado.

— Bueno, fue así, así y así …, repetía una y otra vez

— ¿ Y obviamente usted que es uno de los pasajeros, viajará igual o preferiría quedarse?, le preguntaban

— No, yo soy boxeador, me llamo Oscar Ringo Bonavena y me esperan en Nueva York como la nueva esperanza blanca para pelear en un tiempito con el ganador de Liston y ese chico que apareció ahora, que le están dando una manija infernal, un tal… Cassius Clay.

Cerca de las 12 de la noche llamaron a embarcar. El mensaje anónimo sobre el atentado había sido falso...

Ringo Bonavena y Ernesto Cherquis Bialo
Ringo Bonavena y Ernesto Cherquis Bialo

— ¿Fuiste vos Ringo?, le pregunté mucho tiempo después.

— Y sí… –aceptó con cierta verguenza– por lo menos aunque chiquito –se conformó– salió mi nombre en los diarios y hablé por la televisión...

Seis años más tarde la loca fantasía se había hecho realidad pues Ringo tras enfrentar a muchos rivales ilustres hizo una memorable pelea contra Cassius Clay, conocido en el mundo como Muhammad Ali, el más grande.

El antes y el después configuran gloria y tragedia; plenitud y muerte.

Una historia que queda pendiente.

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