
Lo primero que aparece siempre es una imagen. La latencia de una escena que empieza a dibujarse, intempestiva, abrumadora. Puede ser en cualquier momento, pero sobre todo en ese espacio íntimo de la ducha matinal. El agua caliente, el vapor, parecen arrastrar mucho más que la mugre y la piel muerta: se llevan al desagüe la carga de información que sobrevive a la noche. Y entonces aparecen, frescas, las imágenes que serán ficciones.
En este caso una mujer subiendo a un barco a vapor, el vestido de dama roza apenas el tablado del muelle. Lleva un cofre donde se oculta su pasado. Detrás de ella está la Estatua de la Libertad. Sé quién es, la estuve pensando, leyéndola en notas viejas de periódicos de inicios del Siglo XX. Se llama Ethel y ya no es la que alguna vez partió de los Estados Unidos para llegar a estas pampas junto a los pistoleros Butch Cassidy y Sundance Kid, ahora es el personaje que da inicio a Cuatro Caballos Negros, mi quinta novela.
Pero no sería cierto decir que Cuatro Caballos Negros nació de esta imagen. Antes hubo una idea, una necesidad podría decirse, de poner en manos de la ficción una obsesión: vincular el western norteamericano con la literatura argentina del siglo XIX. Encontrar el linaje de la literatura criminal actual, esa porción del género negro que solemos llamar western urbano, que visité con la escritura de No permitas que mi sangre se derrame, mi cuarta novela.
La mayoría de los textos del oeste proponen como eje de las relaciones sociales el ámbito del saloon. El cine, incluso, nos ha regalado miles de escenas en las que cowboy o el más cruel de los forajidos abre las puertas vaivén ante la mirada de los parroquianos que hasta ese momento concentraban sus energías en jugar al póker, dados; tomar whisky hasta caer rendidos y también, meter mano a alguna de las chicas con catrera en el altillo. El paralelismo con las escenas de pulpería propuestas tanto en el Martín Fierro como en el Moreira es trasparente.
Basta repasar el capítulo “Un encuentro fatal” de la obra de Gutiérrez para imaginarnos una escena típica del western. El gaucho perseguido busca una noche de remanso en la pulpería, los parroquianos juegan a la taba y hablan de la carrera de caballos de la tarde. Al verlo entrar, siempre con su daga en la cintura (tan picante como cualquier colt o smithy) la admiración por ese que está por fuera de la ley, pero que representa la moral del hombre libre se expresa en rondas de caña. Pero hay uno, Córdoba, que no tolera la fama de Moreira y busca el pleito.
¿Qué pasaría entonces si mezclamos en un mismo texto la pólvora del lejano oeste con el filo de los facones de la pampa salvaje? Y ahí la imagen de Ethel dejando atrás su pasado de pistolera, embarcándose para llegar a una tierra inhóspita donde la espera la promesa de tierras y paz. Pero en ese viaje, rodeada de la alta sociedad, sus ojos celestes se clavan en Nancy, una negra que carga en la espalda el sino de la esclavitud. Mientras tanto, en una Argentina naciente, el ferrocarril se extiende hacia las tierras salvajes para agilizar la llegada del ganado a los mataderos y al puerto.
En el obrador, Juan Ríos, un gaucho que busca dejar atrás la muerte de su padre, lejos de hallar remanso en el silencio del campo se convierte en fugitivo de una ley que encarna el comisario Sánchez, tan lejano a la moral que pregona encarna la crueldad del poder y la cobardía del que se sabe impune. Obsesionado con los malones mestizos que rondan la zona, será el verdugo de la Muda, hija de esta tierra, una india que será mutilada para quitarle aquello que la hace humana. El paisaje de este western gauchesco se completa con un prostíbulo regenteado por la Polaca, una mujer de Haffner, rufián salido de la pluma de Roberto Arlt, apropiado en un juego intertextual que propone también vincular esa literatura popular del inicio del siglo XX en este linaje para pensar el género negro criollo.
Las vidas de estas cuatro mujeres se van mezclando para convertirse en leyenda. Son como fantasmas en un escenario de violencia perpetua. Y como toda leyenda alguien tiene que narrarla. Cuatro Caballos Negros es la narración de un cronista que se aventura a la pampa para conocer estas historias. Afiebrado por lo que va recolectando esa pesquisa, el cronista escribe y se adueña de un relato que está latente en los rincones oscuros de las pulperías y los cafés de Buenos Aires.
Cuatro Caballos Negros es, entonces, un western gauchesco, con todos los condimentos propios del género: personajes con relieve, violencia, tensión y sobre todo la disputa por el territorio en una tierra donde la ley se expresa en el filo del puñal y al calor de la pólvora.
Juan Carrá (Mar del Plata, 1978) es periodista y escritor. Ha publicado las novelas No permitas que mi sangre se derrame (2018), Lloran mientras mueren (2016), Lima, un sábado más (2014), y Criminis Causa (2013). También es coautor de la novela gráfica ESMA (2019) junto a Iñaki Echeverría y del libro de cuentos Ojos al Ras (2021). Ganó el premio Alfonsina en la categoría “Creación literaria”. Como periodista, trabajó en medios nacionales y es docente en TEA y la Universidad Nacional de las Artes. Además, dicta talleres y clínicas de escritura.
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