
En su paso por el programa de entrevistas La Sala de Laura Acuña, la experta en etiqueta y empresaria colombiana Carmiña Villegas compartió cómo fue su paso de la psicología a la venta de vajillas y mantelería de elección, que la llevó a ser la primera “apasionada de la mesa”.
Según explicó, en su vida “influyeron y, siempre lo he dicho, o lo estoy reconociendo de un tiempo para acá, dos personas muy importantes: una desde la adolescencia y es la familia de una amiga mía, personas venidas del Líbano, pero no los que vinieron a hacer la América con una mano adelante y otra atrás, no. Eran familias muy establecidas en Beirut, con muy buenos recursos, y vieron a Colombia como una fuente de ingresos y de negocios”.
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Carmiña forjó una estrecha relación con su amiga de colegio y, según comentó, “prácticamente, me pasé a vivir a esa casa. Tenían una hija única y yo, prácticamente, era hija única, porque tenía dos hermanas mayores y les seguían tres hombres, entonces yo no tenía ningún parche en mi casa”.
Además, “la mamá de mi amiga me decía: vente todos los fines de semana para acá. Estábamos en el mismo colegio, en la misma ruta, el mismo bus. Todo me gustaba, las cosas tan divinas que tenían en esa casa: los tapetes; los adornos; como montaban la mesa; los manteles, todavía los tienen, hechos a mano, del Líbano, de Beirut. Era algo increíble”.
Pero algo que Carmiña recuerda con especial cariño es la calidad de las sábanas que solían colocar en la cama de huéspedes cuando era niña y que, aún hoy, tras 70 años de uso, siguen en funcionamiento.
La calidad de los artículos para el hogar de su familia “adoptiva” al regresar del colegio, la llevaron a conectar con su pasión, aunque, entonces, no sabía que terminaría forjando su compañía al redor de las vajillas, manteles y cubiertos:
“Yo nunca he visto ni he vuelto a ver una cosa así. Me conmueve porque detrás de esas cosas hay una manualidad, una cultura, una tradición. Lo hacían en una cooperativa y hoy en día pueda que lo hagan, pero eso será para los jeques. Me volví fue como una esponja. Todo lo que veía me fascinaba y llegaba a mi casa a contarlo. Fue un conflicto de adolescente, porque veía ciertas cosas en la casa de mi amiga y en la mía no había nada. No tenía edad para hacer esos comentarios, quedaba como malcriada, pero después entendí que anda que ver”.

Y a su segunda mentora la conoció en su programa de psicología en la Universidad Javeriana, donde tuvo “la suerte de estudiar todo el tiempo con una señora mucho mayor que yo, entró separada y con tres hijos a la universidad, pero es una bogotana exquisita, criada en Europa, donde había una etiqueta permanente, pero no era nada postizo”.
Las tardes de estudio dejó de pasarlas en la casa de su amiga del Líbano y en una mujer varios años mayor encontró la fascinación por los modales y los rituales que se llevan a cabo en la mesa:
“Nosotros llegábamos a estudiar a su casa porque tenía sus hijos, no podía irse para otro lado, pero la etiqueta de esa casa, para nosotros los estudiantes, seguía siendo la misma con la que ella atendía a sus amigos en la noche. Había un entrenamiento en el personal. Salían las muchachas de guante blanco, con bandejas de plata a servirnos a cada uno y nosotros todos encartados, de verdad”.

Para algunos de sus compañeros de universidad representó un reto, pero Carmiña, nuevamente, se comportó como una esponja y absorbió tanto conocimiento como le fue posible:
“La mayoría en psicología en esa época éramos mujeres y había uno que otro hombre, pero preferían no ir a estudiar allá porque sufrían mucho, no sabían qué hacer, aunque ella nunca nos dijo nada ni nos corrigió. El que quiso aprender, aprendió y yo me dediqué a preguntar”.
Se graduaron y, años más tarde, cuando su amiga se había mudado a Bélgica, Carmiña la visitó en su primer viaje por Europa y, en Bruselas, la acompañó a tiendas de alta categoría a comprar vajillas y otros elementos que la inspiraron a ser la mujer que generó una comunidad de apasionados por la mesa.
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