Mi elección no es el matrimonio ni la soledad

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BC-MODERN-LOVE-MY-CHOICE-ART-NYTSF — No caption. (Brian Rea/The New York Times) — FOR USE ONLY WITH MODERN LOVE STORY SLUGGED BC-MODERN-LOVE-MY-CHOICE-ART-NYTSF FOR APRIL 2, 2021. ALL OTHER USE PROHIBITED.
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Especial para Infobae de The New York Times.

PENSABA QUE PADECÍA DE UN CLÁSICO TEMOR AL COMPROMISO, PERO ES MÁS COMPLICADO QUE ESO.

Terminé con mi novio de cinco años durante la cuarentena, pero no porque nos hubiéramos desenamorado.

Le envié un correo electrónico con el asunto: “Mis términos” y me dispuse a describir por qué quería estar soltera. En un esfuerzo por imponer orden en mi decisión, incluí subtítulos como: “Por qué necesito esto”, “Qué significa este cambio para ti” y “Qué le diremos al mundo exterior”, seguidos de un rastro de viñetas.

Debajo del subtítulo “Qué no significa esto”, escribí: “Que ya no te amo”.

Llevábamos tres meses en la pandemia, y la mayoría de nosotros no podía concebir la devastación que vendría. Sin embargo, para entonces, podíamos empezar a ver cómo nuestra soledad se estiraba hacia el futuro sin un final a la vista. Los solteros se perdían en los ojos de extraños en Zoom, anhelando contacto.

Y ahí estaba yo, sola e igual de desesperada por conexión, tras romper con mi novio de cinco años, aunque nada entre nosotros se hubiera roto.

Durante los meses posteriores, me costó comprender por qué. Solo cuando vi en retrospectiva los puntos álgidos de la relación me percaté de que mi soltería era inevitable; simplemente estaba desarrollando el vocabulario para explicármelo.

Había conocido a Malcolm el primer año de la universidad en un almuerzo para alumnos sobresalientes. Él llevaba puesta una camisa a cuadros color azul y tenía una voz barítona deslumbrante. Todo el mundo lo comparaba con Barack Obama, y la comparación era adecuada: tenía una calidez similar, algunos la llamarían magnética. Parecía una persona razonable a la cual podías confiarle tu vida o tu amor.

Una de mis amistades y yo habíamos debatido perezosamente sobre comenzar un servicio de citas en el campus, pero primero necesitábamos crear una base de datos. Me le acerqué y le pregunté si quería ser nuestro primer cliente.

Se rio. “De acuerdo, claro. ¿Cómo funciona?”.

Saqué mi teléfono. “Primero, debo tomarte una foto para que las chicas sepan cómo eres”.

Lo coloqué frente a un muro y le di consejos inservibles para que luciera atractivo. La foto salió rara y borrosa. No obstante, se la envié a mi madre, embelesada con el guapo de la voz profunda que se parecía a Obama.

Después del almuerzo para alumnos, nos estuvimos rondando durante dos años hasta que una noche lo llamé para ver si quería pasar el rato. Lo que siguió fue una relación tomada del folclor romántico. Me enviaba flores con cartas escritas a mano y planeaba la entrega de mi helado favorito a la habitación del hotel en el que me hospedaba cuando iba a algún congreso en Nueva York.

Después de cuatro meses, me siguió a Francia, donde estudié mi penúltimo año. En ese momento nuestra relación se volvió oficial. En una llamada que ocurrió varias semanas antes de que llegara, le dije: “Supongo que deberíamos juntarnos o algo así”.

Respondió: “Como que ya estamos juntos, ¿no?”.

“Lo sé. Pero tal vez debería ser tu novia, ¿no?”.

Se rio. “De acuerdo”.

Nuestro intercambio se sintió como una conversación entre dos niños de tercer grado en el patio de la escuela. Tenía entendido que se suponía que me debía importar este hito: era mi primer novio. Sin embargo, cuando intenté captar la importancia, no encontré nada.

Cuando se fue de Francia varias semanas antes de que yo lo hiciera, me sorprendió sentirme aliviada. Anhelaba… no estar sola, no estar sin amor, sino tener libertad y autonomía. Desde que empezamos a salir, había sentido que nuestras identidades se estaban entretejiendo para convertirse en un edredón hermoso, y no sabía cómo desenredarme sin alejar al hombre que amaba.

Era alguien sin él. Lo sabía, pero parecía que otras personas no. Incluso cuando estaba sola, la gente siempre me preguntaba por él, y sus comentarios me llevaban a un futuro —de matrimonio, hijos y deseos mutuos— que yo no estaba buscando. Quería mi identidad de regreso. Quería desenmarañarme.

En cuanto regresé, sugerí una relación abierta, algo que yo había querido desde el principio. La consideraba un paso para establecerme como una entidad romántica y sexual fuera de mi relación.

El año siguiente, después de salir de la universidad en Atlanta, nos mudamos a 3200 kilómetros de distancia el uno del otro —la casa de Malcolm en California, la mía en Washington D. C.—, sin ningún plan de vivir juntos pronto. Nos veíamos varias veces al año.

Para cuando se desató la pandemia, llevábamos tres años en una relación a larga distancia y yo no le veía ningún problema. Cuando comenzaron las restricciones a los viajes, mis colegas me decían: “Debe ser difícil no poder tomar un vuelo para ver a tu novio”. A lo que yo respondía: “En realidad me gusta la distancia”.

Muchas veces, pensé que padecía un clásico temor al compromiso, pero sabía que era más complicado. Me estaba resistiendo a algo más grande que nuestra relación individual, y mi resistencia era política.

Un día antes de enviarle a Malcolm el correo electrónico en el que le decía que quería que termináramos, me encontré con un término en línea: poliamoroso soltero. Describía a una persona que está involucrada románticamente con muchas personas, pero no busca un compromiso con ninguna. La diferencia entre esto y salir en citas casuales es que la persona no está buscando pareja, y no se espera que la relación escale a compromisos a largo plazo, como el matrimonio o los hijos. Todavía más importante, la relación no se considera una pérdida de tiempo ni carece de importancia por no llevar a ninguna de esas cosas.

En aquel entonces, no me sentía cómoda identificándome como poliamorosa. Mi deseo de algo no tradicional era una fuente de vergüenza y cuestionamientos. Pero, por primera vez, en la vasta literatura sobre el amor, me sentí vista. Me gustó que el poliamoroso soltero apreciara y priorizara la autonomía y la conservación de sí mismo, y me pareció liberador su rechazo de los modelos tradicionales del amor romántico.

Cuando Malcolm y yo les contamos por primera vez a nuestros amigos y familiares sobre nuestra relación abierta, nos topamos con ataques verbales y generalizaciones repugnantes, entre ellas que era “algo que no hacen los negros”. Mucho tiempo después, me di cuenta de que consideraban nuestro arreglo como un ataque personal a una institución en la que creían. De alguna manera, este ataque era la rebelión que yo había estado buscando.

Toda mi infancia estuvo llena de fantasías que me inculcaron a la fuerza. Me presentaron el amor y las relaciones como binarias y, en este binarismo, la mujer debe casarse o estar sola (o, en las novelas clásicas, morir). El camino hacia la libertad y la felicidad era todavía más angosto para las mujeres de color. Incluso en nuestra relación extremadamente amorosa, me sentía confinada.

Sabía que la ruptura iba a ser devastadora para mi madre. Al ser una mujer divorciada desde hace más de 20 años, a menudo me advertía: “No termines como yo”, una mujer sin ataduras a un hombre.

Esperé casi seis meses para contarle. Cuando le dije, me respondió: “¿Y si encuentra a alguien más?”.

“Pudo encontrar a alguien más cuando estuvimos juntos”, le contesté, perpleja.

Sin embargo, las relaciones sí dan la ilusión de que existimos en una burbuja con otra persona, aislados del resto del mundo, es parte de lo que las hace sentir tan íntimas. No obstante, si este año nos ha enseñado algo, es que nadie está aislado del otro, incluso en el aislamiento, y que, en cualquier momento, nuestra burbuja podría reventar. Ya no veo esta ruptura como algo malo.

Después de que le envíe el correo electrónico de ruptura a Malcolm, hablamos por teléfono.

“Si te soy sincero, me dio tristeza cuando lo leí”, admitió.

“¿Por qué?”, le pregunté.

“Solo me pareció más definitivo en un correo electrónico”.

“Bueno, podemos cambiar los términos cuando queramos”, le respondí.

“Lo sé”.

“Sigues siendo mi mejor amigo”, le dije.

Bromeó con que lo había metido en la “zona de amistad” y luego dijo: “Sí, también eres mi mejor amiga”.

Hace poco, escuché una conversación sobre el poliamor en Clubhouse, una nueva plataforma de redes sociales basada en mensajes de voz. Todos los rostros en la sala de chat eran de gente negra.

“Debes hacerte responsable de tu decisión”, dijo un hombre. “Debes recordar que elegiste esto por una razón”.

Pensé en mi elección de ser soltera y no estar buscando pareja, pero con total disposición a amar.

Quiero relaciones que operen con el espíritu de la posibilidad en vez de la restricción. Perder la identidad de “novia” me ha permitido experimentar la extensión del amor. Me ha desafiado a expandir los límites de mis relaciones para ver qué pueden ser cuando se alivian de la presión social.

Como humanos, siempre buscaremos certidumbre con las pocas herramientas que tengamos, y a veces esa herramienta será una etiqueta como “novia”. Pero en un año de pérdidas devastadoras, viajes cancelados, hitos demorados y elecciones cargadas, he encontrado un extraño consuelo en saber que no hay ninguna certeza en nuestras vidas. A pesar de eso, o tal vez debido a eso, simplemente estoy aquí para disfrutar esto, lo que sea que esto es, durante el tiempo que dure.