El renacimiento del poder naval en el siglo XXI

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El portaaviones chino Liaoning (AP)
El portaaviones chino Liaoning (AP)

En 1890 Alfred Thayer Mahan publicó La influencia del poder naval en la historia, uno de los tratados fundacionales de la geopolítica moderna. Debido al éxito internacional del libro, el entonces capitán de la armada estadounidense pasó a convertirse en un estratega de la talla de Clausewitz. En dicho texto, y en una secuela publicada dos años más tarde, Mahan analizó la historia de los imperios y mostró el rol trascendental del poder marítimo (y en particular el naval-militar) a la hora de definir el éxito y la seguridad de los Estados.

Mahan instruyó a los jefes políticos y militares de su era a concebir la fuerza naval como un factor indispensable e impostergable; sobre todo a los efectos de proteger el comercio y a la vez denegárselo a los enemigos. Se difundió así la noción de que el éxito en la guerra está estrechamente relacionado con el control del mar. En este sentido, la doctrina resultante señalaba que el dominio de los océanos permite avanzar hacia los intereses y objetivos de las potencias.

Si bien Mahan no descubrió nada nuevo, su obra institucionalizó y popularizó, de cara al siglo XX y en adelante, una creencia clave: el país que controle los océanos expande su campo de acción fuera de su territorio nacional. Por tanto, contar con una armada poderosa es el paso cardinal que todo aspirante a potencial global debe tomar. Esta es la lección que actualmente da lugar a una nueva carrera armamentística por el control de los mares; y a una diplomacia basada en mostrar los dientes.

En retrospectiva, y en vista de algunos acontecimientos recientes, la doctrina Mahan trajo el renacimiento de proverbios viejos. Durante los últimos 100 años reaparecieron lemas advirtiendo que no hay estabilidad sin músculo militar, o lo que es decir, si vis pacem, para bellum (si quieres paz, prepárate para la guerra). No por poco, en la era de los primeros acorazados (dreadnoughts) este adagio instruyó a las potencias de su tiempo a desarrollar armadas para imitar y no obstante desafiar el ejemplo británico.

La doctrina Mahan impulsó la expansión de la armada norteamericana, en particular luego de la guerra hispano-estadounidense de 1898. La victoria de Estados Unidos dio paso a la hegemonía de sus naves en Centroamérica y el Caribe, donde los intereses de Washington se hicieron valer a punta de cañón. Bajo el liderazgo de Theodore Roosevelt, durante la primera década de los 1900 la doctrina Monroe se revitalizó con la dinámica del "gran garrote"(big stick). Garantizaba que "América fuese para los americanos" con la amenaza implícita o explícita del uso de la fuerza.

En simultaneo, el káiser Wilhelm II impulsó la expansión de su marina imperial para contrarrestar la desfavorable situación de Alemania en el reparto colonial, y acaso compensar por la falta de lebensraum –"espacio vital" para gestar industria y oportunidades. Para entonces la dirigencia prusiana cambió de óptica, reemplazando la eurocéntrica y defensiva realpolitik de Otto von Bismarck por una estrategia global y ofensiva, el tipo de weltpolitik que solo puede ejecutarse por intermedio de una flota de alta mar.

Con una disyuntiva comparable, bajo el liderazgo del emperador Mutsuhito (Meiji), Japón creó una de las flotas más imponentes y sofisticadas de su época. El poderío del imperio del sol naciente descansaba precisamente en los acorazados y submarinos que los japoneses desarrollaron a partir de probar, contrastar, y adaptar la tecnología de británicos, norteamericanos y alemanes.

La carrera armamentística por el control de los mares tampoco pasó desapercibida en Sudamérica, donde hasta la ruptura provocada por la Primera Guerra Mundial, Argentina, Brasil y Chile compitieron para adquirir buques de guerra. Un siglo atrás los cañones imponentes del acorazado representaban el medio por excelencia para proyectar poder y cosechar prestigio e influencia en el mundo. Salvando las distancias, los dreadnoughts eran las armas nucleares del presente.

En los tiempos que corren, las reseñas y repasos históricos en materia armamentística están de moda porque en cierta forma hablan tanto del presente como del pasado. Las circunstancias de la política mundial son cambiantes, pero hay ciertas dinámicas que se mantienen en el tiempo.

Las armas nucleares no salen de sus silos

En 1930 las potencias marítimas firmaron en Londres un tratado para reducir el tonelaje y limitar el número de submarinos en cada flota. Sin embargo, aunque quizás loable, este esfuerzo no difirió ambiciones de expansión y por sabido tampoco impidió la Segunda Guerra Mundial.

Algunos marcan que el equivalente contemporáneo de este acuerdo es el tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) abierto a firmantes desde 1968, o bien el START firmado en 1991 y renovado en 2010 por Rusia y Estados Unidos. Este instrumento compromete a ambas partes a limitar el número de sus "armas estratégicas" (eufemismo para bombas nucleares).

START es visto como el pilar de la seguridad internacional. Así y todo, su futuro es incierto a raíz de la negativa de Donald Trump a extender el tratado luego de su vencimiento en 2021. Más allá de las razones que esboza el presidente republicano, Washington ya se retiró este año del tratado INF de 1988 por el cual las superpotencias suprimían los misiles balísticos y de crucero de corto y mediano alcance. Como era de esperarse, Moscú devolvió el gesto. En paralelo, los chinos continúan como nunca la expansión de sus fuerzas armadas y programas misilísticos, sin ver su prerrogativa taponada por instrumentos jurídicos internacionales.

Si bien la analogía entre los acorazados y las armas nucleares es a lo sumo simbólica, en tanto caracteriza a una y otra mitad del siglo XX respectivamente, en definitiva, hoy en día la posesión de armas nucleares no necesariamente marca el mismo nivel de prestigio. Como muestra la historia, las superpotencias nunca llegaron a enfrentarse directamente so pena de un holocausto nuclear. Desde la llamada óptica realista de las relaciones internacionales, los hechos que previenen la guerra nuclear no son los tratados, pero más bien la garantía de retaliación del contrincante y por ende destrucción mutua asegurada. Esto sin hablar de tendencias actuales que también complican la utilización de armamento atómico, por ejemplo, el peso de la opinión pública mundial, el comercio y el medioambiente.

Tal y como sucedía en vísperas de la Gran Guerra, existen hoy en día algunos países que quieren incrementar su proyección como potencias mundiales, esta vez imitando y a la par desafiando la trayectoria estadounidense. Dada la inutilidad del arsenal nuclear por fuera del elemento disuasorio, las potencias nuevamente se están volcando hacia una carrera naval, demostrando la vigencia de los postulados de Mahan.

La OTAN pierde cohesión

Está claro que la arquitectura defensiva multilateral por excelencia, la OTAN, comienza a resquebrajarse. Un motivo de esto tiene que ver con la creciente reticencia de los europeos occidentales a inmiscuirse en asuntos ajenos, sobre todo en acompañar a Estados Unidos en intervenciones percibidas como aventuradas o belicistas.

Esta realidad ya quedaba en evidencia en 2003 luego de que Alemania y Francia se rehusaran a formar parte de la "coalición de la voluntad" contra Saddam Hussein. Además, con el recambio generacional, los políticos jóvenes no se sienten obligados hacia Washington del mismo modo que liderazgos anteriores. Mientras el antiamericanismo crece, el ciudadano común no siente que Rusia sea una amenaza. En contraste, en Europa central y oriental sucede todo lo contrario, pero dichos países no tienen posibilidades defensivas autóctonas sin el escudo protector de Estados Unidos.

Llegado el caso, la mayoría de los países de la Unión Europea (UE) tampoco conciben a Irán como transgresor islamofacista. Utilizando el ejemplo anterior, la flota estadounidense que se dirigió al Golfo no contó con la participación de la OTAN. Tal vez podría decirse que los europeos quieren café sin cafeína y cigarrillos sin nicotina. Dan por asumido el escudo protector de Estados Unidos, y no obstante evitan cubrir los gastos que contempla la OTAN (la organización reclama a los países miembros que el 2% de su PBI sea destinado a Defensa).

La crisis de Ucrania ya ha demostrado que Europa no tiene voluntad de pelear y mucho menos de enfrentarse a los rusos. Vale recordar que cuando en agosto de 1914 los alemanes invadieron Bélgica, galvanizaron a la población británica y francesa a luchar en las trincheras. ¿Sucedería lo mismo hoy en día si Rusia invade Estonia? O más plausible aún, ¿y si los rusos bloquean Odessa y otros puertos ucranianos? Mientras Occidente debate cómo responder, el Kremlin tiene la iniciativa y domina el Mar Negro. Esto sin hablar de Turquía, que en los dichos y hechos no se comporta como miembro de la Alianza.

Por dichas razones, el grado de utilidad y eficacia de la OTAN en el siglo XXI quedará comprobado o desprestigiado solo cuando llegue la hora de la verdad.

Solo Reino Unido mantiene su alianza especial con Estados Unidos. Es interesante que, mientras algunos ven al Brexit como un giro hacia el aislamiento, otros observan y defienden que romper con la UE le permitirá a Londres el efecto contrario. Mientras los eurodiputados pierden interés por los asuntos globales, Gran Bretaña reclama el rol de potencia. Esta es al menos la creencia del nuevo primer ministro Boris Johnson.

El declive de Estados Unidos como potencia global

Otra circunstancia crítica es la relativa pérdida del poder de Estados Unidos en beneficio de contrincantes que también aspiran al juego de la weltpolitik. La propuesta de Trump de comprar Groenlandia sopesa este factor. Dejando de lado la cuestión de los hidrocarburos, se entiende que el calentamiento global está abriendo el paso del Noroeste, haciendo que la posibilidad de un atajo entre el Atlántico y el Pacífico norte esté más cerca. La importancia geopolítica de este desarrollo no necesita más explicación. Groenlandia ocupa una posición central en este embrollo, y quien tenga presencia física en ella tendrá una clara ventaja para monitorear y controlar el tráfico marítimo en el Ártico. Rusia lo sabe. Por algo está modernizando su Flota del Norte y mejorando su presencia dentro del círculo polar. El 28 de agosto una expedición rusa descubrió cinco islas árticas previamente tapadas por el hielo.

También vale detenerse en el teatro de Asia pacífico, donde China construye islas artificiales en su mar Meridional, equipándolas con pistas de aterrizaje y cercándolas con buques. Conocida como "estrategia cebolla", la maniobra consiste en rodear una zona disputada con cuantas capas de equipamiento civil y militar sea posible para fijar en el mapa una realidad inalterable, pues en política mundial el poder es la razón.

La eminencia de China en el plano global tiene preocupados a Japón y a Corea del Sur, los aliados más cercanos de Estados Unidos en la región. No sin controversia tanto doméstica como externa, en 2014 el Gobierno nipón reinterpretó un artículo de la constitución de postguerra para expandir el mandato de sus fuerzas de seguridad. Con esta decisión, los japoneses comienzan a sobreponerse a los fantasmas del pasado a miras de hacer frente al revisionismo de Beijing. Esto a su vez inquieta a los surcoreanos, quienes comparten con los chinos la misma aversión y desconfianza congénita hacia Japón.

Como resultado de estas dinámicas, Asia está presenciando una carrera por armamento naval como no se ha visto desde la década de 1930. China, Corea y Japón están modernizando sus flotas y llevando a cabo planes para introducir portaaviones avanzados, tanto ligeros como pesados. Existen en Asia cuatro puntos inflamables que auguran la posibilidad de una gran guerra en la región: la península de Corea, las disputadas islas de Senkaku (o Diaoyutai) entre Japón y China, el mar del sur de China, y finalmente Taiwán. En vista de estos desafíos, la armada estadounidense entiende que es necesario reforzar su presencia en Australia para defender la pax americana.

La geopolítica del mar

Volviendo a las premisas, en 1907 Roosevelt desplegó la llamada "Gran Flota Blanca" para circunnavegar la Tierra y proyectar la entrada de Estados Unidos en la escena mundial. Los observadores navales indican que Rusia y China aspiran a reforzar su imagen haciendo algo parecido, mostrando y paseando sus buques con mayor frecuencia en aquellos continentes donde Occidente pierde influencia.

Lo cierto es que esta coyuntura de rivalidad y competencia vuelve a despertar interés en el instrumento militar naval por sobre otro tipo de armamento. Con la reconfiguración del balance internacional de fuerzas –lo que en jerga internacionalista se conoce como multipolaridad– las zonas y rutas marítimas despiertan nuevamente conflictividad y en lo sucesivo probablemente desencadenarán carreras armamentistas más marcadas.
Como la historia sigue su curso, la superioridad naval estadounidense no puede darse por sentada ad eternum. Pero la experiencia norteamericana arroja una lección importante que es observada por los ajedrecistas de la política mundial. La utilización de grandes armadas les permite a las potencias tomar riesgos sin por ello poner en peligro su patria. Es decir, las flotas pueden ser despachadas a los puntos cardinales y llevar a cabo acciones de guerra sin acarrear mayores consecuencias, específicamente un ataque convencional a territorio nacional propiamente dicho.

Con la aparición de una coalición sino-rusa en el horizonte, el principio consuetudinario de libre navegación, enarbolado por la tradición anglosajona, deja de ser una garantía de estabilidad. Mientras China refuerza las zonas disputadas por las malas, el Pentágono ejecuta lo que denomina "Operaciones de Libertad de Navegación" (FENOPs en inglés), con la intención de plantar "desafíos operaciones en contra de reclamos marítimos excesivos", definición que obviamente ofende a Beijing.

Estos acontecimientos señalan que la capacidad naval está renaciendo como variable para medir la fortaleza e influencia de un Estado. El sistema unipolar terminará cabalmente cuando la libre navegación, defendida por algunos como la obligación autoasumida de cualquier país civilizado, sea exitosamente desafiada por un actor que no la vea de este modo, sino más bien como una imposición externa.

En la medida que más Estados reclamen la extensión de sus aguas territoriales, ostentando la capacidad para ejercitar soberanía en el mar, la dimensión marítima de la geopolítica recupera (o mejor dicho recuerda) su trascendencia, y con ella la vigencia de la doctrina Mahan.

El autor es licenciado en Relaciones Internacionales y magíster en estudios de Medio Oriente por la Universidad de Tel Aviv. También se desempeña como consultor en seguridad y analista político. Su web es FedericoGaon.com.

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