
En los últimos días, las protestas ciudadanas en Bolivia y la renuncia de su ahora ex presidente, Evo Morales, han suscitado todo tipo de análisis y especulaciones en torno a la naturaleza del proceso que lo llevó a dejar su cargo y con relación a lo que le espera al país después de su forzada dimisión.
Tres son las razones que se argumentan para explicar su salida: primero, que esta fue el resultado de un proceso electoral fraudulento a partir del cual el ex mandatario pretendía reelegirse para un cuarto mandato, habiendo comenzado a gobernar Bolivia en 2006: segundo, en razón de los intereses de la derecha y la oligarquía bolivarianas, que apoyadas por el Ejército han concretado un golpe de Estado en contra de Evo; tercero, que el fraude electoral fue el pretexto perfecto para quitar del poder a un representante de las minorías pobres, indígenas, aprovechando el apoyo de miles de personas que, en las calles, protestan por lo que asumen fue un proceso electoral desaseado.
Aquí se sostiene que, la presión ejercida a partir de una supuesta “sugerencia” por parte del Ejército bolivariano y las fuerzas policíacas, permiten hablar, técnicamente, de un golpe de Estado en contra de Morales. Golpe atípico, ciertamente, toda vez que Evo, quien llama a esto un “golpe de Estado cívico, político y policial” en función de los actores involucrados, no fue sacado de su cargo por la fuerza de las armas, sino por la pérdida del apoyo de las fuerzas castrenses, apuntando a lo que se ha dado en llamar “golpe blando”.
Lo anterior, lleva a preguntarse por la debilidad institucional de Bolivia, la cual permitió que, sin frenos constitucionales o la resistencia de grupos o partidos políticos dispuestos a defender la institucionalidad, los militares tomaran partido por la gente en la calle en contra de su presidente, en lugar de dejar actuar a las autoridades electorales y al poder legislativo.
Dicha debilidad puede haber sido propiciada por el mismo Evo, durante sus casi 14 años de gobierno, con la finalidad de facilitar sus sucesivas reelecciones, como se podría argumentar en función de la falta de autonomía del Tribunal Electoral, cuyos miembros podrían haber sido sustituidos por el mismo Morales. El compromiso del mandatario, tratando de paliar la crisis política, habla precisamente de esta falta de autonomía.
Obviamente, esta oferta, junto con el ofrecimiento de convocar a nuevas elecciones, fue insuficiente para corregir un proceso viciado de origen.
De tal suerte que, un proceso electoral fraudulento para procurar la reelección de Evo y el golpe de Estado, duro o blando, en su contra, refuerzan la idea de la falta de instituciones intermedias que hubieran podido evitar una cosa y la otra.
El punto aquí es que ahora Bolivia se encuentra en una grave crisis política cuyas salidas no parecen claras hasta este momento. La disyuntiva histórica se decantará entre la consumación del golpe de Estado con la toma del poder por parte del Ejército o el llamado de un gobierno civil provisional a nuevas elecciones.
Sin embargo, los cuestionamientos necesarios son: ¿volverá el Ejército a sus cuarteles respetando la decisión de los civiles? ¿qué pasa si el civil que arribe a la presidencia no le gusta a los militares y sus aliados los policías? ¿tomarán estos últimos lo hecho a Evo como una estrategia para poner y quitar presidentes, como sucedió en México en el siglo XIX, después de la Revolución de Independencia? ¿qué papel desempeñará la ciudadanía en todo esto? ¿podría Evo recomponer sus fuerzas y llamar a sus seguidores a impedir la consumación de este golpe de Estado? ¿podría Bolivia verse arrastrada a una guerra civil?
*Académica de la Universidad Iberoamericana, experta en sistema político y género
Lo aquí publicado es responsabilidad del autor y no representa la postura editorial de este medio
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