
La manera en que los hijos ven a sus padres cambia de forma significativa a lo largo de las diferentes etapas de su desarrollo. Desde la infancia hasta la adultez, las percepciones, necesidades y expectativas sufren modificaciones relacionadas con el crecimiento físico, emocional y cognitivo de cada persona.
Los primeros años de vida resultan fundamentales en la construcción del lazo entre hijos y adultos. Durante el periodo de la infancia, el enfoque se centra en la total dependencia del bebé respecto de sus cuidadores. Los niños reconocen a los adultos como la única fuente de protección, consuelo y alimentación. La presencia, la mirada y el contacto físico se convierten en elementos esenciales para la sensación de seguridad y bienestar. De acuerdo con American Psychological Association, esta conexión inicial moldea el desarrollo neuronal y afecta la regulación emocional, ya que los bebés reciben de sus cuidadores la clave para interpretar el mundo y sus propias emociones.

Con el crecimiento llega el tránsito hacia la etapa preescolar. Este período se destaca por el predominio de la imaginación, el pensamiento mágico y las primeras experiencias de empatía. En este momento los niños tienden a percibir a sus padres como figuras poderosas y capaces de resolver cualquier situación. La figura adulta adquiere un rol de modelo de conducta, ya que los niños imitan y reproducen sus acciones. La curiosidad también se incrementa, surgen preguntas sobre todo tipo de temas y los adultos se enfrentan al desafío de responderlas mientras fomentan el desarrollo de la creatividad.

En la etapa siguiente, que corresponde al inicio de la escolaridad, la percepción de los hijos hacia sus padres se transforma junto con la llegada del pensamiento más lógico y realista. Según detalló Psicología y Mente, los niños pueden diferenciar entre emociones propias y ajenas. Al mismo tiempo que reconocen la importancia de las normas y cuestionan la coherencia de quienes las establecen. Los padres dejan de representar figuras legendarias y se convierten en autoridades que deben inspirar justicia y rectitud. La necesidad de reconocimiento y validación se suma al deseo de recibir guía y acompañamiento. En esta fase los hijos encuentran en sus padres el principal modelo para resolver conflictos, gestionar emociones y establecer límites adecuados.
A medida que los hijos ingresan en la adolescencia, se produce un nuevo giro en la manera de mirar a los padres. Esta etapa se caracteriza por la búsqueda de autonomía, así como por la reevaluación de normas y valores familiares. Según lo expresado por el equipo de Psicología y Mente, la adolescencia implica ver a los padres desde la ambivalencia, considerándolos tanto referentes como obstáculos en el camino hacia la independencia. Se intensifican los cuestionamientos, las contradicciones y la distancia emocional, aunque la presencia adulta continúa resultando necesaria, aunque bajo una modalidad diferente. En este periodo, los adolescentes valoran la autenticidad, el diálogo abierto y la confianza, además de precisar límites claros y espacio personal.

El final de la adolescencia y el paso a la adultez temprana permite una nueva aproximación familiar. De acuerdo a lo señalado por American Psychological Association, los jóvenes suelen regresar al núcleo familiar con una visión más madura y realista de sus padres. Observan en ellos tanto aspectos positivos como defectos, lo que posibilita una interpretación diferente de las experiencias vividas. Esta revisión, junto con el reconocimiento de la humanidad de los adultos, crea la base para una relación menos jerárquica y más horizontal.
En todas las etapas mencionadas, las investigaciones psicológicas sugieren que los hijos buscan coherencia, presencia y flexibilidad en sus padres. Los especialistas destacan que no se necesita alcanzar la perfección, pues el acompañamiento debe adaptarse a las necesidades, dificultades y desafíos de cada edad. Además, la forma en la que los padres gestionan sus propias emociones, resuelven desacuerdos y ofrecen contención influye de manera directa en la capacidad de los hijos para relacionarse con el entorno y consigo mismos.

La evidencia señala que cada vínculo familiar resulta único y que las divisiones por edades emplean un criterio orientativo, ya que el desarrollo infantil presenta particularidades vinculadas a la historia personal de cada uno. No obstante, comprender los cambios en la mirada de los hijos hacia sus padres favorece la construcción de relaciones más sólidas, respetuosas y protectoras. Así, el desafío radica en ofrecer guía, estructura y aceptación a medida que los hijos transitan las distintas etapas de su vida.

De esta forma, acompañar cada fase del desarrollo implica ajustar las expectativas y las respuestas, ser sensibles al bienestar emocional y reconocer el valor de la escucha. Las familias necesitan espacios para el diálogo y la confianza, factores fundamentales para mantener el vínculo a través del tiempo y las distintas edades.
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