
“Se cayeron y murieron los cuatro”, así de tajante fue la respuesta que recibió el andinista Miguel Ángel Guillén, el 9 de enero de 2000, cuando preguntó qué había pasado con sus compañeros Gustavo Martín, Germán Brena, Walter Sergio Toconás y Daniel Mario Morales, quienes habían decidido separarse del grupo -conformado por once personas- para escalar el cerro Aconcagua por un trayecto más corto pero más difícil.
Ese mismo día, a las 14:30, Miguel junto a tres de sus compañeros habían escalado hasta la cima (6.959 metros) y luego comenzado el descenso hacia el Campamento 2 (a 5.900 metros), donde lo esperaban otros tres que habían quedado a medio camino por dificultades físicas. Desde allí, los siete andinistas descendieron juntos hasta la base.
“Lo que sucedió con ellos fue la máxima expresión de lo más terrible que podía sucedernos en la montaña”, describió Miguel, quien aún guarda en su memoria la imagen sus cuatro colegas fallecidos.

“Observando la pared de hielo del Glaciar de Los Polacos se los podía ver todos juntos enredados en la cuerda. A cada uno lo distinguimos por el color de la campera”, recordó. El accidente ocurrió a unos 200 metros de la cumbre. Cayeron aproximadamente 500 metros hasta detenerse en una zona donde quedaron suspendidos.
Los cuerpos de Gustavo Martín, neuquino de 25 años, Germán Brena, también neuquino, de 21 años, Walter Sergio Toconás, mendocino de 21 años, y Daniel Mario Morales, médico pampeano de 47 años, se deslizaron por una pendiente de 75 grados de ese glaciar, con filos de roca y nieve compacta. Uno tropezó. La cuerda hizo el resto.
Cuando ocurrió la tragedia, Miguel estaba inquieto. Sin advertir lo peor, estaba preocupado porque le resultaba imposible contactarse con ellos. Habían llevado un handie y un celular, que dejaron de funcionar no solo por el frío, sino también por estar tan separados.

“Brena, para mí el más montañero del grupo, no pensaba otra cosa que en escalar y si era en hielo mejor. Él junto con Martín, Toconas y Morales (el médico), querían hacer cumbre por el Glaciar de los Polacos, para lo cual habían anexado cuerdas, clavos para el hielo y roca, estacas, y arneses a los equipos. Tenían una gran dosis de valor e ilusión”, remarcó Miguel sobre el desafío que se habían propuesto.
“A Brena lo había visto en acción en un glaciar del Domuyo y realmente era muy bueno. La noche anterior le pregunté a Morales por qué quería ir por la pared y me respondió que como el año anterior había logrado la cumbre por la ruta tradicional, se quería probar con mayor dificultad”, detalló sobre la osada travesía. Lo hicieron sin guía ni anclajes, desafiando a otros que evitan ese tramo. Y esa imprudencia les costó la vida.
A diferencia de ellos, Miguel y el resto escalaron por la ruta tradicional, por la cara norte de la montaña. “La idea era juntarnos todos en la cumbre porque las dos vías desembocan en el mismo lugar”, explicó.

El camino a la cumbre fue realmente durísimo. A los problemas de la altura se le sumaron la noche sin luna, pequeños penitentes de hielo y piedras congeladas que presagiaban una posible caída a cada paso. “Teníamos que rodear la montaña, por lo tanto, no caminábamos recto hacia arriba sino por la ladera, lo que hacía muy difícil la travesía”, recordó.
Continuamente pensaban en sus cuatro compañeros que venían por el hielo, con los que seguían sin poder comunicarse. “Cuando hicimos cumbre, con 20 grados bajo cero en un día espléndido, el tiempo se detuvo. No hubo más dolor, ni frío, ni cansancio”, enfatizó Miguel en alusión a la inmensidad de la cordillera, a casi 7.000 metros de altura.
“Me sentí infinitamente pequeño y grande a la vez: lo había logrado. Nunca nada me costó tanto sacrificio físico. Había logrado vencerme a mí mismo, a mi cansancio y a mi dolor. Estaba donde tanto anhelaba”, resaltó.
Pero aún faltaba lo peor: el descenso y la noticia no deseada.

Abrumados por los acontecimientos y abatidos por el cansancio, esa noche ninguno de los cuatro pudo comer, ni dormir. “Nos mirábamos unos a otros sin saber qué hacer, ni qué decir, observando las cosas de Toconás, mi compañero de carpa, pensaba en su madre: él me había contado que se quedaba llorando cada vez que salía a la montaña”, recordó sobre el mendocino, que era baqueano y conocía la montaña mejor que nadie.
Al amanecer, improvisaron una ceremonia en homenaje a sus amigos muertos: “Fue muy emocionante, al pie del glaciar habían armado una pira con una cruz hecha con estacas de aluminio de las que se utilizan para escalar hielo. Un andinista inglés, llamado Laurenz, había pronunciado unas palabras y arrojado tabaco hacia los cuatro puntos cardinales, que así es como los indios despiden a sus muertos”.
En la pira, cada uno de los andinistas dejó un elemento personal y una notas de lo que sentía en ese momento. “A esa hora, la noticia ya recorría el mundo. Se trataba de la peor tragedia del andinismo argentino”, precisó Miguel al recordar la fatídica travesía que duró 11 días y de la cual ya se cumplieron 25 años. “Que mueran cuatro juntos, del mismo grupo, fue la primera vez“, afirmó.

Pese al trauma, Miguel regresó al Aconcagua dos veces más, en 2001 y 2002, aunque el mal tiempo impidió nuevos ascensos. “Fui con otros buenos escaladores, pero el clima no nos permitió seguir. Una de esas veces, incluso, volví solo con un compañero porque los otros se sintieron mal. Yo ya conocía el camino, pero si te agarra una nevada, se pierden los senderos”, dijo.
A los 75 años, Guillén sigue vinculado al deporte. Entrena, juega newcom y actúa como técnico y árbitro. Asegura que nunca abandonó su disciplina física, aunque ya no hace montaña. En su historial, lleva como hazañas haber escalado 70 veces el Volcán Lanín, aunque la escalada del Aconcagua fue su mayor hito.

“Ver una montaña de casi 7.000 metros es algo espectacular y la sensación que te recorre el cuerpo no se puede describir con palabras. Nunca creí que iba a ser capaz de llegar tan alto”, aseguró Miguel, quien hoy está jubilado de una empresa frutihortícola.
“El recuerdo de ellos me va a acompañar toda la vida. Nunca nada me costó tanto como esa cumbre. Y nunca nada me dolió tanto como esa pérdida”, concluyó.
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