
Ni el consenso logrado por la cuarentena en su inicio y durante un buen tiempo, ni el acuerdo con los acreedores externos para estrenar un plan económico. Alberto Fernández parece haber desperdiciado chances para darle mayor sustento a su construcción política con algún tipo de convergencia que algunos definirían como un salto de calidad. Al revés, acaba de consagrar como objetivo dominante algo que salvo en el kirchnerismo duro, cosecha críticas de fondo o al menos de oportunidad: una múltiple ofensiva judicial. Es bastante más que el proyecto que acelera el oficialismo en el Senado y que asoma como el mayor desafío de esta gestión en Diputados. Un mal tema para una batalla política desgastante e incierta, más allá de los límites del Congreso.
Está por verse cuánto de malestar o de subestimación pesa en el análisis del banderazo del lunes. Pero como reacción, en las frases y sobre todo en la práctica, quedó en claro de qué se trata: la pelea será por la reforma judicial en sentido amplio, a la vez foco central de la protesta. El Gobierno consideró que debe dar una muestra lineal de “fortaleza” y lo tradujo sin vueltas en el avance a toda máquina con su proyecto. Sin decirlo, el Presidente terminó de imprimirle un sentido de prueba crucial. “No nos van a doblegar los que gritan”, afirmó en su primer discurso tras las manifestaciones.
Resulta un riesgo exagerado, salvo que sea entendido como un compromiso con sentido interno. La oposición de Juntos por el Cambio, con arrastre de sus propias pulseadas y debilidades domésticas, encontró así un terreno en el que siente condiciones para afirmarse mejor –más complejo sería, se admite, en el plano económico- y reclamó directamente al Presidente el retiro del proyecto de reforma que está en el Congreso. A su modo, marcó el mismo campo que había decidido transitar el oficialismo. Resultado: la cuestión judicial quedó al tope de la agenda política.
Las concentraciones del lunes expresaron en las calles que al menos para una franja social no se trata de una cuestión menor. Y el oficialismo seguramente estaría movilizando en estas horas sus estructuras partidarias, sindicales y sociales si no fuera porque está encorsetado por la cuarentena. De todos modos, y más allá de manifestaciones reales y contenidas, resulta evidente que el tema en sí mismo no es prioritario o que, en todo caso, adquiere mayor relevancia y genera reacciones porque se lo coloca en un primer renglón desde el poder.

Visto así, motoriza una discusión que provoca rechazo en franjas inorgánicamente opositoras y, con más e inquietante amplitud, en sectores ya mal predispuestos con la política en general. En ese plano, resulta de mínima que desplace o desconsidere de hecho preocupaciones y angustias extendidas: el cuadro sanitario con mensajes cruzados –algo visible en el difícil equilibrio entre el Presidente, Axel Kicillof y Horacio Rodríguez Larreta-, la crisis económica profundizada por la cuarentena, el hartazgo o al menos el agotamiento social, la inseguridad.
La operación judicial tiene además costado interno. El Presidente reniega porque considera que la reforma –apuntada al fuero federal porteño, en particular- es su proyecto y no debería ser asociada a ninguna otra movida y menos, subordinada a la estrategia de Cristina Fernández de Kirchner. Pero la simultaneidad de jugadas expone lo contrario.
En el Senado, la iniciativa fue tratada en velocidad y quedó exhibida como pieza central de un tablero más amplio. Dos días después del banderazo, el kirchnerismo duro aseguró un rápido dictamen, con alguna modificación, en plenario de comisiones. Y la semana que viene tendrá media sanción.
En paralelo, y también de manera expeditiva, el oficialismo impuso su número y a contramano de lo dispuesto por una jueza, avanzó con la revisión de pliegos de una decena de magistrados –entre ellos, los camaristas federales Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi- por sus traslados durante la gestión macrista. Se trataría de un primer paso para cuestionar luego la validez de resoluciones en casos de corrupción durante las gestiones de CFK.
Al mismo tiempo, se puso en marcha una movida en contra del procurador interino, Eduardo Casal, que ya rechazó la posibilidad de una renuncia forzada. Y, por otro andarivel, comenzó a funcionar el consejo consultivo creado por el Presidente para analizar modificaciones a la Corte Suprema, al Consejo de la Magistratura y al Ministerio Público.

Resulta evidente que el principal mensaje es de presión extendida sobre la Corte. Y al mismo tiempo, asoman otras señales. Ya comenzó a circular la idea de analizar una reforma sobre el modo o las condiciones para designar al procurador general. La designación del jefe de los fiscales requiere el voto de dos tercios del Senado. El oficialismo no cuenta ahora con ese número y eso tiene en suspenso la candidatura de Daniel Rafecas. Ahora alguno imagina que podría cambiarse el criterio para que tal elección demande solo la mitad más uno de los votos.
En resumen, visto todo el paño, surge un elemento por sobre cualquier otro: un juego armado centralmente por la ex presidente. Esa lectura es alimentada además por otro ingrediente destacado y que tiene relación directa con el armado que buscó y trataría de sostener Alberto Fernández. Se trata de su construcción con sectores y con figuras de lo que se denomina el peronismo más tradicional o moderado. Y esa imagen tuvo alguna fisura con el caso Vicentin y también ahora: la toma de distancia de Roberto Lavagna y la incomodidad –y desmarque o silencio- de gobernadores como Juan Schiaretti y Omar Perotti.
Habrá que ver cómo se expresa ese cuadro en Diputados, donde el Frente de Todos necesita del apoyo de aliados para aprobar cualquier iniciativa. En estas horas, las cuentas no asoman fáciles para el oficialismo y el primero en advertirlo es Sergio Massa. Allí, la oposición piensa dar la pelea de fondo contra la reforma judicial. Por supuesto, todo anticipa un fuerte juego de presiones sobre jefes provinciales y legisladores en zona gris. En cualquier caso, será parte central de una batalla que apenas empieza.
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