
En medio del frenesí político y mediático -alimentado por rumores diarios, sobre el internismo de oficialismo y oposición, amplificado por los algoritmos de las redes sociales- corremos el riesgo de perder algo esencial: el tiempo, el espacio y la lucidez necesarios para asimilar una de las revoluciones tecnológicas más trascendentales de la historia de la humanidad. Se llama inteligencia artificial, y poco a poco -sin pedir permiso- está tocando a nuestra puerta.
Sin embargo, cuanto más se aproxima a nuestras vidas, más ausente parece del debate público. Y lo cierto es que el debate colectivo no puede seguir siendo analógico en plena era digital. No podemos aferrarnos a perspectivas obsoletas frente a una transformación que ya está redefiniendo las bases de la economía, el trabajo, la educación y la propia democracia. Ignorar la inteligencia artificial -o peor aún, fingir que no existe- es condenarnos a pasar de largo por el siglo XXI.
Esta reflexión viene a propósito de la reacción casi inexistente que acompañó la publicación del último informe anual del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, uno de los documentos más relevantes del sistema de la ONU. Su edición más reciente lleva por título “Romper con el pasado: el imperativo de la inteligencia artificial” y ofrece una radiografía lúcida de las posibilidades humanas frente a una tecnología que avanza más rápido que nuestra capacidad para entenderla y gobernarla.
El punto de partida no es alentador: aunque el valor global del Índice de Desarrollo Humano -que combina esperanza de vida, nivel educativo e ingreso per cápita- alcanzó un récord histórico en 2024, su incremento anual fue el más bajo desde que comenzaron los registros hace 35 años. Más preocupante aún: los caminos de desarrollo que durante décadas permitieron reducir la pobreza y generar empleo a gran escala -gracias, en buena parte, a la liberalización de los mercados internacionales- se están estrechando en distintas partes del mundo.
El informe intenta poner freno a las visiones más apocalípticas sobre la inteligencia artificial - esas que plantean una competencia insalvable entre personas y máquinas, como si no pudieran coexistir ni complementarse- y que acaban fomentando una peligrosa pasividad, como si no pudiéramos hacer nada más que aceptar, con resignación, un futuro controlado y decidido de forma autónoma por la tecnología.
No es así, evidentemente. La propia encuesta global incluida en el estudio lo demuestra: seis de cada diez personas creen que la inteligencia artificial tendrá un impacto positivo en sus vidas. Es decir, si hay un sentimiento predominante, es el optimismo. Y eso significa que estamos ante una oportunidad real que no podemos desaprovechar, así como frente a un imperativo de responsabilidad que no podemos eludir.
En efecto, hay razones objetivas para el entusiasmo. Hablamos de avances como tratamientos para enfermedades hasta ahora incurables, diagnósticos precoces que salvan vidas, sistemas educativos verdaderamente personalizados -capaces de maximizar nuestro potencial individual y colectivo- o soluciones empresariales que multiplican la productividad y la eficiencia en sectores clave como la agricultura, la energía o la logística. Resistirse a estos avances sería como aferrarse a la luz de las velas en un mundo con electricidad. Más valdría mudarse a Corea del Norte.
Por supuesto, existen riesgos, y este camino hacia la prosperidad y el equilibrio dista mucho de estar garantizado. Como señala el informe, lo que nos corresponde como seres humanos es “tomar decisiones”. Decisiones erradas pueden agravar las desigualdades, debilitar los valores democráticos e incluso militarizar la vida humana.
En ese sentido, el informe de la ONU deja cuatro recomendaciones que merecen ser debatidas: fomentar economías de colaboración entre seres humanos y sistemas de inteligencia artificial; garantizar la supervisión humana en los usos críticos de esta tecnología; y realizar inversiones sostenidas en educación, salud e infraestructura digital, para que todas las personas puedan acceder a los beneficios de esta revolución.
Pero muy pocos países están en condiciones de hacerlo por sí solos. Por eso, la cuarta recomendación apunta a algo crucial: reforzar la gobernanza y la cooperación internacional. En realidad, este es quizás el mayor imperativo asociado hoy a la inteligencia artificial: evitar que la bipolaridad geopolítica entre Estados Unidos y China convierta esta oportunidad tecnológica en un juego de suma cero para el mundo.
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