
Desde ya pido perdón si esta nota resulta un poco desordenada. Los hechos son de público conocimiento, y no pretendo hacer una crónica para relatar cómo fue estar tantos años al lado de alguien como Jorge Bergoglio, luego Papa Francisco. Sólo quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones que fueron surgiendo en mi corazón a partir de lo vivido aquí, en Roma.
Cuando ingresamos a la Basílica de San Pedro, a las 12 del mediodía, comenzaba la misa solemne. Aunque tuvimos que aguardar a que pasara la procesión, después pudimos acercarnos a la capilla ardiente. Allí, junto a Omar Aboud y al rabino Daniel Goldman, rezamos y dimos gracias a Dios por habernos permitido estar cerca en la fundación del Instituto del Diálogo Interreligioso. Francisco insistía en una Iglesia para todos; en la dimensión interreligiosa quizás se comprende mejor la amplitud de esta convocatoria.

Una segunda reflexión, ya en un plano más personal: pude rezar y agradecer. En tantos años de relación hubo momentos de acuerdo y de desacuerdo, pero no puedo dejar de destacar la grandeza de quien supo escuchar, alentar y guiar tantas vocaciones —la mía entre ellas— con una delicadeza infinita.
Cuando dejé de ser su vocero, me pidió que continuase el trabajo con la prensa: “Llevás en el alma las ganas de comunicar, y eso no lo tenés que perder”, me dijo. He intentado ser fiel a ese mandato. Aunque tenía infinidad de ocupaciones, siempre encontraba tiempo para preocuparse y estar cerca de las personas.
La tercera reflexión tiene que ver con los caminos de la providencia de Dios. No pude evitar recordar, con nostalgia, aquel viaje que hicimos juntos para los funerales de Juan Pablo II. También entonces entramos a rezar por el Papa difunto. Durante esos días transmitía para CNN en español junto a Elisabetta Piqué. Recuerdo que el martes por la mañana me comentó que un periodista del diario de la Conferencia Episcopal Italiana había viajado a Buenos Aires, “por si Jorge era elegido Papa”.

Pero por la tarde, luego de la tercera votación, fue elegido Benedicto XVI. A la mañana siguiente, me llamó para que lo pasara a buscar y fuimos a almorzar juntos.
Cuando viajó a Roma tras la renuncia de Benedicto, lo hizo solo, llevándose apenas algunas cosas: pensaba volver en breve a Buenos Aires, donde se estaba preparando una habitación en el hogar sacerdotal para su retiro. Pero ya nunca volvería a su patria.
Muchos me han consultado estos días por qué no regresó a la Argentina. Tal vez, porque para que alguien venga, primero hace falta saber recibirlo. Y creo que en estos días la Argentina finalmente le abrió el corazón a Francisco. No vino en persona, pero logró entrar en muchos corazones que, tal vez, antes se resistían a darle lugar.

En una Plaza San Pedro colmada de gente, cuando levantaron su ataúd para el último viaje, todos rompimos en un aplauso cerrado, regado de lágrimas, en un adiós que fue, también, un acto de esperanza.
¡Gracias por todo, querido Francisco! Hasta que nos volvamos a encontrar. Hoy se abrieron para vos las puertas del cielo; a nosotros nos toca continuar tu legado aquí, en la tierra.
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