
“La indiferencia es el peso muerto de la Historia” - Antonio Gramsci (1917)
Cuando pensamos en discriminación, las imágenes que se nos vienen a la mente son las de individuos y poblaciones segregadas por motivos de raza, etnia, clase social, religión, género u opiniones políticas, entre otros. Uno de los nudos centrales de los actos y discursos -u omisiones- discriminatorios/as es la imposibilidad o limitación que generan a ciertas personas y/o colectivos para ejercer los derechos que les son propios en tanto tales. Es decir, la discriminación no es solo inmoral, sino que es también un acto contrario al Derecho Internacional de los Derechos Humanos: no discriminar, o, más aún, luchar contra la discriminación, no es solamente una postura política, sino que es también un imperativo moral y legal.
Por la coyuntura que atravesamos desde la aparición del COVID-19, el derecho a la salud se encuentra en el centro, no solo de aquellos Estados que han buscado, como el argentino, garantizarlo, sino también en aquellas situaciones donde es evidente que un derecho que debería ser accesible a todos/as por igual, en todas partes del mundo, por el solo hecho de ser personas, no lo es. Desde la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, el derecho a la salud es considerado un derecho humano. Este documento integra además la Constitución Nacional argentina (art. 75. Inc. 22). Por eso, la falta de acceso oportuno y eficaz a servicios de atención a la salud, en general, y a tratamientos en particular, supone una violación a los Derechos Humanos.
En el presente en que nos encontramos, la idea de acceso a la salud nos remite de manera inmediata al acceso a las vacunas contra el COVID-19, que, aunque no son la única medida para prevenir las infecciones, sí son el antídoto principal para evitar hospitalizaciones y muertes. Todas las vacunas aprobadas por los organismos competentes tienen este deseable efecto, y, a medida que las personas completamos nuestros esquemas, cada vez habrá menos pérdidas evitables por coronavirus. Ahora bien, desde el momento en el cual la pandemia es un problema global, su solución no puede sino también serlo.
En lo que respecta al acceso universal a las vacunas, la discriminación resulta un concepto clave. Hoy en día, dos de cada diez personas viven en el continente africano. Pero, a pesar de ser África el segundo continente más poblado del planeta, solo cuenta con el 8,1% de su población con pauta completa de inmunización. Este relegamiento de uno de los continentes del mundo tiene efectos sobre todos: baste ver que las últimas dos nuevas cepas de COVID-19 (Delta y Ómicron) se originaron allí, propagándose, ellas sí, sin discriminar, por todo el mundo. Esto debería alertar a toda la comunidad internacional por motivos morales, humanitarios, sanitarios y económicos: si siguen siendo solamente los fabricantes privados quienes eligen a qué países vender sus vacunas, la pandemia seguirá conociendo rebrotes, y nos tomará más pérdidas y más tiempo llegar a una recuperación en todo el mundo.
El desigual acceso a las vacunas es una muestra más de algo que ordena nuestro trabajo cotidiano en el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI), y es que la discriminación y el racismo no son una problemática de minorías y mayorías, sino de desigualdad en el acceso y ejercicio del poder. Es fundamental esto, porque de lo contrario corremos el riesgo de entender que la discriminación y el racismo son conductas individuales, o bien son conductas casi anecdóticas en la vida y en la historia de los pueblos.

Lejos están de serlo: los países de ingresos altos tienen el 16% de la población mundial, pero actualmente cuentan con el 60% de las dosis de vacunas que se han vendido. Estas cifras muestran que si no actuamos con celeridad, legitimamos la idea de que hay vidas que valen más que otras, una idea profundamente discriminatoria y contraria a la universalidad de los Derechos Humanos. El racismo y la discriminación no son otra cosa que una forma de violencia, violencia que, en este caso, supone aplicar criterios “de mercado” – y no humanitarios – al acceso a la salud en un contexto de pandemia de alcance global. Esta violencia solo se puede ejercer desde el poder y, por eso, el desafío para nosotros y nosotras es cómo democratizamos ese poder. Poder que hoy, en buena medida, viene dado por los recursos sanitarios a los que cada quien tiene acceso. Por eso es significativa la existencia del mecanismo COVAX, que promueve el acceso a precio de costo o la donación de vacunas a países de menores ingresos, del cual Argentina fue beneficiario parcial. Aunque este mecanismo desarrollado por la Organización Mundial de la Salud no sea aún la vía principal de acceso a las vacunas, supone una esperanza para que la pandemia por COVID-19 no pase a los libros de historia como un ejemplo de discriminación sanitaria.
Frente a las empresas que solo miren su beneficio, los Estados tienen un lugar central en diseñar políticas que prevengan las distintas formas de violencia, discriminación y racismo. Como no todos los Estados tienen los mismos recursos, tampoco tienen las mismas responsabilidades: estas son comunes, en tanto todos y todas habitamos nuestro planeta, pero diferenciadas, desde el momento en el cual hay países productores y otros compradores de vacunas. Por eso, como argentinos/as deberíamos estar orgullosos/as de que, en línea con toda nuestra historia democrática asociada al diálogo y la solidaridad, la Argentina haya pasado de ser un receptor de vacunas donadas, a donar vacunas de producción nacional a países como Mozambique o Vietnam.
Como víctima de un Estado que en otras épocas de su historia fue marcadamente discriminatorio y violento, estoy convencida de que no podemos transitar el siglo XXI de brazos cruzados, viendo cómo el planeta avanza motivado por el egoísmo y la discriminación. Tenemos la oportunidad de torcer esta historia, y construir, de una vez, un mundo más justo para todos y todas.
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