Elizabeth Taylor, Richard Burton y la creación del amor destructivo

Fue una relación imposible por el desenfreno en peleas permanentes

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Elizabeth Taylor y Richard Burton
Elizabeth Taylor y Richard Burton

Ninguna relación es comparable con la que unió y desunió a Elizabeth Taylor y Richard Burton. Una muesca en el planeta de la fama, la visión de peces en una pecera delante de los demás. Una forma de amor anhelante y violenta, de sexo caníbal, alcohol, gran riqueza en exhibición sin miedo.

Amor imposible por el desenfreno en peleas permanentes -muchas veces públicas- que sin embargo fue posible durante años. Por mucho tiempo a partir del flechazo caliente de la filmación de “Cleopatra”, una superproducción de Hollywood dirigida por Joseph L. Mankiewicz como pudo en el torbellino de adulterio, borracheras y gastos incontrolables. La atracción a la vista de la estrella con ojos violeta y el actor shakesperiano de mirada como un taladro, piel de viruela y voz de profundidad casi irreal, resultó avidez sin límite observada para el mundo como un escenario sostenido por el escándalo.

Fracaso seguro por el dique roto de los presupuestos, “Cleopatra” tuvo el valor agregado de la historia de Liz y Dick -detestaban que se los llamara así- lamiéndose mutuamente como animales en celo. La película recaudó veinticuatro millones de dólares, un negocio grande para la época. El primer día de filmación, el galés se presentó con una resaca monumental. Elizabeth les sostuvo las manos temblorosas. Necesitaba el primer Bloody Mary para subir el nivel de alcohol en disminución. Ella lo encontró vulnerable y desolado. Corría 1963.

Burton nació en Gales en 1925 como penúltimo de una familia de trece hijos, a la cabeza de un minero de trabajo extenuante que no dejaba de atender el destino de todos en la casa. Richard cambió el Burton como homenaje a un profesor que le sugirió la posibilidad del teatro, y viajó a Londres. De inteligencia omnívora, se convirtió en lector de tiempo completo y llegó hasta Oxford. El primer casamiento fue con Sybil Williams y concibieron a Kate y Jessica. Sybil fue una chica de belleza tranquila y sensible que con el tiempo, acabado el matrimonio, llegó a fundar “Arthur”, un lugar de encuentro nocturno en Nueva York, centro necesario para ver y ser visto si alguien era célebre y sofisticado. Ramas que crecen en direcciones imprevistas: nadie conoce el guión.

Al llegar a la industria mayor y el cine, Burton era ya un actor consagrado y emocional. Sabía el modo de transformar su temperamento centelleante en la alquimia de grandes interpretaciones sin sobreactuar.

Elizabeth Taylor nació en Londres. Norteamericanos establecidos en Londres donde se dedicaron al comercio de obras importantes de arte, sobre todo pintura de varios autores y épocas. Regresaron a los Estados Unidos para seguir con el oficio rentable y probado. La madre no ignoraba que Elizabeth era con pocos años una criatura subyugante. Una prueba inicial en la Metro significó contrato y éxito: Fuego de Juventud con Mickey Rooney. El padre de la novia, junto a Spencer Tracy, fue luego un batacazo con dirección de Vincent Minelli. Ya nada iba a frenar a Elizabeth Taylor, poderoso ícono pop americano, gran actriz y gema humana herida por enfermedades que iban a ir in crescendo.

En ese momento existía en el centro del tormentoso triangular entre ella, Eddie Fisher y su mujer, Debbie Reynolds, íntima amiga. Hasta que Fisher -cantante de gran éxito- abandonó a Debbie sin miramientos ni atenuantes ni disculpas. Carrie Fisher, hija de Eddie y Debbie, guionista y actriz (princesa Leia de Star Wars), vapuleada más tarde por las drogas y la angustia, confesó: “Mi ADN fue simplemente fumigado”. La prensa del corazón lanzó todos los detalles del episodio, con minuciosidad gelatinosa. Elizabeth y Fisher absorbían toda la atención. Pero llegó Cleopatra y Fisher, desesperado, amenazó con matar a Elizabeth y suicidarse. Nada contuvo la historia surgida con Cleopatra, y Fisher cayó en el pozo de la depresión. Debbie Reynolds, “la novia de América”, tomó partido por la abandonada y traicionada.

Elizabeth Taylor ya tenía una relación con Conrad “Nicky Hilton”, una de las cabezas de la fortuna hotelera -ella a los 19 y ya famosa- pero duró meses. Hilton quería una mujer tradicional –pequeño error- y la luna de miel lo encontró en el casino del barco tragando whisky para un campeonato mientras en la cama imperaba la escarcha. Furioso, golpeó a Elizabeth a repetición, y ella lo dejó con la ira, la brutalidad y la estupidez. Pronto Michael Wilding, actor de estilo inglés impertérrito y con diferencia importante de edad. Dos hijos. Llegó el turno de Mike Todd, productor con mando en la industria, hipermasculino, poderoso y con un gran encanto personal muerto en un accidente de avión. Ese casamiento fue la conversión de ET al judaísmo, que abrazó con fervor el resto de sus días agitados. Una hija. Luego el affaire atómico con Fisher. Y Burton –podía leer de memoria sonetos de Shakespeare y tramos del Ulises de Joyce- sin parar estación hacia un deseo sexual sin descanso y los desayunos con martinis, champagne y vino helado alemán. Péndulo de abrazos protectores hasta insultos despiadados que se transformaban en adicción y apego en mezcla nunca vista al desnudo, con tanta exposición.

Casi como en un retrato de esa vida excepcional fue la actuación conjunta en Quién le teme a Virgina Woolf, dirigidos por Mike Nichols: a lo larga de una noche y con invitados un profesor y su mujer entran en erupción alcohólica y, se insultan, se odian y aniquilan. Oscar para Liz. Richard llegó a siete nominaciones sin alcanzarlo. Los dos de filmografía ilustre, superior, fueron artistas mayores, históricos a pesar de los pesares o quizás por ellos, todo en realidad suele ser bastante enigmático. Viajaron, tuvieron su avión, y su barco perfecto, 240 hectáreas en Tenerife, tierras en África, sus casas personales en Gales y en Gstaad, en Ischia, en Beverly Hills. Los regalos de reconciliación fueron joyas que Liz amaba: tiaras, collares, la legendaria perla peregrina o el diamante Krupp de nueve millones de dólares. Obras de Van Gogh, Pissarro, Rembrandt, Degas, Renoir colgaban en las paredes.

Y un día de relámpagos interiores, se divorciaron luego de casarse en Montreal una década atrás. Era una pausa, un break. Volvieron a casarse en Botswana, con un vestido flotante de gasa y flores silvestres en el pelo, Burton con su turtleneck bordó especial, pantalón blanco, medias blancas y zapatos de antílope, a orillas de un río .

Algo se había apagado y no lo ocultaron: fue breve. Habían conocido y vampirizado, atisbado sus vísceras, cualquier aspecto del derecho y del revés. Demasiado. Los perfumes a jungla de los cuerpos intoxicados fueron entonces olores corporales. Los gritos, silencio. Las bocas voraces se hicieron ácidas. Había terminado.

Tal que, parece ser, vino a comprobarse que el amor no es el revés del desamor sino en ocasiones un complemento semejante. Como el incendio en un trigal. El revés era, es, la indiferencia. Se apagó la luz. Murieron distantes y escalonados, cada cual con su oscuridad final.

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