
La transición entre Mauricio Macri y Alberto Fernández fue pacífica. Si la misma imagen no se repite en la mayoría de los sindicatos es por una cuestión elemental: porque no hay transición. Y si no existe es porque en casi todos los casos quienes ganan las elecciones son los mismos que manejan las organizaciones gremiales desde hace décadas y los que les disputan el poder suelen quedar marginados por requisitos imposibles de cumplir para presentar una lista opositora.
Ese es el telón de fondo que explica, en parte, la violencia que estalló hoy en la Unión Tranviarios Automotor (UTA). Su secretario general, Roberto Fernández, maneja el sindicato que agrupa a los choferes de colectivos desde 2006, momento en que asumió en reemplazo de Juan Manuel Palacios, pero ya lo secundaba a éste como secretario adjunto desde 1989.
Pasaron trece años de mandatos consecutivos sin una oposición que pudiera disputarle la hegemonía a Fernández gracias a que el estatuto de la UTA es uno de los más restrictivos en materia de requisitos para presentar una lista en las elecciones: para presentar una lista en elecciones hay que tener avales y candidatos en cada uno de los distritos del país. Una exigencia que virtualmente deja afuera a cualquiera que quiera desafiar el poder de quienes tienen asegurado este mecanismo perfecto de reelección perpetua.
Eso le pasó a Miguel Bustinduy, el ex miembro de la conducción de la UTA que se pasó a la oposición y presentó una lista disidente en las elecciones de octubre pasado, pero no fue oficializada justamente por ese “cepo” estatutario. Este dirigente surgió de la línea 28, del Grupo Dota, y es desde allí donde se hizo fuerte y cuestiona el poder de Fernández, ahora aliado al moyanismo. Hoy, pasando por encima de la conducción de la UTA, choferes de más de 60 líneas de colectivos del Grupo Dota en la Ciudad de Buenos Aires y el conurbano hicieron un paro y se movilizaron en reclamo de un aumento salarial.
El mismo desafío se afianzó entre los delegados combativos de la línea 60 y también en los subtes, donde el conflicto por la representatividad del sector terminó en la creación de un sindicato propio, conocido como el de los metrodelegados, que no terminó de lograr la legalidad jurídica, pero tiene la legitimidad que le otorga contar con el apoyo de la mayoría de los trabajadores del sector. Esa lenta pero inexorable sangría interna tiene que ver con la burocratización de la conducción de la UTA, como le sucede a muchos dirigentes que hicieron culto de la reelección perpetua, y con la fórmula mágica que le ha permitido sostenerse en el poder sin oposición alguna: un estatuto amañado (que siempre debe ser aprobado por el Ministerio de Trabajo).
Hoy, en la Argentina, es más fácil ser candidato a presidente de la Nación que postulante a secretario general de un sindicato precisamente por la existencia de estatutos que imponen requisitos imposibles de cumplir. En ese rubro, el espíritu de la Constitución Nacional está lejos de poder garantizarse en muchas organizaciones gremiales. Los gobiernos de turno y hasta el poder económico lo han consentido sin chistar, seguramente en nombre de la famosa “paz social” (y la extrema necesidad de evitar que una dirigencia radicalizada reemplace a los sindicalistas confiables de siempre),
El problema es cuando las conducciones que se eternizan de esa forma en el poder dejan de representar monolíticamente a las bases. En ese momento, como se puso de manifiesto hoy en la UTA, la falta de democracia permite que se instale la violencia.
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