
El lujo ha dejado de ser únicamente una experiencia estética o un símbolo de estatus para convertirse, cada vez más, en un mecanismo de acumulación de valor. Ya no basta con lucir un bolso Hermès o un reloj Patek Philippe; lo verdaderamente valioso es poseer estos objetos como se posee la tierra, el arte o los metales preciosos. En este nuevo orden simbólico y económico, el lujo opera como un bien que se conserva, se intercambia y se valoriza, consolidando así una economía en la que solo algunos tienen acceso a los objetos que realmente aumentan su valor con el tiempo. Este fenómeno da forma a lo que Luc Boltanski y Arnaud Esquerre denominan “economía del enriquecimiento”.
Uno de los pilares de esta economía es la transformación de los productos de lujo en bienes que tienden a revalorizarse. En este caso, no se trata de una apreciación basada en lo emocional o lo nostálgico, sino en una lógica financiera. Por ejemplo, un par de sneakers edición limitada de Air Jordan puede pasar de valer $200 a $30,000 dólares en pocos años. Por lo tanto, estos objetos ya no se adquieren por su funcionalidad o su estética, sino por su potencial de valorización. Sin embargo, esta lógica no está disponible para todos, ya que requiere capital inicial, conocimiento especializado y vínculos con las marcas que controlan el acceso a los bienes más cotizados.

En este sentido, un segundo rasgo distintivo de la economía del enriquecimiento es la forma en que las marcas de lujo regulan y restringen la circulación de sus productos. En este caso, no basta solo con tener capacidad de compra, sino que es necesario demostrar lealtad a la marca, conocimientos técnicos, paciencia e incluso disposición a adquirir modelos menos deseados para eventualmente tener acceso a las piezas más exclusivas. Así, la lógica de la oferta y la demanda se invierte: ya no son las marcas las que buscan clientes, sino los clientes quienes se esfuerzan por ser aceptados por las marcas. En un estudio referente, Delphine Dion y colegas (2024) documentaron esta dinámica en el mundo de los relojes de lujo, donde los consumidores deben “cortejar” a las marcas, cultivar relaciones con los vendedores y cumplir con ciertas normas de comportamientopara conservar el acceso a los lanzamientos más codiciados.
Ahora bien, este tipo de economía no podría sostenerse sin la infraestructura tecnológica y mediática que la respalda. Plataformas como Chrono24 o StockX permiten seguir en tiempo real la evolución del valor de estos bienes en el mercado secundario. No obstante, su función va más allá de facilitar las transacciones, ya que también contribuyen a moldear una nueva subjetividad del consumidor, ahora entendido como inversionista. Este nuevo tipo de consumidor ya no compra ni colecciona por pasión o afición, sino por cálculo. Además, en la economía del enriquecimiento se premia más la capacidad de anticipar y aprovechar oportunidades que el gusto o el conocimiento estético. En este contexto, influencers y expertos difunden esta lógica al promover rankings de “piezas calientes” o “movimientos inteligentes”, reforzando así una cultura del lujo que se vuelve cada vez más técnica, especializada y excluyente.

Este fenómeno invita a una reflexión crítica. Lo que a primera vista puede parecer una sofisticada cultura del gusto, en muchos casos responde a formas renovadas de reproducción de desigualdad. La economía del enriquecimiento transforma el lujo en una expresión codificada de privilegio. En lugar de democratizar el acceso mediante estrategias como la circularidad o la reventa consciente, se consolida un modelo que premia la exclusividad, la anticipación y las redes de contacto. En consecuencia, el lujo deja de hablarnos de belleza o excelencia para convertirse en una herramienta más de acumulación y diferenciación. Por ello, más que idealizarlo, conviene preguntarse cómo opera esta lógica y a quién termina beneficiado.
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