El siguiente artículo es parte del contenido del libro Muchachos, que recorre el Mundial de Qatar a través de las historias de sus protagonistas y que puede descargarse gratis en Bajalibros.
Hasta el cierre de esta edición, todos los argentinos de nombre Enzo se llaman así por un uruguayo. Pueden no ser muchos en términos demográficos pero están ahí, viviendo entre nosotros, revelando una información extra cada vez que alguien les pregunta su nombre, quizás el único nombre del mapa que hace volar, con su sonido, el cuadro del que es hincha un padre, el flash de una Copa Libertadores, la imagen flotante de una chilena contra Polonia, esos párpados redondos.
Por una extraña conjunción de elementos, acaso sobre todo por la originalidad del significante, ese fenómeno no se repite ni con los Ricardo ni con los Juan José, ni siquiera con los Diego. Es una asociación que ha trascendido el Río de la Plata y que tiene su muestra emblemática en la casa del francés Zinedine Zidane, cuyo hijo mayor también se llama así por aquel: Enzo por Enzo.
De todos ellos, uno de los que camina entre nosotros tiene 22 años recién cumplidos y se llama, después de esas dos sílabas, después de que ya no hace falta llamarse nada, Jeremías Fernández.
Dentro de siglos, cuando su participación en Qatar 2022 se estudie en las universidades, alguien preguntará: ¿cómo se rompe un nombre? Y entonces se les dirá: con insolencia. ¿Y qué es la insolencia? Meterse de prepo en una lista ajena, abrirse paso en un equipo armado para otros, cargarse a la fuerza un Mundial de fútbol.

Es el menor de cinco hermanos varones pero los de arriba suyo —Seba, Maxi, Gonza, Rodri— no delatan nada con el DNI. Es más, acá la cosa se pone rara: dos son de River y dos son de Boca, quizás porque entre Raúl y Marta, los padres, flaquearon en algún momento, o quizás porque eso también es Argentina, un tablero en que la suerte entre caer de un lado o del otro de la mayor probabilidad futbolera llega tensionada hasta dentro de las casas.
Pero a quién le importa eso ahora. Si algo tuvo el Mundial, el diciembre alterado y excitante que se sostuvo en la obviedad del 10, en lo que sabíamos que podía multiplicado por lo que ni siquiera sabía él, fue que los planetas que orbitaron ese sol nos hicieron a todos parte de todo, fanáticos y escépticos amalgamados por el mismo sillón, arrastrados a dar la vuelta por una energía que empezó turbia y siguió tirante y que de tan tirante nos aflojó el amor, al punto de que al cuarto o quinto partido ya éramos gallinas diciéndole al bostero amigo que los mejores vienen siendo Mac Allister y Molina o bosteros devolviendo que no estaríamos donde estamos si no fuera por Álvarez y por Fernández, y hasta primos segundos de Barracas Central mereciendo una palmada de reconocimiento, ya todos compatriotas del mismo Titanic dispuestos a estrellarnos juntos, y al momento del domingo prometido y del juicio final, los apellidos y los numeritos habían pasado a ser Alexis y Nahuel, Julián y Enzo, Chiqui de mi vida, las voces del patio de primaria en que nos juntamos los 46 millones que somos llamados a ser felices de una puta vez y para siempre.
En ese griterío, un Enzo, la patriada que tenemos fresca e indeleble y que los libros de historia resumirán más o menos así:
Entró a la última media hora del 1-2 contra Arabia Saudita cuando la escena era un caos y así y todo se hizo cargo de devolverle al capitán las paredes que Paredes no había sabido devolverle. Volvió a entrar a la misma altura del partido contra México cuando ya el apocalipsis era una posibilidad cierta y un asunto de Estado, y entonces puso las cosas allá delante: el inicio de la jugada del gol de Messi para desatar el nudo nacional y la utopía de su propio gol para sembrar la esperanza de que el camino no dependiera solamente de Messi.

Después no salió más. Fue el no-cinco que barrió a los cinco y fue, cuando le dieron permiso, eso que ahora se llama interior y que los ingleses llaman box-to-box, el agente de viajes entre el área propia y el área rival, la nueva vida del país después de la jubilación dilatada de Mascherano, el cumplimiento de las funciones centrales sin necesidad de hacerse el guapo, con solo siete faltas en el torneo, una sola tarjeta amarilla, el muslo derecho levantado como la cabeza para mirar por dónde.
La planificación que le explotó al cuerpo técnico en la cara durante el partido contra Arabia Saudita, la mañana que nos atragantó cien goles en off-side y nos dejó boleados, encontró su escape en las irrupciones de Enzo Fernández y de Alexis Mac Allister, que permitieron la redención progresiva de Rodrigo De Paul, el titular inamovible que había arrancado el mes peleado con la vida y lo terminó a los besos con la Copa de las copas.
Los tres juntos serán para siempre la metáfora de que “el fútbol cambió” y de que “ganó el vértigo” por el monólogo de Jorge D’Alessandro en El Chiringuito, que fue uno de los memes de nuestra euforia y que rodará en loop en nuestros corazones con ellos como autitos de Fórmula 1, piezas centrales de “la Argentina que jugó con tres chicos que vuelan”, tss tss tss tss, aunque nosotros sepamos en silencio que es falso que vuelan, que ni siquiera son rápidos, que lo que pasó es otra cosa.
¿Y qué pasó, presidente? Pasó que se mostraron. Que si no la pedía uno, la pedía el otro. Según las estadísticas de FIFA, que registra cuántos movimientos hizo cada jugador para ofrecerse como opción de pase, De Paul punteó esa tabla en el partido de octavos de final, con 137, Fernández la punteó en el de cuartos, con 94, Mac Allister en la semi, con 51, y Messi en la Final —nos ponemos de pie—, con 90.
El caso de Enzo contra Holanda es una buena muestra de su valor si se suma que al ademán de estar y de ofrecerse le sumó la furia de ir para delante y la habilidad para ir con criterio durante el tiempo suplementario, cuando el equipo seguía aturdido por el empate inesperado.
Faltaban nueve minutos cuando Scaloni mandó a la cancha a Di María y los de adentro entendieron el mensaje de que en los Mundiales se mata o se muere pero primero se quiere. Hubo siete jugadas de gol comprimidas en ese rato y las tres más claras fueron de Enzo Fernández: un pase gol a Lautaro Martínez que el delantero definió mal, un zurdazo al tumulto del área que casi se mete por arriba, un derechazo que pegó en el palo.
Como repasar es gratis y somos campeones del mundo, más numeritos: con 21 años, Enzo fue el titular argentino más joven de una Final después de Pancho Varallo en 1930. De esa noche qatarí se llevará para siempre que corrió 15 kilómetros, líder de una tabla en que ningún otro GPS del equipo midió más de 13,5, y la estatuilla plateada del Mejor Jugador Joven del Mundial, que premia al sub-21 destacado y que ya estuvo en manos de Pelé, de Franz Beckenbauer, de Kylian Mbappé y que esta vez desplazó a joyas en gestación como el alemán Jamal Musiala, el español Gavi y el inglés Jude Bellingham.
¿Cómo se hace una cosa así? ¿Cómo es que alguien puede lo que no se puede?
Rául, su padre, dice que la rareza de este chico ya se notaba a sus tres años, cuando jugaba al baby en La Recova de Villa Lynch, en San Martín. Que cada tanto se escapaba de los entrenamientos para jugar al metegol en el buffet y que quizás ese reflejo de mirar los muñequitos desde arriba lo hacía entender la cancha como ningún otro.
Se ve que no era baba del padre, nomás, porque vio lo mismo Pablo Esquivel, que dirigía a Villa Ballester y una tarde se encontró con un rival distinto y llamó enseguida a Gabriel Rodríguez, coordinador de las inferiores de River, para decirle lo que a Rodríguez le habrán dicho un millón de veces: “Tengo un pibe que la rompe”.

Rodríguez dijo traelo pero los padres dijeron esperen. Les daba miedo que la cancha de once le quedara demasiado grande. Se convencieron un año después, cuando Enzo tenía seis, y el curso de las cosas se detuvo en la Novena división, cuando el resto pegó el estirón y él pasó a ser suplente, a veces ni siquiera convocado, y el viaje diario de hora y media en dos colectivos que hacía entre San Martín y Núñez con su mamá Marta empezó a tener menos sentido.
Algo se acomodó en la Séptima y eso vio Luigi Villalba, que le hizo saltar tres divisiones y lo subió a la Reserva, donde le alcanzaron 45 minutos de entrenamiento contra la Primera para que Marcelo Gallardo también dijera epa. Lo mandó una temporada al Defensa y Justicia de Hernán Crespo y lo hizo volver con 32 partidos encima, una Copa Sudamericana y una Recopa. Y entonces sí, River, donde al rato estaba agarrando la pelota para patear los penales, como si las cosas del mundo pudieran tomarse.
El currículum frenético de este chico es un compendio de saltos al vacío. Cada vez que el destino le propuso crecer, él le propuso al destino crecer un poco más. Si los jugadores argentinos necesitan meses de adaptación al fútbol europeo, él llegó a Benfica a ser titular y a hacer goles en la Champions, y si el calendario le clavó un Mundial enfrente, él se dispuso a ser el primer caso de un titular que ganara la Copa del Mundo sin haber jugado antes un solo partido oficial en la Selección.
La última noticia de su vida pública es que el Chelsea inglés pagó 121 millones de euros por su pase, algo así como el sueldo mínimo de 360 mil argentinos a la vez. Es la sexta transacción más alta de la historia del fútbol mundial, que a su vez lo convierte en el argentino más caro de todos los tiempos, 30 millones de euros por encima del segundo, Gonzalo Higuaín.
Ya circula en las redes la camiseta azul con las cuatro letras de su nombre y un número nuevo: ya no el 13 que usó en River y replicó en Benfica, ya no el 24 con que se subió a la Copa del Mundo a último momento, ya ninguna de esas cifras que se usan para venir de atrás y sorprender sino el 5, ese número central para el dueño de la mitad de las cosas, quizás un signo de que el mundo del fútbol lo va a mirar, desde ahora, con la mezcla de ilusión y de desconfianza con que se mira el oro.

Habrá que tener cuidado, cuando se enseñe su caso, para no enseñarlo como fruto del esfuerzo y de la meritocracia salteando la fuerza de la casualidad y de la energía intangible que hace que unos resalten de la manada con la magia por la que otros insisten una vida entera. ¿Quién dice que éste Enzo es mejor, por ejemplo, que Enzo Pérez, su tándem en River, el eslabón entre el Enzo de los Enzos y él? ¿Qué hace que los dos hayan jugado una Final del mundo pero uno solo la tenga tatuada? ¿Hay entre esos dos partidos, que ahora parecen separados por una galaxia, dos Messis distintos o son el mismo con distintos golpes de suerte?
Contra la angustia existencial que arrastramos todos por el hecho de estar vivos, de que a veces las cosas cuesten o no se entiendan, lo que le queda a Enzo Fernández a partir de ahora es ver cómo convive consigo mismo, con la singularidad de ser alguien a quien las cosas le salen bien.
Le puede servir lo que él mismo posteó en Facebook en 2016, cuando era un mocoso de quince años y vio que su ídolo inalcanzable se retiraba de la Selección por hartazgo: “Mirémonos al espejo y preguntémonos si nos exigimos a nosotros mismos el 1% de lo que le exigimos a este muchacho que en verdad ni conocemos”.
Ahora son algo más que dos extraños y es difícil saber quién le debe más a quién. A nosotros, que nos llevó veinte años conocer a Messi, lo que nos toca ahora es empezar a interesarnos por Enzo Fernández. Mirar de refilón la Copa imposible que tiene en la mano, mirarlo a él, sonreír. Y si alguien nos pregunta, decir la verdad sin vergüenza: nos estamos conociendo.
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