
Pudo ser un héroe y de alguna forma lo fue. Echó todo a perder su tontería, de algún modo también fue tonto, y tiró también por la borda el espacio de su gloria, ese pedacito de eternidad reservado a unos pocos, que quedó vacío, sin su nombre y sin su rastro. Una historia que mezcla el azar, el heroísmo y la tontería, cabe en un pañuelo. Se cita y se diluye. Eso es lo que queda del astronauta John Leonard “Jack” Swigert Jr, a quien la fortuna le besó la frente, pero él se quitó el beso de encima con un manotazo.
Hace muchos años, cuando la carrera espacial estaba en pañales, la NASA eligió a un grupo de hombres que llevarían adelante el proyecto Apolo que tenía como misión llevar un hombre a la Luna y traerlo de regreso a la Tierra, que era lo más difícil del plan y del deseo del padre de la idea en los tempranos 60, el entonces presidente estadounidense John Kennedy. Fue entonces cuando el gran periodista Tom Wolfe publicó un inolvidable libro que tituló: The right stuff, una expresión inglesa que, en buen español podría traducirse sin correr muchos riesgos como Lo que hay que tener. Después, el cine llevó el libro a la pantalla con el mismo título que fue traducido al español como Los elegidos de la gloria.
Ese era el clima que, en los años 70 y hasta entrados los 80, rodeaba a aquellos hombres que habían corrido y corrían enormes riesgos de vida —algunos la perdieron— en aquella carrera que parecía loca y que apuntaba más allá de las estrellas. Los astronautas eran en esos días, hace medio siglo, héroes anticipados, dioses terrenales consagrados sólo por haber sido elegidos para ponerse aquel pesado traje con escafandra que era también el traje de la gloria. Uno de ellos era Swigert.
Había nacido en Denver, Colorado, el 20 de agosto de 1931; tenía catorce años cuando terminó la Segunda Guerra Mundial; pero otra guerra, la de Corea, lo tendría como un veinteañero y audaz aviador de combate en aquel conflicto, el primero de la Guerra Fría, que estalló en 1950, duró tres años y enfrentó a las dos Coreas, la del Norte y la del Sur, y a sus aliados: la Unión Soviética y China por el Norte, el Comando de Naciones Unidas liderado por Estados Unidos por el Sur. No es que las cosas hayan cambiado mucho desde entonces.
Swigert se había graduado —era un alumno brillante— como ingeniero mecánico en la Universidad de Colorado y después de terminada la guerra en Corea se convirtió en piloto de pruebas. Cuando la carrera espacial estalló en 1957, con el lanzamiento por parte de la URSS del primer satélite artificial de la Tierra, creyó imprescindible cursar y aprobar una maestría en Ciencia Aeroespacial en el Instituto Politécnico Rensselaer, la primera universidad privada de investigación tecnológica fundada en Estados Unidos en 1824.
Con el proyecto Apolo en marcha, Swigert fue elegido como candidato a tripular una de aquellas misiones al espacio. Entonces, la fortuna le besó la frente. La misión Apolo 13 que iba alunizar en abril de 1970, tenía su tripulación ya conformada. El comandante sería Thomas Mattingly, que guiaría la misión junto a James “Jim” Lovell y a Fred Haise. Pero a setenta y dos horas del despegue, la NASA supo que Mattingly había estado en contacto, o se suponía que podía haber estado en contacto, con el virus de la rubéola, conocido también como “sarampión alemán”, diferente al sarampión. Mattingly no se contagió, pero el temor de llevar un virus humano a la Luna, o la posibilidad de transmitirlo a sus camaradas de misión, hicieron que fuese reemplazado. El nuevo comandante de Apolo 13 fue Swigert.
Apolo 13 no sólo no llegó a la Luna: fue un milagro que sus tripulantes regresaran a la Tierra con vida. Todo fue un desastre. La nave fue lanzada desde Cabo Cañaveral el 11 de abril de 1970, impulsada por un cohete Saturno V: tenía un nombre épico, pero de resonancias fatales: “Odyssey”, era también un homenaje al héroe homérico que había sitiado a Troya y regresado a casa después de una real odisea. “Odyssey” llevaba a bordo otro pequeño vehículo, “Aquarius”, que sería el que descendería en la Luna con dos de los astronautas a bordo.
El 14 de abril, a tres días del despegue y a unos trescientos veinte mil kilómetros de la Tierra, el control de la misión pidió a Swigert que encendiera los agitadores de los tanques de hidrógeno y oxígeno. Segundos después, una explosión sacudió a la nave, que quedó casi inutilizada. La Luna quedó atrás para siempre y ahora había que volver a tierra de alguna forma. Era casi un imposible: hacía falta templanza, precisión, experiencia, coraje, “the right stuff”, para seguir adelante.
Fue entonces cuando Swigert avisó del drama al control de la misión en Cabo Cañaveral, con una frase que se hizo leyenda: “Houston, we have a problem" (“Houston, tenemos un problema”). Es la que el actor Kevin Bacon, en el papel de Swigert, pronuncia en la película Apolo 13, dirigida en 1995 por Ron Howard. Hoy el revisionismo patético afirma que la frase real de Swigert fue: “Ok, Houston, we’ve had a problem here” (“Ok, Huston, hemos tenido un problema aquí”).
La historia no se lleva bien con el revisionismo patético: la legendaria frase de Winston Churchill al asumir como primer ministro en plena Segunda Guerra afirmaba que sólo tenía para ofrecer: “blood, toil, tears and sweat”. En orden: “sangre, trabajo o esfuerzo, lágrimas y sudor”. Sin embargo, la historia recogió tres de los cuatro elementos, y los reordenó para que tuvieran cierta cadencia, un ritmo casi musical como para que fuese recordada por siempre; sangre, sudor y lágrimas. La idea de Churchill no perdió sentido, como no pierde sentido la frase de Swigert ya sea “tenemos un problema” o “hemos tenido un problema”. La aclaración vale para calmar las almas buenas del revisionismo patético.
En aquellas horas difíciles, a bordo del “Aquarius” montado en la “Odyssey”, los astronautas no estaban para tiempos verbales. Los comandos de “Odyssey” fueron apagados para ahorrar energía; pero la nave se heló. Para no morir de frío, los astronautas se instalaron en el “Aquarius”, diseñado para albergar a dos personas durante dos días y que ahora debía albergar a tres durante cuatro días y no para alunizar, sino para regresar a la Tierra.
Otro drama los acechaba. En “Aquarius”, el dióxido de carbono que los astronautas exhalaban al respirar empezó a acumularse con rapidez: era un gas venenoso que podía matarlos. Había que filtrar el aire. La nave madre incluía filtros de hidróxido de litio para limpiar el aire, así que, en apariencia, sólo había que trasladar esos filtros de “Odyssey” a “Aquarius”. Los astronautas seguían las instrucciones que los desesperados técnicos de tierra les enviaban segundo a segundo. Cuando quisieron encajar los filtros de la nave madre en los del módulo lunar, descubrieron que NASA había cometido un yerro increíble: los filtros de “Odyssey” eran cuadrados, los del módulo lunar eran redondos. Pasa en las mejores familias.

Desde Cabo Cañaveral dijeron a los astronautas cómo fabricar un “adaptador” para la salida de un filtro y la entrada de otro. Para eso tenían que usar lo que tenían a mano. Pero todo lo que tenían a mano servía para llegar a la Luna, no para hacer bricolaje. Hicieron bricolaje. Usaron bolsas de plástico de todo tipo, cartón, que arrancaron de las tapas de los manuales de vuelo, cinta adhesiva de las que abundan en ferreterías y librerías y un calcetín que donó uno de los tres astronautas. Con eso, y las instrucciones que llegaban por radio desde el control de la misión, construyeron un adaptador a la que te criaste, que justificara aquello de la cuadratura del círculo: el esperpento filtró el aire y lo llamaron “The Mailbox” (“El buzón”).
A esa altura del retorno, “Odyssey” era una heladera; peor, un freezer. La temperatura era de tres grados, lo que hizo que las ventanillas de la nave se llenaran de humedad primero y de escarcha después. Lo de la humedad no dejaba de ser un drama a futuro inmediato: en algún momento, para retomar el control de la nave y regresar a la Tierra, había que encender todo de nuevo; la condensación podía causar un cortocircuito y hacer que la nave volara en pedazos. Swigert, con enorme cuidado, siguió uno a uno los procedimientos de encendido que le había enseñado en los simuladores de Cabo Cañaveral el comandante Mattingly, que se había bajado del vuelo tres días antes del despegue por una eventual enfermedad infecciosa.
“Odyssey” tuvo a bien no estallar cuando Swigert volvió a encender parte de todos sus circuitos; pero aquella era una nave sin referencia, sin timón: era una botella a ese otro mar que es el espacio. Sus habituales sistemas de navegación estaban inutilizados; como los antiguos navegantes griegos, los astronautas podían usar las estrellas como referencia para encontrar el camino de regreso a casa, como Odiseo cuando volvió de Troya. Pero las estrellas estaban invisibles, en muchos casos, su visión bloqueada por los restos de la explosión que flotaban como marionetas alrededor de la nave; tampoco podían ver demasiado por las ventanillas escarchadas, de modo que Swigert usó a la Tierra como referencia visual para calcular el ángulo correcto de entrada a la atmósfera: si el ángulo era muy plano, la nave rebotaría hacia el espacio; si era muy empinado, ardería entera con la tripulación a bordo y toda la misión quedaría reducida a una extraña estrella fugaz.
Con la mayor parte de los comandos apagados, a oscuras y congelado como sus dos compañeros, Swigert, como si estacionara su auto en la playa de un supermercado, manejó a pulso la “Odyssey” y convirtió aquel infierno en un cachorro dócil y obediente. La angustia estaba ahora en tierra. En general, las naves Apolo perdían todo contacto radial con el centro de operaciones durante los cuatro minutos que duraba el reingreso a la atmósfera. Apolo 13 usó seis minutos hasta que pudo confirmar, de nuevo en contacto con Cabo Cañaveral, que la nave y sus tripulantes se dirigían a toda velocidad hacia el Océano Pacífico Sur. Era la mañana del 17 de abril de 1970 cuando los tripulantes del USS Iwo Jima vieron a “Odyssey” desplegar sus enormes paracaídas, al sureste de la Samoa Americana y a solo seis kilómetros de la proa del portaaviones. Fueron sus marineros quienes rescataron a los agotados tripulantes de Apolo 13.
El heroísmo de Swigert lo hizo merecedor de la Medalla de la Libertad ese mismo año, aunque sus compañeros de infortunio, Lovell y Haise, lo culparon de cierta impericia con los tanques de hidrógeno y de oxígeno: de alguna forma, lo responsabilizaron del estallido que había echado la misión a perder. La NASA, en cambio, le dio todo su apoyo: Haise y Lovell no volvieron a ser designados para ser enviados al espacio, y Swigert sí fue elegido para formar parte de la misión más importante de la era espacial después del éxito de Apolo 11: estaría al mando de la Apolo que se acoplaría con su par de la URSS, Soyuz, en el primero de los proyectos en conjunto entre NASA y la agencia espacial soviética, según el apretón de manos con el que sellaron el acuerdo el entonces presidente estadounidense Richard Nixon y el líder soviético Aleksey Kosiguin. La que sería la última misión de una Apolo, partiría en julio de 1975.
Entonces intervino la tontería, con Swigert como principal responsable. Era un tipo singular; era el soltero de entre todos los astronautas que hacían de la vida familiar una tradición arraigada y ligada a la NASA. Swigert medía un metro ochenta y tres, mantenía un espíritu jovial, una sonrisa confiada, quienes lo conocían en la NASA le habían hecho fama de playboy, enarbolaba cierto espíritu libre, por decirlo de alguna forma, y hacía gala un humor algo desfachatado, ruidoso y festivo: mientras volaba en la Apolo 13 y antes del desastre, alguien le recordó a modo de broma que todavía no había presentado su declaración jurada de impuestos. La respuesta llegó en el mismo tono verbenero: pidió una prorroga para presentarlos dado que en ese momento estaba “fuera del país”.

Fuera de todo humor, el escándalo que envolvió a Swigert de manera tangencial empezó en el sigilo el 15 de julio de 1971, cuando partió al espacio la Apolo 15. La tripulaban David Scott, Alfred Worden y James Irwin. Nadie lo sabía entonces, pero los astronautas llevaban encima cerca de cuatrocientos sobres postales, no autorizados, todos franqueados y matasellados, para bajarlos con ellos en la Luna y en el módulo lunar “Falcon”. La idea era firmar esos sobres en la Luna para luego venderlos en la Tierra a precio de oro en polvo, polvo lunar en todo caso. En el medio, estaba metido un comerciante de sellos postales de Alemania Occidental, Hermann Sieger, que planeaba, y tal vez lo haya logrado en parte, hacerse con una recaudación cercana a los quinientos mil dólares de hoy.
Irwin, Scott y Worden habían aceptado dinero para llevar los sobres que pasaron entre el 30 de julio y el 2 de agosto en el módulo lunar Falcon mientras los astronautas exploraban el suelo lunar. Cuando amerizaron, el 7 de agosto, siguieron las firmas en el portaaviones “Okinawa” que había rescatado a los astronautas. Irwin, Scott y Worden devolvieron todo lo que habían cobrado cuando estuvieron cercados por el escándalo, recibieron un duro apercibimiento de la NASA, declararon ante el Senado en una sesión a puertas cerradas y nunca más volvieron a viajar al espacio.
La NASA entonces inició una investigación para dilucidar el caso. Las pesquisas apuntaron a saber quién había entregado los sobres y los sellos que llevaron al espacio los tripulantes de Apolo 15. Así fue cómo surgió el nombre de Swigert, el héroe de Apolo 13, como el proveedor y partícipe de la maniobra. La tontería había sido grande, pero Swigert la aumentó. Cuando fue interrogado por primera vez por los investigadores, negó haber participado en esa maniobra. Pero las autoridades pidieron sus viejos registros bancarios y hallaron pruebas de entrada de dinero en las fechas posteriores a los viajes de las misiones Apolo. Por fin, Swigert lo admitió todo. Primero lo confesó a su colega Deke Slayton y luego a los investigadores. No era un acto de honestidad, sino la reacción de un tipo desesperado.
Su carrera como astronauta había terminado. La NASA lo retiró de la que sería la histórica misión Apolo-Soyuz de 1975, donde ya tenía un puesto asignado: su lugar, acaso una ironía, fue ocupado por Slayton. Swigert comprendió que ya no tendría otra oportunidad de volver a tripular una nave espacial. Se retiró de la NASA en 1977.
Por alguna razón, tal vez su espíritu libre, cuando dejó la NASA Swigert se dedicó a la política. Llegó a dirigir la oficina de personal del Comité de Ciencias del Congreso de Estados Unidos y, en los años 80, fue elegido diputado del Partido Republicano por un entonces flamante Sexto Distrito de Colorado, su tierra natal. En 1982, durante su exitosa campaña política, le descubrieron un tumor maligno en el conducto nasal derecho. Se sometió de inmediato a una cirugía que reveló un diagnóstico peor: el cáncer se había extendido a la médula ósea y a los pulmones.
El hombre al que había besado la fortuna, que se había desinteresado de ella, que había apostado todo, prestigio, carrera, fama, credibilidad en un negocio acaso redituable y sin futuro, ahora estaba acosado por un cáncer impiadoso y fulminante. El 19 de diciembre de 1982, hace cuarenta y tres años, fue internado en el Hospital Universitario de Georgetown, en Washington. Murió ocho días después, el 27, por una insuficiencia respiratoria y a una semana de asumir como representante de Colorado en el Congreso de Estados Unidos. Tenía cincuenta y un años.
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