
El 10 de diciembre de 1932, luego de un mes de operaciones militares fallidas, el gobierno australiano admitió la derrota: se retiró del campo de batalla y asumió públicamente que había fracasado. No se trataba de un conflicto internacional ni de una rebelión interna. Australia acababa de perder una guerra contra miles de emúes, las enormes aves no voladoras que atravesaban, imperturbables, los campos de trigo del oeste del país.
La inédita “Guerra del Emú” fue consecuencia de una combinación explosiva: agricultores arruinados por la Gran Depresión, cosechas devastadas, decisiones políticas tomadas con urgencia y una fauna salvaje cuyo comportamiento terminó siendo más eficaz que cualquier estrategia militar.
Aquel diciembre, mientras los diarios del mundo informaban sobre convulsiones políticas, el avance del nazismo o las tensiones en Asia, Australia protagonizaba su propia tragedia absurda. Había disparado miles de balas, movilizado tropas y emitido comunicados oficiales. Pero los emúes —resistentes, veloces e impredecibles— seguían ahí, vivos y aparentemente inmunes al aparato estatal.

Crisis, hambre y colonos abandonados
Para tratar de entender por qué un país decidió utilizar armas y declarar la guerra a las aves, hay que recordar a la Australia rural de principios de los años treinta del siglo pasado. La Gran Depresión golpeaba sin tregua y la economía agrícola estaba en ruinas. Las exportaciones se habían desplomado, el precio del trigo había caído a niveles críticos y miles de veteranos de la Primera Guerra Mundial —reasentados por el propio gobierno como agricultores— sobrevivían endeudados y prácticamente abandonados.
En la región de Campion, en Australia Occidental, la situación era especialmente grave. Muchos de esos exsoldados habían recibido tierras baratas como parte de un ambicioso plan para promover la agricultura y reinsertar laboralmente a quienes habían combatido. Pero el programa resultó mal diseñado: el clima era hostil, la infraestructura insuficiente y las tierras difíciles de trabajar. Para 1932, buena parte de esos productores estaba al borde de la quiebra cuando llegaron los emúes.
Cada año, tras la temporada de cría, estas aves gigantes migraban hacia el interior en busca de agua y alimento. Ese año, encontraron un festín: los campos de trigo recién sembrados por agricultores desesperados por salvar lo que quedaba de sus cosechas. Se calcula que unos 20 mil emúes descendieron sobre Campion en cuestión de días, destruyendo alambrados —lo que permitió además la entrada de conejos salvajes— y se dieron una panzada, devorando cultivos enteros.
Los productores intentaron proteger sus bienes con métodos para espantarlos. Para eso, realizaron patrullas improvisadas, con redes y disparos aislados al aire. Pero el tamaño, la velocidad y la resistencia del emú eran mucho más de lo que los granjeros podían imaginar. Los consideraron como un enemigo inesperado e imposible de controlar.
Desesperados, los colonos elevaron pedidos formales al gobierno federal: “Envíen al ejército. ¡Esto es una invasión!”, exageraron. Y, bajo una fuerte presión política, el gobierno aceptó.

Los responsables de la “Gran Guerra del Emú”
Detrás de la decisión de enviar ametralladoras al campo australiano hubo funcionarios, colonos y militares enfrentados a un problema que los desbordaba. El Ministro de Defensa, George Pearce, presionado por agricultores furiosos y temiendo un estallido social, autorizó el despliegue de soldados en Australia Occidental. Vio en ello una solución rápida a la angustia de los productores, no un acto bélico formal. Ordenó enviar dos ametralladoras Lewis (armas de la Primera Guerra Mundial), un destacamento y 10 mil balas para frenar la devastación en los cultivos. El blanco eran las aves.
Los colonos, muchos excombatientes, eran los más vulnerables. Entre ellos, James Mitchell, agricultor y líder local, que describía la llegada de miles de emúes como un desastre que los empujaba al borde de la ruina. Las aves, simplemente, habían encontrado en los campos de trigo un recurso abundante y alimento fácil. Aunque actuaban movidas por la supervivencia, no por agresión, a los colonos no les importó.
Al mando de la operación quedó el mayor George Pearce Winslow Meredith, del Séptimo Regimiento de Artillería Ligera. Recibió la misión de aniquilar a los animales, aunque se mostró sorprendido: jamás había sido instruido para enfrentar fauna salvaje. El 2 de noviembre de 1932, Meredith y sus hombres llegaron a la región con la expectativa de un operativo breve y simple. Pero apenas comenzaron, comprendieron que la naturaleza no obedecería planes militares.
El primer intento fue un fracaso elocuente. Los soldados se acercaron a una bandada, prepararon las armas, dispararon… y los emúes huyeron a velocidades imposibles, dispersándose como gotas de agua sobre un vidrio. Sí, no contaban con su astucia y en el instinto afinado para sobrevivir en un entorno que se había convertido en hostil. Las balas se acabaron, el terreno complicaba el avance y las armas se encasquillaban. El ejército, acostumbrado a combates humanos, no podía anticipar el comportamiento de una especie animal tan libre e imprevisible.
En un intento extravagante, montaron una ametralladora sobre un camión para disparar en movimiento. Pero el vehículo no podía seguir la velocidad de las aves, que simplemente se alejaban sin comprender el operativo que se desplegaba a su alrededor ni el por qué de la cacería. Para la prensa, aquello era irresistible: la escena mereció titulares burlescos y el nombre que pasaría a la historia, The Great Emu War o la Gran Guerra del Emú.

La resistencia animal y el fracaso militar
Tras el fiasco inicial, la campaña se suspendió momentáneamente. Pero la presión de los agricultores —desesperados por salvar lo que quedaba de sus cultivos— obligó al gobierno a ordenar una segunda fase. Para entonces, tanto Meredith como sus hombres habían comprendido que no estaban lidiando con un “enemigo”, sino con animales extraordinariamente adaptados a su entorno, una especie nativa que llevaba unos 40.000 años habitando la región y que, igual que los colonos, solo intentaba sobrevivir.
Los emúes dispersaban su peso sobre largas patas elásticas, podían cambiar de dirección sin aviso y reorganizarse en grupos pequeños que dificultaban cualquier emboscada. Su plumaje denso amortiguaba impactos leves y su capacidad para seguir corriendo incluso heridos impresionó al propio Meredith, que escribió en un informe: “Si tuviéramos un batallón de soldados con la resistencia de los emúes, podríamos enfrentarnos a cualquier ejército del mundo”.
La segunda fase comenzó el 13 de noviembre de 1932 con mayor planificación: planearon emboscadas, buscaron un mejor posicionamiento y montaron vigilancia en zonas de tránsito habitual. Unos cien emúes fueron muertos en ese combate desigual. Pero la magnitud del fenómeno natural seguía siendo abrumadora. Las aves sin estrategia consciente, sin intención de confrontar, simplemente continuaban sus rutas migratorias, buscando agua y alimento en otro lado.
Mientras tanto, la opinión pública se dividía entre la burla y la indignación. La prensa ridiculizaba cada nueva actualización del operativo, y el gobierno acumulaba críticas por gastar recursos militares en combatir a una especie nativa que solo seguía sus ciclos naturales.

Para diciembre, el desgaste era absoluto. El ejército ya no quería seguir participando en un operativo que lo exponía al ridículo; los agricultores seguían en crisis; y el gobierno comprendió que insistir solo profundizaría la humillación. El 10 de diciembre de 1932, anunció el final de la campaña.
La guerra había terminado y los emúes la ganaron. Australia renunció a seguir un combate que no debió haber existido.
Tras la retirada militar, el Estado adoptó soluciones más racionales y menos violentas: mejoras en los alambrados y programas agrícolas para prevenir daños futuros. Con el tiempo, estas medidas resultaron más efectivas y menos destructivas que cualquier arma. La vida rural siguió siendo dura, y los agricultores continuaron reclamando apoyo durante años. Muchos de los veteranos instalados en esas tierras terminaron abandonando sus granjas; la Gran Depresión golpeaba más fuerte que cualquier bandada de aves.
Los emúes, por su parte, siguieron migrando, viviendo y reproduciéndose en su hábitat natural, ajenos a la narrativa humana que los había convertido en “enemigos”. La especie prosperó y hoy se reconoce su valor ecológico en el Planeta: dispersan semillas, controlan la vegetación y son parte esencial del paisaje australiano.
Hoy, el emú es una especie protegida bajo las leyes australianas de conservación, aunque su caza está regulada. Ya no existen campañas de exterminio como la que marcó 1932, y aunque en algunas zonas rurales aún surgen tensiones entre los productores y estas aves nativas, los conflictos se abordan mediante controles ambientales y estrategias no letales. Ya no se siente amenazado y continúa recorriendo vastas regiones del país, sabiendo que su presencia en ese territorio antecede por milenios a cualquier frontera humana; y sigue ocupando de forma natural grandes extensiones del territorio australiano.
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