
El almirante no quería la guerra, pero la declaró, por la espalda, una hora antes de que en Washington, los diplomáticos de su país entregaran al Departamento de Estado una declaración que afirmaba que el Imperio Japonés rompía relaciones con Estados Unidos. A las 7.48 de la mañana del domingo 7 de diciembre de 1941, una flota aérea de trescientos cincuenta y tres aviones japoneses, cazas de combate, bombarderos y torpederos, con el apoyo en el mar de gran parte de la flota imperial, incluidos seis portaviones, atacó por sorpresa la base de la Flota del Pacífico de los Estados Unidos, en Pearl Harbor, Hawái. La sorpresa fue tan grande, que el primer aviso del ataque llegó al comando de la flota americana desde un lejano puesto de vigilancia antiaérea perteneciente al Ala de Patrulla Dos, a través de un cable radiado por un desesperado vigía que tecleó: “Air raid on Pearl Harbor. This is not drill – Ataque aéreo sobre Pearl Harbor – No es un simulacro”.
Cuando el ataque terminó, después de noventa minutos y de dos feroces oleadas aéreas, la flota americana era un desastre, tal como había planeado el almirante que no quería la guerra, Isoroku Yamamoto: cuatro acorazados habían sido hundidos, otros tres dañados y otro había quedado encallado; cinco buques de guerra habían sido hundidos, tres cruceros y tres destructores estaban imposibilitados de navegar; 188 aviones habían sido destruidos, en su mayoría en pistas y hangares, y otros 59 habían sido inutilizados; en tierra yacían 2402 muertos y 1247 heridos. Una tercera oleada decidida a acabar con los depósitos de combustible y de torpedos de la base naval, con los muelles para submarinos y con el cuartel general y la central eléctrica, hubiese sido fatal; pero en el puente de mando del buque insignia, el portaviones Akagi, el vicealmirante a cargo del ataque, Chuichi Nagumo no se atrevió a lanzarla.
A Nagumo le llamó la atención que en la base no estuviese anclado ninguno de los poderosos portaviones americanos; temió que los bombarderos americanos en tierra pudiesen despegar y atacar a su poderosa flota naval y que en el fragor de la tercera oleada se perdieran más aviones y pilotos japoneses. Lejos de Pearl Harbor, en la base naval de Hashirajima, en Japón, Yamamoto, que no quería la guerra pero que había dirigido el ataque que él mismo había ayudado a diseñar, estuvo de acuerdo con Nagumo: una tercera oleada habría provocado grandes bajas entre sus fuerzas.

A Yamamoto también le escocían una duda, una certeza y un temor: ¿dónde estaban los portaviones americanos? La certeza le decía que sus bombas habían caído antes de la ruptura de relaciones con Estados Unidos: la diplomacia japonesa presentó sus textos en su idioma e hicieron falta algunas horas para traducirlos al inglés: en ese lapso, cayó Pearl Harbor. Y el temor estaba centrado en lo por venir. La leyenda dice que en su puesto de mando en la base Hashirajima, Yamamoto murmuró para que lo oyeran: “Temo haber despertado a un gigante dormido”. Lo había hecho. Si no lo dijo, la frase coincidía con sus pensamientos. Lo del gigante dormido formó parte del guion de la película “Tora!, Tora!, Tora!” filmada en 1970 sobre el ataque japonés. Pero Yamamoto había dejado grabadas sus ideas un año antes del ataque: “Puedo moverme a mis anchas durante seis meses. Después de eso… no albergo esperanzas de tener éxito”.
Los temores del almirante tenían fundamento: dieciséis meses después del ataque a Pearl Harbor, el 18 de abril de 1943, Yamamoto yacía muerto en la espesura de la jungla japonesa; su avión había sido derribado por aviones americanos en uno de los operativos secretos de mayor riesgo en toda la guerra del Pacífico: lo llamaron “Operación Venganza”. Estados Unidos había asediado y perseguido a Yamamoto, como muchos años más tarde haría con el líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, porque lo juzgaba un enemigo público número uno, un gran traidor que había atacado una base militar estadounidense en tiempos de paz. Al día siguiente de Pearl Harbor, al declarar la guerra a Japón y, por consecuencia, hacer que Alemania e Italia declararan la guerra a Estados Unidos, el presidente Franklin D. Roosevelt había dicho ante el Congreso que el día del ataque japonés a Pearl Harbor sería “una fecha que vivirá en la infamia”. Hablaba de Japón. Y de Yamamoto.
El almirante no quería la guerra porque conocía muy bien a Estados Unidos; sabía de su poderío militar y había avizorado cuál sería la conducta del aparato de guerra de ese país si era forzado a luchar. Como parte de su singular historia, Yamamoto había estudiado en Harvard, había sido agregado militar de la embajada japonesa en Washington y, no menos importante, no creía en el ciego optimismo ni en las arriesgadas visiones de victoria de los señores de la guerra del Imperio que regía Hirohito. Es más, mucho antes de Pearl Harbor había lanzado un certero presagio: dijo que si de verdad estallaba la guerra “Es probable que Japón quede reducido a cenizas”.
Además de ser un gran estratega y de ver el futuro con lúcida percepción, Yamamoto era un soldado, había jurado lealtad al emperador y dejó en claro que su contradicción con serena resignación: “Si me dicen que tengo que pelear sin que me importen las consecuencias, lo haré con todo fervor durante seis meses o un año. Pero no tengo ninguna confianza en lo que suceda en el segundo y tercer año de esa guerra”. Ese hombre parecía ver el futuro.
También era un tipo singular, un gran motivador, un gran jefe militar y un alma compleja. Era jugador. Le apasionaba el póker, el bridge y el go. Pero su debilidad era la ruleta: “Un hombre no es un hombre si no apuesta”, dijo pensando en el azar y quién sabe si no en la guerra. Había ganado una fortuna en el casino de Mónaco que ya entonces era la meca de los apostadores fuertes, lo es aún, y dijo que el principado sería un buen sitio adónde pasar sus años de marino jubilado. Sin embargo no adhería a dos conductas asociadas al juego: no bebía y no fumaba. Leía la Biblia, pero no era cristiano. Tenía un agudo sentido del humor y llevaba adelante una conducta privada calma y reservada, pero doble: estaba casado y tenía cuatro hijos, pero pasaba sus horas de placer con Kawai Chiyoki, que era su geisha favorita. Diez años después de su muerte, cuando era un héroe nacional pese a la derrota japonesa, su mujer reveló que Yamamoto estuvo siempre más cerca de la geisha que de ella misma, lo que provocó un helado escozor, una amarga llaga en el espíritu de las almas buenas que se negaban a bajar a su héroe del pedestal.

Había nacido en Nagakoa el 4 de abril de 1884. A los dieciséis años se enroló en la Academia Militar Imperial y fue uno de sus mejores cadetes porque se destacó en dos conductas: su capacidad para la organización y el mando y su espíritu entusiasta. Medía un metro sesenta. En la guerra ruso japonesa de 1905 fue herido de gravedad: perdió dos dedos de la mano izquierda, el índice y el medio, el brazo quedó colgado de un jirón y un fragmento de metralla le abrió un agujero del tamaño de un puño en la pierna derecha. En el hospital naval de Nagasaki, la ciudad que en 1945 sería destruida por la segunda bomba atómica lanzada por Estados Unidos, quisieron amputarle el brazo que se había infectado. Yamamoto se negó: “Me alisté en la Armada para ser un soldado naval e ir a la guerra. O muero por esta herida, porque me niego a que me amputen el brazo, o me recupero y sigo siendo un soldado. Tengo cincuenta por ciento de posibilidades y voy a apostar por ese cincuenta por ciento”. Apostó y ganó.
Después de la Primera Guerra Mundial, en 1919 y por sus méritos militares fue enviado a estudiar en Harvard durante dos años; aprendió un inglés fluido, tomó clases de economía, lo ascendieron a comandante y viajó mucho por los campos petrolíferos de Texas y Nuevo México. Tal vez haya cumplido con alguna misión de espionaje. De Estados Unidos llevó a Japón una doctrina fundamental: la Armada Imperial japonesa debía ser modernizada, el futuro estaba en el poderío aéreo y en los portaviones. Se le oponía el resto de la jerarquía naval japonesa que votaba por los acorazados; en los años 30, dos de ellos se habían incorporado a la flota como los más pesados y los mejor armados jamás construidos en Japón. A ese fervor, Yamamoto le oponía una lógica de hierro: “Ningún barco es insumergible. La serpiente más feroz puede ser vencida por un enjambre de hormigas”. Más allá de las parábolas, las hormigas eran los aviones que podían operar en alta mar, Yamamoto entendió mejor que nadie que la vieja guerra había cambiado. La guerra naval en el Pacífico, que ganó en Estados Unidos en la feroz batalla de Midway, entre el 4 y el 7 de junio de 1942, estuvo signado por el poderío de los portaviones.
Cuando Japón se planteó aliarse con Adolfo Hitler, Yamamoto se opuso junto a dos jefes navales: el almirante Mitsumasa Yonai, su amigo personal, y el contralmirante Shigeyoshi Inoue, director de la oficina de Asuntos Militares del ministerio de Marina japonés. Inoue había leído en alemán el best seller de Hitler, “Mein Kampf – Mi Lucha”; conocía y repudiaba los comentarios despectivos que en esas páginas había hecho Hitler sobre Japón y sobre los japoneses, textos que habían sido eliminados en la traducción japonesa. Pero los tres marinos estaban convencidos de que esa alianza con Alemania llevaría a una guerra contra Estados Unidos y Gran Bretaña, guerra que la armada japonesa no estaba en condiciones de ganar. Japón se alió al Eje en septiembre de 1940. Fue entonces cuando nació Pearl Harbor.

Yamamoto intuía con fría precisión que la única posibilidad de ganar esa guerra era destruir la mayor parte del poderío naval estadounidense y obligar a Roosevelt a negociar. En febrero de 1941, diez meses antes del ataque, el almirante escribió una carta al capitán Minoru Genda, un piloto de combate y estratega que ayudó a planificar el ataque: “(…) Podríamos vernos arrastrados a luchar con Estados Unidos. Si Japón y Estados Unidos fueran a la guerra, tendríamos que recurrir a una táctica radical (…) Deberíamos intentar, con toda la fuerza de nuestras Primera y Segunda Divisiones Aéreas, asestar un golpe a la flota estadounidense en Hawái, de forma, que durante un tiempo, Estados Unidos no pudiera avanzar hacia el Pacífico occidental. (…) No sería fácil llevar a cabo algo así. Pero estoy decidido a darlo todo para realizar este plan, supervisando yo mismo las divisiones aéreas. Me gustaría que investigara la viabilidad de un plan de estas características.” Uno de los primeros en enterarse de esos planes fue el embajador americano en Tokio, Joseph Grew, a quien le llegaron “rumores de guerra que dicen que Japón planea un ataque sorpresa masivo sobre Pearl Harbor”. A Grew todo le pareció descabellado, pero igual informó a Washington.
La cacería de Yamamoto empezó ni bien Estados Unidos descifró “Magic”, el código secreto naval de Japón, un logro que fue decisivo en la vital batalla de Midway y en el descubrimiento de quiénes habían planeado y decidido el ataque a Pearl Harbor. La idea de “cazar” a Yamamoto enfrentó incluso cierta resistencia entre los altos mandos militares estadounidenses, indecisos en lanzar esa “acción de guerra”. Pero no se trataba de una decisión militar, sino política. Pasadas ya ocho décadas, el autor de la idea permanece en secreto. En todo caso, Roosevelt debió autorizar que esa decisión política fuese cumplida con una acción militar, con el argumento de que la muerte del almirante japonés podía acortar el desarrollo de la guerra en el Pacífico.
Igual, las sospechas sobre la autoría del plan apuntaron al entonces secretario de marina de Roosevelt, Frank Knox. Como fuere, ni Roosevelt ni Knox podían ignorar el plan contra Yamamoto. Por fin, para la historia oficial defendida por algunos historiadores como John Prados, la responsabilidad, al menos la de la ejecución de la orden política, quedó en manos de Chester Nimitz, comandante de las fuerzas navales de Estados Unidos en el Pacífico, que había sido la fuerza atacada en Pearl Harbor.
Los reparos estadounidenses para matar a Yamamoto fluían de dos vertientes. Una era moral, la otra militar. No estaba claro si asesinar a un enemigo en particular, y por venganza, violaba o no las leyes de la guerra. Por otro lado, el operativo, ya fuese un gran éxito o un estruendoso desastre, iba a revelar que Estados Unidos era dueño de los códigos secretos navales japoneses, que se apresurarían a cambiarlos. La tentación fue mayor que los reparos. Yamamoto decidió agradecer en persona el valor de los pilotos japoneses de las islas Nueva Guinea y Salomón y programó una visita a esas bases para el 18 de abril de 1943. Cuatro días antes, el vicealmirante Tomoshige Samejima irradió a las bases japoneses el horario y hasta la ruta aérea que seguiría el almirante en su viaje: los americanos lo escuchaban todo. La “Operación Venganza” se decidió de inmediato.
Los estrategas estadounidenses decidieron que era mejor atacar el avión de Yamamoto, que viajaría custodiado por otros aparatos, que intentar matar al almirante en tierra. También resolvieron el sitio del ataque: el cielo sobre Bougainville, la mayor isla del archipiélago de las Salomón. Los aviones americanos despegarían de Guadalcanal, la isla ya recuperada a sangre y fuego de manos japonesas. La distancia en línea recta entre Guadalcanal y Bougainville era de unos 640 kilómetros, pero era una ruta que obligaba a los aviones americanos a volar sobre posiciones japonesas. Temerosos de ser detectados, optaron por otra ruta más larga, de 970 kilómetros, que se adentraba en el Mar del Coral. La ruta más larga obligaba a usar aviones con capacidad para cargar más combustible: eligieron enviar a la misión a dieciséis cazas P-38, un avión fantástico, maniobrable y letal en el combate aéreo.
Yamamoto, un apellido muy común en Japón que significa “base de la montaña”, era puntilloso y de una precisa puntualidad. Salió de Rabaul, una ciudad portuaria de Papúa, Nueva Guinea, a las seis de la mañana del 18 de abril. Vestía su uniforme de marino con el que se había despedido de los pilotos de Rabaul: la fotografía que lo muestra marcial y erguido es la última que se le tomó en vida. El almirante se sentó detrás del piloto de un bombardero Mitsubishi G4M, del tipo “Betty” que sería escoltado por seis cazas Mitsubishi A6M, los famosos “Zero” del círculo rojo en las alas. En un segundo bombardero “Betty” viajaba su jefe de Estado Mayor, vicealmirante Matome Ugaki.

Los americanos también madrugaron. Dieciocho aviones despegaron de Guadalcanal también al amanecer, como los japoneses: dos debieron regresar a su base. Cuatro P-38 aparatos serían los encargados del ataque y doce los escoltarían con la posibilidad muy seria de luchar contra los cazas japoneses que escoltaban a Yamamoto, o de enfrentar a los que pudieran despegar, si eran detectados, desde la cercana base aérea de Kahili. Para evitar los radares, los aviones americanos volaron a muy baja altura, a unos quince metros sobre el mar y con las radios sumergidas en total silencio. El comandante de la operación, el mayor John Mitchell, un as de la aviación que estaba a dos meses de cumplir veintinueve años, lanzaría después una bravata típica de juventud: dijo que volaban tan bajo que él hasta pudo contar los tiburones desde la cabina de su avión.
Los americanos trazaron una muy fina estrategia basada en la autonomía de vuelo de sus máquinas y la demora que podía llevar el ataque que estuvo diseñado segundo por segundo: y cada segundo importaba. Confiaron en la férrea puntualidad de Yamamoto. Y Yamamoto fue puntual. Cerca del punto de ataque, los pilotos americanos treparon a 3000 metros de altura para caer a la flota japonesa desde arriba; los vieron llegar en perfecta formación cuando se acercaban al espacio aéreo de Bougainville. Entonces detectaron un problema: volaban dos bombarderos tipo “Betty” ¿En cuál de ellos viajaba Yamamoto? Los planes se cambiaron sobre la marcha y los americanos decidieron atacar a los dos. Dos cazas P-38 dispararon contra el primero de los bombarderos, otro caza P38 atacó el segundo. El primero cayó en llamas sobre la jungla: era el que transportaba a Yamamoto. El segundo cayó al mar. Los pilotos americanos viraron y emprendieron el regreso veloz a Guadalcanal.
A la mañana siguiente, tropas japonesas alcanzaron por tierra el sitio donde había caído el primero de los bombarderos. Hallaron a Yamamoto bajo un árbol, sentado en su asiento que el impacto había arrancado y lanzado a la selva; el almirante empuñaba su kai-gunto, una espada ceremonial adoptada por el ejército y la marina luego del final de la era de los samuráis. La autopsia reveló que había recibido dos impactos de bala 12.7 milímetros: uno en el hombro izquierdo y otro que le había atravesado la cabeza desde el costado inferior izquierdo y había salido sobre el ojo derecho. Fue llevado a la aldea de Buin y cremado, con su uniforme blanco de comandante de la Armada Imperial. Sus cenizas por aire primero y hasta la isla de Truk, y luego a bordo del acorazado Musashi, llegaron a Tokio para un funeral de Estado en el Santuario Yasukuni, el 5 de junio. Más de un millón de personas salieron a las calles para despedirlo.
La muerte de Yamamoto no fue anunciada hasta después de un mes, el 24 de mayo. El derribo de su avión fue adjudicado al capitán Thomas Lanphier, un mérito disputado con el teniente Rex T. Barber. Los americanos supieron de inmediato que el almirante había muerto porque “Magic”, el código secreto de transmisiones navales japonesas del que se habían apoderado, dejó de emitir comunicaciones destinadas a él. Estados Unidos presentó lo que había sido su “Operación Venganza” como una acción fortuita y hasta envió más aviones de guerra a la zona para que hicieran nada, sólo para mantener la farsa de la casualidad. El debate por discernir si Yamamoto fue derribado por Lanphier o por Barber, o por Barber y Lanphier, se prolongó hasta entrados ya los años 90. La Fuerza Aérea sostuvo siempre que el mérito debía ser compartido por los dos pilotos, incluso cuando las evidencias sugirieron que había sido Barber el único autor de los disparos.

Quien se encabritó mucho con Roosevelt fue el primer ministro británico Winston Churchill. En una de sus cartas al presidente, que Churchill gustaba encabezar con un “De una ex personalidad naval al presidente de Estados Unidos”, el británico juzgó que los aliados habían corrido un riesgo muy alto al hacerle saber a Japón que habían descifrado su código naval secreto, y todo en aras de un objetivo, la muerte de Yamamoto, que no era vital para el desarrollo de la guerra. Así pensaba Churchill, no Roosevelt. Los japoneses sospecharon que sus comunicaciones navales estaban expuestas. Lanzaron entonces varios mensajes con contenido falso que los americanos dejaron pasar para mantener su secreto a salvo. Japón dedujo entonces que tal vez el enemigo hubiera descifrado el código secreto del Ejército. Estaban equivocados.
La verdad se conoció al final de la guerra. Ocho días después de que Japón firmara su rendición a bordo del acorazado “Missouri”, el 10 de septiembre de 1945, la agencia Associated Press reveló que las comunicaciones navales japoneses habían sido interceptadas y descifradas desde antes de la batalla de Midway, en junio de 1942, que habían sido vitales para el triunfo en aquella batalla en alta mar que decidió el destino de la guerra y que, gracias a ellas, habían podido saber quién y cómo había planificado el ataque a Pearl Harbor.
Uno de los temores de Yamamoto se había cumplido: Japón había despertado a un gigante dormido. Y otro de sus infalibles vaticinios también se cumplía. El almirante que no quería la guerra y la había desatado, auguró que Japón podía quedar reducido a cenizas si se enfrentaba a Estados Unidos. Cuando se supo la verdad sobre Pearl Harbor, Japón ardía bajo el fuego atómico.
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