
La llamaron la Oskar Schindler mujer. O el Ángel de Varsovia. Irena Sendler (Irena Stanislawa Sendlerowa) salvó alrededor de 2500 niños de los nazis. Con su trabajo valiente y repleto de paciencia logró sacarlos de las garras nazis. Irena logró darles un futuro a 2500 chicos que no lo tenían. Cuando le preguntaron por qué había actuado de ese modo, por qué había arriesgado su vida, ella respondió con naturalidad: “Me lo enseñaron en mi casa. Una persona que necesita ayuda debe ser asistida sin detenerse a mirar su religión o su nacionalidad”.
Fue un trabajo silencioso, por el que nunca buscó reconocimiento, que durante décadas estuvo sepultado bajo el olvido y las mezquindades políticas de su tiempo. A ella no le importó. Rechazó honores y siguió con su vida. Siguió haciendo lo que siempre: lo que correspondía.
En octubre de 1940, las fuerzas nazis crearon el Gueto de Varsovia. La superficie equivalía al 2% del total de la ciudad de Varsovia. No les importó hacinar ahí al 30 % de la población. Encerraron a los judíos polacos. Los aislaron en condiciones infrahumanas. Luego la población del gueto fue alimentada con otros judíos deportados desde diferentes destinos.
El Gueto llegó a reunir a 400.000 personas. Ese número decreció con los años. Las deportaciones a los campos, el hambre y las enfermedades se encargaron de eso. El número se redujo a 50.000. El Gueto de Varsovia fue escenario también de la primera gran revuelta contra el nazismo, del primer acto de rebelión masivo contra el Tercer Reich y sus hombres.

El Levantamiento del Gueto de Varsovia comenzó el 19 de abril de 1943. Fue casi un mes de lucha desigual. Después de un ataque inicial que sorprendió a los alemanes y los obligó al repliegue, llegó la respuesta feroz. Como los resistentes habían atacado desde edificios desiertos, con francotiradores, los nazis decidieron incendiar cada construcción. El gueto ardió con sus habitantes dentro. Miles murieron en los asesinatos masivos. 35.000 fueron enviados al campo de exterminio de Treblinka. Se calcula que sólo sobrevivieron unos 8.000.
Los números son contundentes. En el Gueto de Varsovia no había demasiadas posibilidades de supervivencia. Se podía morir allí o servía como estación (infernal) intermedia antes de la muerte segura. Cada vida que se pudiera robar al sistema asesino era un triunfo. Irena Sendler se dedicó, con devoción, a conseguirlo. Su tarea cotidiana fue hacer lo extraordinario, lograr día a día lo imposible.
No había demasiado espacio, ni energía, para la rebelión. Cada gesto, cada acto valía el doble. Era una afirmación de la ilusión, era un desafío de vida, era mostrarle al monstruo su falibilidad, su incapacidad para cercenar toda esperanza.
Tal como ella lo declaró, aprendió en su casa que se debía ayudar a los débiles y necesitados. El precio que pagó fue muy alto. Su padre era médico. Murió en medio de una epidemia. Atendía a pacientes que por su origen racial o religioso eran rechazados por otros médicos. Su sacrificio fue reconocido por los líderes de la comunidad judía de su ciudad que se ofrecieron a pagar la educación de Irena, la huérfana del doctor Sendler. Pero ella no aceptaba injusticias. Estuvo suspendida tres años en la universidad polaca porque protestó contra las medidas discriminatorias de las autoridades contra estudiantes judíos.

A fines de la década del treinta, Irena trabajaba como enfermera y en comedores comunitarios. Luego de la invasión nazi, el trabajo en esos comedores se incrementó. No sólo alimentaban cada vez a más personas. Les conseguían techo, ropa, medicamentos. Cualquier polaco podía recibir la ayuda que ella y sus compañeros brindaban. El horror la invadió con la instalación del Gueto. No podía entender cómo se trataba de esa manera a tanta gente que no había hecho nada malo.
Teniendo en cuenta su oficio de enfermera, elaboró un ardid para poder ingresar al Gueto. Junto a una amiga suya consiguió unos pases. Utilizó su encanto y su firmeza para convencer a los alemanes de que el hacinamiento no sólo iba a matar de tifus y otras enfermedades contagiosas a los judíos que ellos habían amontonado ahí, sino también a quienes debían custodiarlos. Los nazis creían que esas enfermedades eran su peor enemigo, el único que podría hacerles daño. Dejaron entrar a las dos enfermeras que rápidamente consiguieron pases para otros más.
Simultáneamente, Irena Sendler se unió a Zegota, una agrupación clandestina de resistencia financiada por el gobierno polaco en el exilio (en Londres) que tenía como fin ayudar a los judíos. Sus integrantes eran polacos indignados con los atropellos diarios y que luchaban para recuperar su tierra.
La mujer se dio cuenta de que con su ayuda no bastaba. Que para la mayoría la muerte era inexorable, sólo una cuestión de tiempo. Se le ocurrió que al menos podía salvar a algunos niños. Debía sacarlos del Gueto para que tuvieran posibilidades de vivir. Sin embargo, su idea no fue bien recibida inicialmente. Ni adentro ni afuera. Sus compañeros le decían que era una locura, que iba alertar a los nazis; las madres judías no aceptaban de ninguna manera desprenderse de sus hijos e hijas. No podían comprender de qué manera podían estar más seguros, más protegidos que con ellas. Eso le sumó un (comprensible) trabajo extra a Irena. La disuasión de los familiares. Muchas veces debió ser cruda, sincera hasta límites dolorosos para que entendieran que en el horizonte sólo había muerte. Muchas veces, cuando regresaba a buscar a una familia, ya no la encontraba: los nazis habían subido a todos sus integrantes a un tren con destino a Auschwitz.
Transcurridas unas semanas, madres y abuelas, con horror, reconocieron que la única posibilidad estaba del otro lado de las murallas. Afuera los chicos vivirían en casas de polacos católicos, como hijos de ellos, con nueva documentación adulterada para evitar la persecución nazi.
A los primeros niños, Irena Sendler los sacó con un método sencillo. Los subía a las ambulancias y los declaraba gravemente enfermo de tifus. Pero esa modalidad mostró dos limitaciones. Por un lado, si siempre daban la misma excusa (y si los pacientes trasladados eran sólo niños), los soldados alemanes empezarían a sospechar. Por el otro, el goteo de rescatados era demasiado lento para la velocidad de la masacre.

Irena decidió arriesgarse más. Los modos de fuga de sus pequeños protegidos se diversificaron. Cualquier manera que asegurara que los chicos salieran del Gueto era aceptada. Un bebé de pocas semanas puesto en una caja de madera con agujeros para que circulara el aire, camuflada entre un cargamento de materiales de construcción; dejar pequeños huecos en las vallas y esperarlos en medio de la noche del otro lado; hacerlos caminar entre los obreros que por las mañanas salían en masa a trabajar; o sacarlos escondidos en bolsas de arpillera, entre cargamentos de papas, entre la basura, bajo fardos de pasto o alfalfa, o bajo montañas de ropa robada a las víctimas, por la cloacas. O en ataúdes.
Lo único que importaba era ponerlos a salvo.
El peligro cada vez era mayor. Pero tanto las familias judías como Irena y sus compañeros lo asumían.
Quedarse era peor.
Los chicos terminaban viviendo en casa de familias polacas, en orfanatos o en conventos.
En casi dos años Irena creó y dirigió una red que consiguió salvar a 2500 niños y niñas. Darles una nueva vida. Pero ella sabía que sin importar la edad, ya fuera un bebé de semanas o una adolescente, todos tenían derecho a vivir y el derecho a la identidad. Para proteger ese derecho fue que ideó un sistema para resguardar sus verdaderos nombres, su origen. Que esta nueva vida no significara que se olvidara quiénes eran en realidad. No darle al victimario el derecho de borrar el pasado de las víctimas.
Anotaba en una lista el nombre real del niño rescatado (y el de los padres, en los casos en los que se sabía) y al lado el nuevo nombre, el inventado en los documentos apócrifos y el de sus nuevas familias de adopción. Luego hacía una copia y enterraba dos botellas o frascos con los papeles dentro, en la tierra del jardín de una vecina suya (eran dos como reaseguro por si una se perdía).
Ese era un doble mensaje. La búsqueda por preservar el origen. Y, también, la esperanza de que el mal no triunfaría, que sería derrotado, que esos días y años infernales se acabarían, y los chicos podrían reencontrarse con sus padres.

En 1943, la Gestapo descubrió esta red clandestina propiciada por la enfermera de aspecto apocado. Fue detenida y acusada de haber sacado gente del Gueto. Ella negó las acusaciones. La torturaron pero no dio los nombres de los chicos ni de las familias que los acogieron. Fue condenada a muerte.
El día que iba a ser llevada a la horca, un miembro infiltrado de Zegota en las fuerzas oficiales la ayudó a fugarse. Al día siguiente cuando los nazis publicaron los nombres de los ejecutados públicamente incorporaron a Irena a la lista.
Finalizada la guerra, Irena que había pasado sus últimos dos años refugiada en un convento, no vivió demasiado mejor. El régimen comunista no la trató bien. Ella era opositora y deseaba que las libertades individuales regresaran a Polonia.
Su historia se difundió entre aquellos que se habían visto beneficiado por su accionar lleno de coraje. En 1965 Israel la nombró Justa Entre las Naciones y ciudadana honoraria del país.
Pero a diferencia de otros que lograron salvar vidas de judíos durante el nazismo, como Raoul Wallenberg u Oskar Schindler, la historia de Irena Sendler no fue demasiado difundida. La manera en el que el mundo conoció su obra fue peculiar. Un grupo de estudiantes de Kansas escribieron, en 1999, una pieza teatral contando el caso del que se habían enterado leyendo un pequeño suelto en un diario viejo. Desde esa mínima obra colegial, la historia empezó a expandirse y a conocerse en todo el mundo.
Ya con la caída del comunismo y con su historia siendo difundida, el mundo conoció a Irena cuando ya era una anciana. En el nuevo siglo recibió múltiples homenajes, en especial en Polonia, su tierra natal.
Uno de los chicos que ella rescató dijo que Irena era su tercera madre y que además era quien le había conseguido a su segunda madre, luego de que los nazis le arrebataran a la biológica. “¿Qué pienso de ella? Lo que se puede pensar y sentir sobre alguien a quien le debés la vida”, dijo al diario inglés The Guardian, Michal Glowinski, un profesor de literatura que fue uno de los chicos cuyo nombre estaba en esos dos frascos de vidrio que ella enterró en ese jardín de Varsovia.
En 2007 la postularon, tardíamente, para el Premio Nobel de la Paz.
La señora tiene 97 años. Escucha, con cierta dificultad, sentada. La espalda algo encorvada, la mirada serena, el gesto pícaro. Alguien con entusiasmo -demasiado tal vez para los parámetros de ella- le informa que la nominaron para el Premio Nobel de la Paz. La señora sonríe con incredulidad. No entiende para qué puede servir. Con una mueca parece decir que todo pasó hace demasiado tiempo. Y que ella hizo lo que debía hacer, sólo eso. Le dicen, la llaman, la Schindler mujer. Ella no quiere saber nada con eso. No es un personaje de película, de ficción. Ella tuvo una vida real. Y piensa que era mejor cuando nadie la conocía.
Irena Sendler rechazó los homenajes. “Me cansan estas cosas, ya estoy grande”, decía sin falsa humildad. Y agregaba: “Me molesta que me llamen héroe. Le voy a decir más. Es lo contrario: cada día me reprocho no haber hecho más por los que lo necesitaban”.
Irena Sendler murió en el 2008. Tenía 98 años.
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