“En estos momentos de duelo y dolor, los colombianos debemos mantenernos más unidos y enteros que nunca. Los convoco a todos, sin excepción, a colaborar con nuestros compatriotas que han sido víctimas del terremoto. Estoy convencido de que, una vez más, sabremos demostrar nuestra fortaleza y solidaridad. El gobierno ha tomado todas las medidas a su alcance para socorrer a las víctimas y hará todo lo necesario para reconstruir las ciudades afectadas. Sabemos que no estamos solos en esta difícil tarea. Todo el pueblo de Colombia nos acompaña en ella”, dijo el presidente en un previsible discurso plagado de lugares comunes, que pareció casi copiado de un imaginario manual de discursos para dirigentes políticos frente a desastres naturales.
Cuando Julio César Turbay Ayala -el mandatario en cuestión- se mostró frente a las cámaras de televisión, poco antes del mediodía del miércoles 12 de diciembre de 1979, la mayoría de sus compatriotas no conocía todavía el verdadero alcance del temblor que esa madrugada había sacudido el litoral del país. Solo días más tarde se llegaría a establecer con relativa precisión el saldo de la catástrofe: más de 450 muertos, medio millar de desaparecidos, alrededor de quince mil heridos, unas doscientas mil personas sin techo y pérdidas materiales por cientos de millones de dólares.
Las puertas del infierno que habitaba en el interior de la Tierra se abrieron a las tres de la mañana, cuando la mayoría de los colombianos dormía. Según los registros del Instituto Sismológico de Quito, Ecuador, en realidad se trató de una sucesión de tres fuertes temblores, con epicentro a 640 kilómetros al sur de Bogotá. El primero se produjo a las 2:59 de la madrugada, el segundo a las 3:02 y el último dos minutos después.
La verdadera intensidad del sismo fue materia de discusión durante meses: mientras en Quito los sismógrafos registraron una magnitud de 7.1 grados en la escala de Richter, los del Instituto Geofísisico de Viena -mucho más distante, pero también con instrumentos más precisos- señalaron 8.1, un grado más. El director del Instituto Geofísico de Los Andes, el cura Jesús Emilio Ramírez, dejó de lado los números y trató de hacerse entender por el público. “La energía liberada por este temblor fue superior a la del 23 de noviembre”, dijo a los periodistas. Se refería a un terremoto ocurrido apenas tres semanas antes, que había dejado un saldo de 44 muertos, unos quinientos heridos y pérdidas materiales estimadas en más de cien millones de dólares.
Más allá del debate por la intensidad, la causa del sismo fue determinada por el Instituto Sismológico de Canadá, cuyos expertos informaron que se había abierto en el fondo del Océano Pacífico. Además, hicieron una advertencia preocupante: “Los temblores pueden continuar hasta que se cierre”, dijeron.
La guerra con los perros
Poco y nada sabían de estas informaciones y estimaciones los habitantes de Tumaco y El Charco, dos ciudades limítrofes con Ecuador. Simplemente vivían el desastre, porque fue allí donde el sismo golpeó con mayor intensidad. Para ellos la magnitud del terremoto se medía en una escala que comenzó con la sorpresa y el pánico, continuó con la muerte de familiares, vecinos y amigos, y se prolongó en la desesperada tarea de rescatar a las personas atrapadas debajo de los escombros. Las dos comunidades quedaron aisladas del resto del país, con todos los servicios destrozados, viviendo una espiral interminable de hambre, sed y calor abrasador.
Tras el sismo, el ejército intentó enviar al lugar de la catástrofe a varios escuadrones de rescate, que partieron desde Cali y Bogotá, pero fue inútil: los danmificados no pudieron ser socorridos ni rescatados porque los caminos estaban cortados y resultaba muy difícil enviar helicópteros y lanchas. Esto hizo que pueblos enteros se convirtieran en cementerios.
En muchos casos, los militares pudieron llegar cuando ya era muy tarde. “Tuvimos que salir a matar perros -contó a su regreso a Bogotá el capitán de la marina Darío Márquez- para evitar que se metieran entre las ruinas y se comieran los cadáveres o atacaran a las personas que seguían atrapadas, pero con vida. Parecía una película de terror. Mientras algunos de nosotros nos dedicábamos a remover escombros, organizar hospitales de campaña y prevenir saqueos, que afortunadamente no hubo, otros debieron usar sus armas para sacrificar a los animales, que estaban desesperados, fuera de control. La situación empeoró con el correr de los días, cuando nos dimos cuenta de que en algunas poblaciones que habían quedado aisladas, había personas muy enfermas por haber comido perros y gatos. Creo que algunos de esos perros habían comido antes cadáveres en estado de descomposición… No pueden imaginarse lo que fue eso”.
Doce horas después del terremoto, Dora Urrego, coordinadora de Defensa Civil de El Pasto, otra de las poblaciones afectadas, hizo un dramático balance de la situación: “Esta catástrofe destruyó la cuarta parte del territorio colombiano. Aquí todo es miseria, muerte y desolación. La falta de comunicación ha impedido, además, agilizar el envío de grupos de rescate, comida y medicamentos”, informó.
La desesperada situación también fue descripta con crudeza por un periodista radial de la cadena Todelar, que contó desde Tumaco cómo cientos de personas vagaban por las calles buscando sobrevivientes y trataban de conseguir agua. “La angustia y el hambre están provocando el saqueo de los pocos almacenes que quedan en pie, y los que se desplomaron también, ya que la gente se abre paso entre los escombros buscando una lata de conservas… Ni siquiera queda agua para beber”, relató.
Los catastróficos efectos del sismo fueron potenciados por un maremoto en el Pacífico que hizo desaparecer el islote San Juan y se tragó a las doscientas personas -familias de pescadores- que vivían allí.
“Temuco ya no existe”
La población costera de Tumaco quedó arrasada. Al día siguiente, los primeros periodistas que pudieron llegar a la zona empezaron a enviar despachos con desgarradores testimonios de los sobrevivientes. “Atada a la camilla de un hospital de campaña, Mónica Delmar Sabogal ya no quiere vivir. Ha tratado de matarse quitándose la cánula a través de la cual le suministran suero. Lo ha intentado en dos oportunidades hasta que el médico dio la orden de atarla. A ella no le interesa seguir viviendo, alguien le ha dicho que su madre ha muerto durante el terremoto. Mónica vivía sola con ella, ya no que queda nadie en el mundo”, decía el cable del enviado de una agencia internacional que fue reproducido en la Argentina por el vespertino La Razón.
“Acaban de identificar a un hombre, se llamaba Julio Martínez -continuaba a crónica-. A su lado han dejado otros dos cadáveres cubiertos por una lona. Son más pequeños, parecen de niños. El soldado que los custodia cuenta que son los dos hijos del hombre. Dice que cuando caminaban por la calle del Comercio en busca de refugio, después del temblor, una columna de alumbrado les cayó encima y los tres murieron al instante”.
El artículo, que llegó de Temuco a Bogotá llevado por el piloto de un helicóptero militar, terminaba así: “Temuco ya no existe. Solo quedan los esqueletos de unas pocas casas en pie. En el improvisado centro de Defensa Civil, una sencilla carpa montada en la plaza, nadie quiere hablar de cantidades, pero los muertos se cuentan por decenas. Los pocos médicos que han llegado no descansan tratando se salvar las vidas de los heridos que las brigadas de rescate o los mismos vecinos han sacado de entre los escombros. Al momento de enviar este despacho se aproxima la noche y en el aire flota la sensación de que con las luces del día, cada vez más débiles, se irán también las esperanzas de rescatar más sobrevivientes”.
Milagro en el tsunami
Otra crónica, publicada días más tarde, daba cuenta de un “verdadero milagro”, el de los ocho integrantes de la familia Quiñones, que salvaron sus vidas luego de que la gran ola del maremoto se precipitó sobre la costa y destruyó su casa.
Luis Quiñones, su mujer y sus seis hijos vivían de la pesca y habitaban una casilla levantada sobre un piso de troncos sostenido por pilotes en la playa, cerca de Tumaco. Todas las mañanas, con la salida del sol, Luis y sus cinco hijos mayores subían a dos botes y se adentraban en el mar para pescar con una vieja red que luego arrastraban hasta la playa con los peces que podían capturar. Más tarde, la familia entera limpiaba el pescado y lo preparaba para llevarlo al pueblo, donde lo vendía o lo canjeaba por artículos de primera necesidad.
La madrugada del 12 de diciembre, Luis ya estaba despierto cuando sintió que la tierra temblaba. La casa vaciló sobre los pilotes, pero no se derrumbó porque estaban bien hundidos en la arena. Todos se despertaron, asustados, pero se quedaron donde estaban. Nadie intentó dejar la casa y eso los salvó. “Segundos después una ola gigante invadió la costa, arrastrando todo lo que encontraba a su paso. Esta vez la casa de los Quiñones no resistió. La fuerza del agua quebró los pilotes como si se tratara de palillos, pero las tablas del piso estaban bien atadas y resistieron sin soltarse”, relata el artículo.
La historia, así contada, parece una obra de ficción tan exagerada que resulta increíble, pero el cronista, además de tomar nota del relato que le hizo el propio Luis Quiñones, confirmó la última parte con los tripulantes de la lancha de la marina colombiana que los rescató del mar. La ola jugó con el piso de la casa, pero no pudo destruirlo y los doce miembros de la familia permanecieron aferrados a las tablas del piso, convertido en una balsa. Los encontraron a trescientos metros de la costa, apenas lastimados, casi ilesos.
Aunque perdieron todo lo que tenían menos la vida, la pesadilla había terminado para los Quiñones, pero Colombia entera siguió en vilo durante casi un mes, no solo por las interminables tareas de rescate de cadáveres sino porque al gran terremoto le siguieron numerosas réplicas que renovaron el pánico una y otra vez.