La convulsionada situación política de la Alemania derrotada en la Gran Guerra europea distaba de haberse estabilizado el 12 de septiembre de 1919, cuando un joven cabo de 30 años, vestido de civil, entró al anochecer al salón de la cervecería Sterneckerbräu, de la Avenida Tal 54, en Múnich. Pese a sus ropas, seguía siendo un soldado, más precisamente un informante encubierto del Ejército que debía cumplir una misión precisa: observar, conversar discretamente con algunos de los presentes para sondear sus ideas y después elaborar un informe para sus superiores. Lo habían enviado allí porque esa noche se anunciaba un mitin del casi insignificante Partido Obrero Alemán (DAP), una recién nacida organización de ultraderecha que amenazaba con transformarse en un dolor de cabeza para el orden público.
El DAP tenía apenas nueve meses de existencia. Había sido fundado el 5 de enero de ese mismo año, durante una reunión de escasa concurrencia realizada en el hotel Fürstenfelder Hof de Múnich, por un cerrajero llamado Anton Drexler, que además era miembro de la Sociedad Thule, un grupo ocultista que abrevaba en la vieja mitología germana. A Drexler lo secundaban otro cerrajero, Michael Lotter y el periodista Karl Harrer, en una dirección a la que no tardó en sumarse como organizador Rudolf Schüssler. Ninguno de ellos venía de la política tradicional, “casta” a la culpaban del desorden en Alemania y a la que decían despreciar abiertamente.
Monstruos del nazismo. Los personajes más oscuros y siniestros
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Todo eso lo sabía el joven informante del Ejército que debía presentarse en esa asamblea cervecera como un asistente más, interesado en las ideas del partido. Su estado de salud no era el mejor, porque estaba todavía reponiéndose de las secuelas de un ataque con gas venenoso casi al final de la guerra. Ese tipo de misiones “de inteligencia” le caían como anillo al dedo, porque no le exigían ningún esfuerzo físico.
Además, le interesaba la política. Culpaba a los socialdemócratas por haber promovido el humillante armisticio que había oficializado la derrota alemana en la guerra y acusaba también a los políticos socialistas y marxistas de haber traicionado y “apuñalado por la espalda” al Ejército y a los ciudadanos alemanes.
Entre las instrucciones que sus superiores le habían dado no figuraba en absoluto la de hablar durante la asamblea, pero el joven espía no pudo contenerse y con un discurso flamígero interrumpió al orador oficial. Hay que detenerse en esa escena, porque si se quiere fijar el momento preciso en que se plantó la semilla de la peor catástrofe del siglo XX es necesario poner el foco en los hechos de esa noche del 12 de septiembre en una cervecería de Múnich e identificar al informante que se convirtió en inesperado orador: Adolf Hitler.
Alemania, 1918-1919
El final de la Primera Guerra Mundial había dejado al Kaiser Guillermo II con los días contados. El 9 de noviembre de 1918, en medio de una gran conmoción política y social -motorizada por levantamientos obreros- debió abdicar y se formó un gobierno socialdemócrata conducido por Philipp Sheidemann, que proclamó la Republica alemana desde una ventana del Reichstag.
Pero el poder estaba en disputa, pocas horas después Karl Liebknecht, que dirigía junto con Rosa Luxemburgo la Liga Espartaquista, anunció la creación de la Republica Socialista Libre de Alemania, que incluía la formación de consejos de obreros y soldados, como había ocurrido en la Revolución Rusa en octubre de 1917.
El gobierno socialdemócrata -claramente anticomunista- logró el apoyo del Estado Mayor del ejército para reprimir los levantamientos y frenar la insurrección revolucionaria. Para lograrlo de manera completa, ordenó acabar con los dirigentes espartaquistas, tarea que quedó a cargo de grupos paramilitares de ultraderecha.
La oleada revolucionaria no se detuvo. Para enero de 1919, los espartaquistas -sin el apoyo de Luxemburgo ni de Liebknecht- volvieron a las calles. Ante el hecho consumado, los dos dirigentes decidieron sumarse, pero fueron detenidos y ejecutados por orden del gobierno. Después de eso, el conato de revolución fue sofocado, aunque los enfrentamientos continuaron durante meses en algunas provincias.
Con todo, pudieron celebrarse las elecciones, las sesiones de la asamblea constituyente y la proclamación de la Constitución de Weimar. En los comicios, el triunfo fue de los socialdemócratas encabezados por Friedrich Ebert, pero para obtener la mayoría y poder gobernar debieron pactar con los partidos de centro. Así se formó la Coalición de Weimar, y Ebert fue elegido presidente de la República, mientras que Scheidemann fue designado jefe de Gobierno.
Esa era la situación en septiembre de 1919, con una Alemania gobernada por una coalición centrista preocupada por los ataques que recibía desde la izquierda y la ultraderecha, cuyas actividades el Ejército debía vigilar.
El mitin de Avenida Tal 54
Hitler llegó a la cervecería por orden de su superior, el capitán Karl Mayr, en una de las misiones de vigilancia que le tenía encomendadas desde hacía varios meses. Se encontró con una reunión de pocas decenas de personas, encabezadas por Anton Drexler. La reunión, contaría él mismo después, le resultó anodina, con temas impregnados de “un ridículo provincialismo”. Después de escuchar al orador de la noche, Gottfried Feder, estaba a punto de irse para elaborar su informe cuando se inició un debate que lo retuvo.
En una improvisada mesa redonda, uno de los presentes, de apellido Baumann, sostuvo que Baviera debería separarse de Alemania y anexarse a Austria, una propuesta que indignó al hasta entonces silencioso espía, a pesar de ser él mismo austríaco. Tomó la palabra y en una breve pero tajante intervención no solo hizo callar a su interlocutor, sino que impresionó con su fervor y sus dotes para la oratoria a los dirigentes del partido, especialmente a Drexler.
Al terminar la reunión, el líder del DAP se acercó a Hitler, le propuso sumarse a la organización y lo invitó a participar, ya como orador, en un próximo mitin que se realizaría un mes más tarde, el 16 de octubre. El joven informante aceptó y se convirtió en el afiliado número 555 del Partido Obrero Alemán, una numeración mentirosa, porque para ocultar la escasez de partidarios, la lista de integrantes del DAP se iniciaba con el número 500.
En el mitin del 16 de octubre, Adolf Hitler volvió a mostrar sus capacidades como propagandista, con las que sedujo a las apenas 111 personas presentes, que salieron “electrizadas” luego de escuchar su primer discurso como integrante del partido. “En un torrente de palabras irresistible y de tensión creciente, durante treinta minutos descargó todas las pasiones, afectos que se habían acumulado en él desde los lejanos días del asilo para hombres, con todos aquellos sentimientos de odio almacenados en sus monólogos frustrados; como en una erupción volcánica, que tenía su base en la falta de contacto y de conversación de aquellos años anteriores, salían despedidas las frases, disparadas las locas imágenes y las acusaciones”, describe Joachim Fest, en Hitler. Una biografía.
Uno de los asistentes a ese debut, Hans Frank, resumió así sus sensaciones de esa noche: “Me impresionó mucho desde el primer momento. Era totalmente diferente de lo que se podía oír en otros actos políticos. Tenía un método totalmente claro y simple en el que todo brotaba del corazón y nos tocaba a todos la fibra sensible”.
Para entonces, Hitler había comenzado su vertiginosa carrera ascendente en el Partido Obrero Alemán como encargado de propaganda.
Nace el Partido Nazi
El DAP, que no contaba con un programa y apenas tenía una “ley fundacional”, tuvo una vida efímera. El 24 de febrero de 1920, durante un mitin en la sala de fiestas de la Hofbräuhaus de Múnich, con asistencia de unas dos mil personas, cambió su nombre a Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) y proclamó el programa de los 25 puntos que regiría al partido nazi hasta su prohibición.
Allí Hitler, convertido en una de las figuras de mayor peso en el partido, introdujo la existencia un grupo paramilitar uniformado, llamado más tarde Sturmabteilung (SA), similar al de las Camisas negras de Mussolini, así como postulados altamente racistas y antisemitas.
En los puntos más salientes del programa ya se prefiguraban la futura guerra para obtener el “espacio vital” y la persecución de los judíos que llevaría al Holocausto. Allí se podían leer exigencias como estas:
-La reunificación de todos los alemanes, sobre la base del derecho de los Pueblos a la autodeterminación, a fin de crear una Gran Alemania.
-Reivindicamos espacio y tierras (colonias) que permitan alimentar a nuestro Pueblo y establecer en ellas nuestro excedente de población.
-No puede ser ciudadano, sino quien posee la cualidad de miembro de la comunidad nacional. No puede serlo sino quien tiene sangre alemana, cualquiera que sea su Confesión. Ningún judío, consecuentemente, podrá ser miembro de la comunidad nacional.
-Es necesario impedir toda nueva inmigración de personas no-alemanas. Demandamos que todas las personas no-alemanas llegadas a Alemania desde el 2 de agosto de 1914 sean constreñidas a abandonar el Reich inmediatamente.
Para el verano de 1921, Adolf Hitler había desplazado a los líderes fundadores y ya era el líder del partido, con poderes dictatoriales. A su alrededor comenzó a reunir personajes como Rudolf Hess, Hermann Göring, Ernst Hanfstaengl y Alfred Rosenberg, que serían determinantes en su carrera política y su ascenso al poder.
Habían pasado apenas dos años desde que aquel joven informante del ejército entró a espiar un mitin de ultraderecha en una cervecería de Múnich y faltaban 18 para que, convertido en dictador absoluto de Alemania, desatara la Segunda Guerra Mundial.