
No le gustaba la Navidad porque le hacía recordar sus años de infancia tristes, pobres, llenos de privaciones en el marginal East End londinense (hoy paradójicamente uno de los lugares de moda de la capital británica).
En esa barriada donde Jack El Destripador había cometido sus horrendos crímenes, justo el año anterior al nacimiento de Charles Spencer Chaplin, el 16 de abril de 1889. Su padre alcohólico los había abandonado cuando aún era un niño -había formado otra familia- y su madre, actriz, terminaría sus días en un manicomio.
Los años pasaron. El éxito llegó. Y el genial actor y director -autor de 80 películas y uno de los fundadores de United Artists- vivía en Lausana, Suiza, donde se había radicado luego de abandonar los Estados Unidos en 1952 cuando el macartismo lo acusó de comunista.
Ya lo acompañaba su cuarta esposa, Oona O’Neill, con quien se había casado en 1943. Él contaba con 54 años y tres fracasos matrimoniales y ella era una bella joven de muy buena posición económica que había cumplido los 18 años. Se habían conocido cuando Oona se le presentó y le dijo que quería ser actriz.

Era la hija de Eugene O’Neill, reconocido dramaturgo, premio Nobel de Literatura, que no titubeó en acusar de “sádico” a su futuro yerno. De nada valió que amenazara con desheredar a su hija si daba ese paso.
Se casaron el 16 de junio de ese año. Tuvieron 8 hijos. Chaplin sería el padre del último a los 73 años.
Su muerte
En sus últimos años, Chaplin sufrió los estragos de una demencia senil, que se le agravó con el asma. Casi no hablaba y en su última aparición pública, el mismo año de su muerte, fue a un circo donde los payasos le obsequiaron, a modo de homenaje, sus narices rojas.
A las 4 de la mañana del 25 de diciembre de 1977 falleció de una hemorragia cerebral, mientras dormía en su residencia de Manoir de Ban, un palacio construido en 1840 rodeado de 14 hectáreas de campo. Fue enterrado el 27, en una ceremonia privada, en el cementerio de Corsier-sur-Vevey, en Suiza.
Pero aún faltaba el final de película.
Un macabro secuestro
El 1 de marzo de 1978 descubrieron que el féretro con los restos de Chaplin había sido sustraído. La sepultura aún no tenía la lápida definitiva, y los responsables del hecho ni se tomaron la molestia en volver a tapar la fosa. Las únicas pistas con las que contaba la policía local eran las huellas de neumático, posiblemente de un furgón, y algunas pisadas.

Se pensó en una suerte de venganza de algún grupo antisemita por la genial parodia que Chaplin había hecho de Adolf Hitler en El Gran Dictador, de 1940 (dicen que el propio Hitler la había visto dos veces), y también se creyó que se lo habían llevado en secreto para enterrarlo en Gran Bretaña, su país natal.
Durante semanas, en la residencia familiar se atendieron múltiples llamados de gente que daba pistas falsas. En toda Europa se había dado la alerta a las distintas policías y en puestos fronterizos.
Hasta que un día, la incertidumbre terminó cuando los verdaderos delincuentes se comunicaron con la familia. Exigieron 600 mil francos suizos. La viuda no solo se negó a pagar esa suma. No quería pagarles ni un centavo.
Ellos contraofertaron 600 mil, pero en dólares. Nuevamente, obtuvieron la negativa de Oona, a quien la situación le parecía muy ridícula.
Los secuestradores ya no exigían. Cuando volvieron a llamar, lo hicieron con una oferta de 500 mil dólares. Nuevamente la negativa.
Llegaron a bajar a 100 mil dólares, y la policía convenció a Oona para que aceptase la oferta y así detenerlos.
Fue el mayordomo quien llevó el dinero del rescate a un lugar determinado. Pero un lugareño reconoció el auto de Chaplin, manejado por un extraño –en el lugar todos se conocían- dio la voz de alerta y la operación se frustró.

Entonces, los secuestradores indicaron que harían una última llamada el 17 de mayo a las 9:30 horas para acordar la nueva forma de pago. La policía, que tenía vigilada cerca de 200 cabinas telefónicas de la zona, no demoró en detenerlos.
Fueron identificados como Roman Joseph Wardas, un polaco de 24 años, y Gantscho Ganev, un búlgaro de 38, ambos mecánicos desocupados, y que habían ideado este secuestro como una forma rápida de obtener dinero sin que nadie saliese lastimado.
El féretro lo habían enterrado en un campo de maíz, a escaso un kilómetro de la casa del actor. Cuando todo pasó, el dueño del campo, con un oportuno sentido del humor, colocó un letrero que decía: “Aquí descansó Charles Chaplin. Brevemente”.
Vuelto a su lugar original en el cementerio, le colocaron una pesada losa de hormigón para evitar inhumaciones imprevistas.
La viuda perdonó a los culpables, quienes le mandaron una carta disculpándose. “Charlie lo hubiera encontrado ridículo”, dijo. Por qué, hasta hubiese imaginado este desenlace como el final de una película.
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