
Los cambios suelen ser presentados como motores de crecimiento, oportunidades para reinventarse o abrir nuevas etapas. Sin embargo, esa visión convive con otra realidad mucho más común: la de quienes experimentan cualquier variación en su rutina como un pequeño terremoto. La ansiedad, un fenómeno cada vez más extendido en sociedades hiperconectadas y aceleradas, se activa con fuerza cuando algo se mueve del lugar conocido. Y ese desajuste no se debe a una simple “manía” o a un gusto por la comodidad, sino a mecanismos profundos del cerebro y de la gestión emocional.
Con la llegada de mudanzas, cambios laborales, viajes o incluso modificaciones en dinámicas personales, muchas personas sienten cómo la tensión interna aumenta. Aparece la anticipación, el desasosiego y ese intento frenético de preverlo todo. Los estímulos nuevos, lejos de ser motivadores, se convierten en señales de alarma y, para entender por qué ocurre, es necesario mirar tanto al funcionamiento neurobiológico como a la forma en que cada individuo procesa sus emociones.
La psicóloga Carolina Blanco explica en uno de sus vídeos de TikTok (@carolinablancopsicologia) que el impacto del cambio en quienes conviven con ansiedad se apoya en dos pilares esenciales: la necesidad de control y la gestión emocional, que actúan juntos, retroalimentándose. “Por un lado, tiene que ver con la necesidad de control y la dificultad para gestionar la incertidumbre y, por otro, tiene que ver con la gestión emocional”.
El control como refugio y trampa
Blanco subraya que “cuando decimos que una persona con ansiedad tiene una gran necesidad de controlar, no significa que le guste controlar, mandar o ser perfeccionista”, sino que “su cerebro utiliza esta estrategia para reducir la incertidumbre”.

La incertidumbre, que para muchos es un estímulo manejable, es interpretada por un cerebro ansioso como un riesgo inminente. “Un cerebro ansioso no tolera bien qué va a pasar en un futuro o más adelante, porque asocia la incertidumbre a una sensación de peligro”, explica. Aquí entra en juego la neurobiología: Blanco detalla que este tipo de mente suele ser “dopaminérgica, es decir, está en constante búsqueda de soluciones, anticipaciones o de lo que va a suceder”.
La dopamina, habitualmente asociada al placer, también está profundamente ligada a la anticipación. Por eso, señala la psicóloga, este tipo de cerebro “vive constantemente anticipando lo que va a suceder”. Un simple viaje puede derivar en una cadena interminable de escenarios: qué meter en la maleta, si habrá un hospital cerca, quién recogerá en destino, cómo actuar ante imprevistos… Todo ello genera una “sensación de falsa seguridad o control” que ofrece un alivio inmediato, pero que a la vez alimenta un círculo vicioso: cuanto más control se busca, más ansiedad aparece cuando algo se escapa.
Así, quienes viven este proceso tienen la mente anclada en el futuro, en lo que podría suceder, dificultando la conexión con el presente y con las sensaciones corporales. Y esa desconexión abre paso al segundo gran componente.
La gestión de las emociones
La psicóloga explica que “las personas que sufren ansiedad son principalmente racionales”, y aunque esa capacidad analítica es valiosa en otros ámbitos, supone una barrera a la hora de gestionar emociones. Blanco lo resume así: “intentan gestionar lo que sienten en el cuerpo con la lógica, con el pensamiento”. Sin embargo, las emociones no se rigen por argumentos. “Es como intentar sentir las emociones a través de nuestros pensamientos”.
Cuando se evitan emociones como la culpa o la ira, el cerebro busca “una alternativa para gestionar o poder regular todo eso que está sucediendo dentro”. Y una de esas vías es el control: controlar el entorno, los planes, el futuro. Aunque proporciona un mínimo alivio, no resuelve el malestar interno, solo pospone su atención.
Comprender estos mecanismos (la anticipación dopaminérgica, la búsqueda de control como estrategia y la desconexión emocional) no solo permite explicar por qué los cambios desajustan tanto, sino también abrir espacios de compasión hacia quienes los sufren. Los cambios no se vuelven menos intensos de la noche a la mañana, pero entender su origen puede ser el primer paso para afrontarlos de una manera distinta.
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