
Todos nos equivocamos. Es algo inevitable y natural del proceso de la vida. La clave se encuentra en saber reconocer el error, aprender de él y pedir disculpas a quien hayamos podido causar un daño. Sin embargo, para muchos esto supone una amenaza directa para su autoimagen. La consecuencia directa es que hay personas que jamás piden perdón.
Un simple “lo siento” (que no es realmente tan simple si de verdad hay un sincero arrepentimiento) puede, en ocasiones, actuar como puente para reconducir una relación dañada. Sin embargo, hay quienes son incapaces de disculparse. Según recoge el psicólogo Arturo Torres en la web especializada Psicología y Mente, esto pone de manifiesto una necesidad de, ante todo, proteger la propia autoestima.
De esta manera, es la autoimagen la raíz del problema. Ese conjunto de creencias y descripciones que cada persona construye sobre sí misma, lo que se conoce como autoconcepto, no es una recopilación objetiva de datos, sino que está cargado de valoraciones emocionales. La autoestima, como dimensión valorativa de la autoimagen, puede verse amenazada por el simple hecho de admitir una equivocación, incluso si el error es insignificante.
En muchos casos, quienes poseen una autoimagen frágil evitan reconocer sus errores en voz alta para proteger su autoestima, explica el psicólogo. Esta estrategia puede manifestarse en la tendencia a disfrazar el error, atribuir la culpa a otros o evitar nombrar el sentimiento de culpa. El acto de pedir perdón obliga a etiquetar el error como propio y a asumir la responsabilidad, lo que puede resultar intolerable para quienes no soportan ver su autoconcepto expuesto a cuestionamientos.

Una crisis de autoimagen
La gravedad del error también influye en la reacción. Si se trata de una falta menor, la persona puede minimizar su importancia y evitar disculparse. En cambio, un error grave puede desencadenar una crisis en la autoimagen, ya que implica replantear aspectos fundamentales de la identidad y de las relaciones con los demás. Torres señala que, aunque la mayoría reconoce que pedir perdón es un gesto positivo que atenúa la equivocación, hay quienes no pueden permitirse exponer su autoconcepto ni siquiera a un daño mínimo.
Existen, además, personas que no piden disculpas porque no consideran relevante el bienestar ajeno o porque, desde una perspectiva utilitarista, no obtienen ningún beneficio al hacerlo. Torres menciona el caso de individuos con rasgos psicopáticos, para quienes la empatía y la reparación no forman parte de sus prioridades.
Entre quienes sí experimentan malestar por sus errores pero no logran disculparse, suelen darse dos situaciones principales: la asociación de la disculpa con la humillación, lo que hace que la autoestima no tolere ese acto, o la presencia de un cierto delirio de grandeza. En este último caso, reconocer el error entra en conflicto con la autoimagen hasta el punto de generar una disonancia cognitiva, fenómeno que obliga a replantear la visión que se tiene de uno mismo y de las relaciones interpersonales.
La capacidad de pedir perdón de manera honesta, concluye Torres, es una característica de quienes poseen una alta inteligencia emocional. No se trata de disculparse sin motivo, sino de saber gestionar los propios sentimientos y comunicar esa habilidad cuando corresponde. Saber pedir perdón es, en última instancia, una cuestión de autogestión emocional y de madurez en la relación con uno mismo y con los demás.
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