
En el envío más reciente de su newsletter Esto no es economía, el economista Nicolás Ajzenman plantea una escena cotidiana que revela más de lo que parece: Pablito, de 10 años, se lastima en un partido de fútbol escolar y el profesor de Educación Física debe avisar a la familia. ¿A quién llama: a Vilma, la madre, o a Pedro, el padre?
La pregunta no es anecdótica. Tampoco se trata de evaluar quién se hace más cargo de las tareas de crianza —tema largamente estudiado—, sino de explorar quién se espera que lo haga. Es decir, cómo operan las normas sociales, incluso cuando nadie las enuncia.
Ajzenman toma como punto de partida un paper de la economista Olga Stoddard que acaba de publicarse. El estudio, basado en un experimento a gran escala en escuelas de Estados Unidos, analiza qué ocurre cuando se solicita contacto con la familia de un alumno dejando explícitamente los datos del padre y la madre. Lo que hicieron fue enviar correos a 81.000 directivos escolares con un mensaje modelo del tipo: “Estamos buscando escuela para nuestro hijo, ¿podrían contactarse con alguno de nosotros para hablar? Roberto (teléfono) o Etelvina (teléfono)”.
El resultado fue notable y contundente en los casos en los que había respuesta, el 60% de las veces el llamado fue a la madre, el 40% al padre. Pero más revelador fue lo que ocurrió cuando el correo incluía indicaciones adicionales. Si se aclaraba que ella tenía mucha disponibilidad para hablar, el 90% de las respuestas fueron a ella. Si se aclaraba que Roberto estaba disponible, el 74% de los llamados fueron a él. Incluso cuando se decía que la madre tenía poca disponibilidad, más de la mitad de los directivos la llamaban igual.

Normas sociales, persistencia y automatismos
¿Por qué ocurre esto? La hipótesis que explora el paper —y que retoma Ajzenman— es que las normas sociales operan de forma implícita, casi automática. Ante una urgencia, como un llamado escolar, se recurre a lo que “se supone” que debe hacerse: contactar a la madre. Aunque los padres participan cada vez más en la crianza —según las estadísticas estadounidenses, hoy los hombres dedican un 60 a 65% del tiempo que dedican las mujeres a tareas de cuidado, frente al 25% en los años sesenta—, las expectativas sociales se mueven más lento.
El experimento también analizó variaciones según el perfil de las escuelas. En contextos más conservadores (religiosos, rurales o de mayoría republicana), el sesgo hacia la madre fue mayor. En contextos más progresistas (escuelas públicas, urbanas, distritos demócratas), la brecha se redujo. El efecto no desaparece, pero se atenúa.
El hallazgo más llamativo surge cuando se modifica el remitente del mail. Si el correo lo firma el padre, el 80% de los llamados van a él. Pero si lo firma la madre, ese número se eleva al 98%. Incluso en los casos en que Roberto aparece como el remitente y se aclara que tiene alta disponibilidad, un 12% de las respuestas siguen yendo a la madre. La percepción de disponibilidad femenina parece difícil de revertir, incluso con indicaciones explícitas en contra.

¿Estamos cambiando?
La pregunta que deja abierta el trabajo de Stoddard, y que Ajzenman retoma con agudeza, es si la “demanda social de crianza” está en proceso de transformación. ¿Puede esa expectativa repartirse de manera más equitativa? ¿Las normas que aún empujan a que sea la madre quien se ocupe están cediendo frente a los cambios laborales y culturales? Mientras tanto, cuando Pablito se lesiona en el colegio, la respuesta —automática— sigue siendo llamar a Vilma.
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