
El romance entre Lionel Messi y el Barcelona ha tenido muchos momentos tensos. En el último año el tira y afloja ha tenido que ver con la continuidad del astro en la entidad blaugrana. Pero mucho antes de ese episodio ya se habían presentado conflictos entre el jugador y el club. Ninguno causó tanto revuelo como aquel suscitado en 2008, en vísperas de los Juegos Olímpicos de Beijing. El carácter de Messi, en ese entonces un talento todavía en ciernes de 21 años, dio sus primeras muestras de inconformidad.
Leo quería vestir la albiceleste en el torneo, pero la cúpula directiva del Barcelona se negaba a cederlo, y estaba en su derecho: los clubes no están obligados a prestar a sus futbolistas para la competencia olímpica debido a que no es organizada por la FIFA. El presidente Joan Laporta se puso firme. No tenía la menor intención de ceder a un jugador que era pieza clave en la conformación del nuevo proyecto. Pero la oportuna intervención de Pep Guardiola, recién llegado al banquillo, jugó a favor del rosarino. El entrenador sabía que necesitaba a Messi, pero lo requería feliz. Con el tacto que le es propio a los visionarios, Pep dio luz verde a Messi e intercedió por él ante Laporta.
Una vez solucionado el problema, Messi se puso a las órdenes de Sergio Checho Baptista para encarar el campeonato. Aquel equipo era una colección de figuras pocas veces vista en un torneo de futbol olímpico. Los tres refuerzos mayores de 23 años eran Juan Román Riquelme, Javier Mascherano y Nicolás Pareja. Sergio Agüero, Ángel Di María, Fernando Gago y Ezequiel Lavezzi completaban una nómina de ensueño. Argentina llegó a la capital china con la obligación de refrendar el campeonato de cuatro años antes, cuando con Marcelo Bielsa en el banquillo la Albiceleste consiguió el único título que le faltaba en sus inmensas vitrinas: el oro olímpico.

Argentina tardó en carburar, pues los resultados le acompañaban. El funcionamiento global no se correspondía con las expectativas, pero el talento a raudales hacia su trabajo. En el debut, superó 2-1 a Costa de Marfil. Después venció 1-0 a Australia y 2-0 a Serbia para asegurarse el liderato del grupo. Holanda hizo sufrir al equipo del Checho en cuartos de final. Di María salvó las papeletas en la prórroga para sellar el 2-1.
El rival en semifinales era el clásico de siempre: Brasil. La Canarinha era liderada por Ronaldinho. El mago de la sonrisa venía de perder cierto brillo en las últimas temporadas en el Barcelona, pero no dejaba de ser un jugador de referencia ante el que era mejor no fiarse. Messi tenía claro que si quería pegar el estirón futbolístico que desde su génesis se la había augurado debía superar a su ídolo y maestro. Ese verano, Dinho partió hacia Milán. Pep Guardiola no le incluyó en sus planes porque, junto a Deco, le consideraba un mal ejemplo para los jugadores jóvenes. Ronaldinho le heredó la 10 culé a Messi y en Beijing firmó su abdicación definitiva.

La exhibición de Argentina rayó en la perfección. Un 3-0 arrollador pleno de autoridad le daba el boleto a la final. Por la cantidad de talento acumulado y el juego que desarrolló durante el torneo, nadie podía negarle el papel de favorito. Pero enfrente estaba un verdugo de viejos tiempos: Nigeria. Las Águilas eran una potencia en competiciones con límite de edad y ya sabían lo que era vencer a Argentina en una final olímpica, como lo hicieron en Atlanta 96.
Pero en Beijing Argentina impuso su ley en un partido agrio y condicionado por el brutal calor. Una jugada a cargo de Messi dejó de cara al marco a Ángel Di María que con sutileza picó el balón por encima del arquero. 1-0. Simpleza y manejo de partido. Argentina no se rompió la cabeza. Messi subía a lo más alto del podio. La imperturbable sonrisa del 10 parecía eterna. Después se torcería muchas veces, pero en ese instante nada importaba: el Olimpo era suyo.
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