
En todo el mundo, surgen brotes de hongos peligrosos en lugares donde nunca habían existido. El aumento de desastres naturales y el avance del cambio climático han abierto la puerta a estas amenazas invisibles, capaces de cruzar fronteras y poner en jaque a la salud pública. Detrás de cada brote, un grupo de especialistas —llamados “detectives de enfermedades”— trabaja contrarreloj para rastrear el origen, anticipar su avance y contener el impacto.
Vancouver: el caso que despertó a la ciencia
Un episodio ocurrido en 1999 en la isla de Vancouver, Canadá, marcó un antes y un después en el estudio de los hongos patógenos. En aquellos días, excursionistas que visitaban la región comenzaron a enfermar gravemente por una causa desconocida para la medicina local.
La investigación identificó finalmente al responsable: Cryptococcus gattii, un hongo habitualmente hallado en ambientes tropicales, jamás registrado en esa fría latitud. “Teníamos este nuevo hongo apareciendo en el noroeste del Pacífico que no se suponía que estuviera allí”, explicó David Engelthaler, epidemiólogo molecular, en declaraciones a National Geographic.
El rastreo determinó que C. gattii llegó a América del Norte probablemente desde Brasil, transportado en el agua de lastre de barcos tras la apertura del Canal de Panamá en 1914. A pesar de esta migración, el hongo permaneció inactivo durante décadas.

El gran terremoto de Alaska de 1964 y los tsunamis posteriores alteraron el ecosistema de la región, permitiendo su adaptación. Sólo treinta años más tarde, tras sucesivos cambios ambientales y evolución local, el hongo adquirió tal virulencia que desencadenó brotes mortales en humanos y animales. Este hecho evidenció que un patógeno puede permanecer latente durante años y activarse como consecuencia de fenómenos naturales extremos.
Desastres naturales: disparadores de brotes invisibles
El vínculo entre los desastres naturales y los brotes fúngicos se volvió aún más claro con el tornado que arrasó Joplin, Misuri, en 2011. Tras el paso del ciclón, hospitales locales notificaron infecciones graves por Apophysomyces variabilis, un hongo previamente inofensivo en el entorno.
Investigadores del Servicio de Inteligencia Epidemiológica (EIS) de los CDC determinaron que el tornado dispersó el hongo y facilitó su ingreso en el organismo a través de heridas abiertas. Lo que normalmente permanecía bajo tierra se transformó en una amenaza vital por obra de un evento climático extremo.
Este patrón se repite en distintos puntos del planeta. Tras la erupción volcánica en Colombia en 1985, múltiples personas desarrollaron infecciones fúngicas nunca vistas. Lo mismo ocurrió con el huracán Katrina en Nueva Orleans en 2005 y el terremoto de Haití en 2010. Estos brotes, lejanos a la imagen clásica de epidemias virales, suelen llamar la atención cuando ya han causado daños graves.
Ciencia colaborativa y nuevos desafíos

El rastreo y análisis efectivo de estos brotes demanda enfoques cooperativos entre diferentes campos científicos. Un ejemplo ilustrativo fue el brote de fiebre del valle en el estado de Washington en 2010, causado por Coccidioides immitis, un hongo hasta entonces típico de zonas áridas más al sur.
Investigadores en microbiología, genética, climatología y antropología aunaron esfuerzos para rastrear la historia y el comportamiento del patógeno. Los estudios revelaron que llegó hace unos 10.000 años, probablemente transportado por migraciones humanas o animales, y se mantuvo en estado inactivo hasta que el clima local resultó lo suficientemente cálido y seco para propiciar su dispersión.
El desafío se acentúa por el avance del cambio climático y la globalización. Hongos como Candida auris surgieron de manera simultánea como patógenos resistentes en tres continentes, una situación inédita.
Barreras, vacíos científicos y el rol esencial de la ciencia pública
Aunque la amenaza crece, la respuesta no es sencilla. Las infecciones fúngicas suelen quedar relegadas en la agenda de la industria farmacéutica, que prioriza enfermedades de mayor rentabilidad. Esto se traduce en escasos incentivos para investigar nuevos medicamentos y vacunas antifúngicas.

“Las empresas biomédicas tienen que preocuparse por su rentabilidad. Si no van a ganar dinero, no pueden destinar recursos. Por eso necesitamos ciencia para el bien público”, destacó Engelthaler.
Esta carencia quedó en evidencia tras el brote de Joplin, donde la amputación fue la única salida para muchos pacientes, dado que no existía un fármaco efectivo contra A. variabilis.
Lecciones y futuro: anticipar para proteger
La experiencia construida por los “detectives de enfermedades” demuestra que la vigilancia, la ciencia pública y la cooperación internacional son herramientas insustituibles ante la emergencia de amenazas sanitarias invisibles.
Comprender su evolución, identificar condiciones de riesgo y desarrollar respuestas preventivas es ahora más urgente que nunca. Invertir en ciencia, fomentar la colaboración entre disciplinas y sostener estrategias globales de vigilancia permitirán anticipar y frenar brotes antes de que se transformen en tragedias. Solo así, la humanidad estará mejor preparada para enfrentar la creciente amenaza de los hongos patógenos y evitar que los desastres naturales se conviertan en fuentes inagotables de nuevas crisis.
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