
La neurociencia ha demostrado que los hábitos, esos comportamientos automáticos que moldean la rutina diaria y repercuten en la salud mental, surgen de la interacción entre dos sistemas cerebrales: uno responsable de responder a estímulos y otro orientado por metas y creencias.
Esta perspectiva, presentada mediante un estudio publicado en enero de 2025 por investigadores del Trinity College Dublin, está transformando la comprensión sobre la formación y modificación de los hábitos, con efectos directos en la vida cotidiana y en el tratamiento de trastornos compulsivos.
Eike Buabang y su equipo destacan el denominado marco de doble sistema. Este concepto, respaldado por la neurociencia cognitiva, sostiene que los hábitos resultan del equilibrio entre un sistema de control dirigido por objetivos —basado en la evaluación consciente de acciones y resultados— y un sistema estímulo-respuesta, que automatiza conductas frente a señales familiares.
Cuando el sistema estímulo-respuesta domina, las personas tienden a repetir acciones sin analizar su relación con metas actuales, lo que puede derivar en errores, impulsividad o conductas compulsivas. Como señalan Buabang y sus colegas: “Los hábitos pueden entenderse como un balance entre un sistema impulsado por estímulos, basado en asociaciones estímulo-respuesta, y un sistema dirigido por objetivos, basado en expectativas acción-resultado y metas valoradas”.

La formación de hábitos responde a varios mecanismos clave. Destaca la repetición, ya que cada vez que una conducta se repite en un contexto similar, las conexiones neuronales entre estímulo y respuesta se refuerzan, facilitando su automatización. No obstante, el estudio muestra que la evidencia es dispar sobre cuántas repeticiones se requieren: algunos trabajos sitúan el rango entre 18 y 254 días, según el tipo de hábito y características de la persona.
El refuerzo —la obtención de consecuencias positivas tras la acción— fortalece los hábitos, gracias en parte a la dopamina en regiones cerebrales como el putamen posterior. Además, cuando se desactivan los procesos dirigidos por objetivos, por presión de tiempo, estrés o distracción, el sistema estímulo-respuesta asume el control. La estabilidad del contexto favorece la consolidación de los hábitos, ya que la repetición en entornos previsibles disminuye la necesidad de supervisión consciente y permite que las acciones se encadenen de modo automático.
Existen diferencias individuales y neurobiológicas que influyen en la facilidad para formar o interrumpir hábitos. La estructura y actividad de circuitos como el putamen y la corteza prefrontal dorsolateral varían entre personas, lo que explica por qué algunos adquieren hábitos con rapidez mientras que otros precisan más tiempo o repeticiones. Además, la intensidad de las señales contextuales, la frecuencia de repetición y la motivación —tanto intrínseca como extrínseca— modulan este proceso. Según la investigación: “La duración necesaria para formar un hábito varía considerablemente entre individuos”, lo que resalta la importancia de personalizar las estrategias de intervención.
Romper hábitos arraigados requiere debilitar las asociaciones estímulo-respuesta, evitar los estímulos desencadenantes, potenciar la inhibición dirigida por objetivos y, en muchos casos, crear hábitos alternativos que compitan con los anteriores. La extinción de un hábito no elimina las conexiones previas, sino que genera una nueva asociación entre el contexto y la ausencia de respuesta, lo que explica la propensión a recaer frente a los estímulos originales.
Estrategias como la evitación de contextos problemáticos, el entrenamiento en inhibición y la formación de intenciones de implementación (“si ocurre X, haré Y”) presentan eficacia tanto en entornos experimentales como en la vida cotidiana. Estas técnicas operan en terapias conductuales y farmacológicas, y pueden potenciarse mediante intervenciones como la estimulación cerebral no invasiva, que refuerza el control ejecutivo.

Las aplicaciones clínicas de estos avances resultan especialmente relevantes en trastornos compulsivos, como el trastorno obsesivo-compulsivo (TOC), las adicciones y los trastornos alimentarios. En estos casos, se identifica un déficit en el control dirigido por objetivos, lo que favorece la aparición de hábitos patológicos. Como advierte la investigación: “El trastorno obsesivo-compulsivo, el trastorno por consumo de sustancias y los trastornos alimentarios están vinculados a déficits en el control dirigido por objetivos, posiblemente explicados por una dimensión transdiagnóstica de compulsividad”.
Las terapias más eficaces combinan la exposición a los estímulos desencadenantes, la prevención de la respuesta habitual y el refuerzo de conductas alternativas, lo que permite abordar tanto mecanismos automáticos como procesos conscientes.
A pesar de estos avances, la investigación actual enfrenta desafíos metodológicos y conceptuales. Persisten dificultades para replicar hallazgos clave en humanos y continúa el debate sobre la suficiencia del modelo de doble sistema. Buabang y sus colegas proponen modelos más complejos, integrando la interacción dinámica entre hábitos de pensamiento, creencias automáticas y conductas. La transferencia de hábitos entre contextos y la resistencia al cambio figuran como áreas de estudio aún en desarrollo.
Hacia el futuro, la investigación subraya la importancia de profundizar en los mecanismos subyacentes a la formación y alteración de hábitos, así como adaptar las intervenciones a las distintas características individuales y contextuales. Solo mediante una comprensión más precisa de estos procesos será posible diseñar estrategias realmente eficaces para promover cambios conductuales duraderos y mejorar el abordaje de trastornos relacionados con la compulsividad.
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