Ana Rosenfeld, a corazón abierto: “Ceno en la cama todas las noches para no sentirme tan sola”

La muerte de su marido, Marcelo Frydlewski, no solo la puso de frente ante el dolor: también la interpeló como nunca antes, poniendo en duda hasta sus convicciones y creencias más profundas. “Estoy enojada con la fe porque pedí por su vida y nadie me escuchó”, dice. En esta entrevista profunda con Teleshow, la abogada más mediática recuerda su infancia, repasa sus comienzos y expone sus emociones

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Ana Rosenfeld revela que, tras la muerte de su marido, cena todas las noches en la cama para sentirse menos sola (Video: Lihueel Althabe)

En la vidriera del negocio familiar, en la intersección de Gaona y Pujol -en el barrio porteño de Caballito-, los televisores estaban siempre encendidos. Juan, su padre -que en realidad se llamaba Yaco pero todos lo conocían por ese nombre bíblico-, había tenido un golpe de suerte: pasó de confeccionar cuadritos artesanales a asociarse con un amigo para fabricar los primeros aparatos del país, cuando aún no había televisión en Argentina y apenas nacían las primeras señales. Un pionero de la industria. Aquella tarde, años después del ladrillo fundacional de la empresa familiar, todas las pantallas sintonizaron la misma imagen: la nena salía en la televisión. “En realidad, solo me gané un premio y lo fui a retirar, pero él estaba feliz y quería que todos me vieran”, recuerda una emocionada Ana Rosenfeld sobre su primera incursión en un estudio. Años después vendrían muchas más. Y su padre sería testigo de eso.

La flamante panelista de LAM es uno de los personajes del momento por los distintos frentes de batalla que mantiene abiertos, pero las cámaras no son novedad en su vida, ya contaba con kilómetros de horas televisivas: es la abogada más mediática -entre sus clientas se encuentran Wanda Nara, Luciana Salazar, Victoria Vanucci y, en años anteriores, Pampita-, y esos casos le valieron el mote que la llevó a escribir un libro y a subirse a un escenario con un unipersonal: El terror de los maridos. Aunque ella se ocupe de aclarar que, si bien le gusta tratar con mujeres, recibe a todos.

"Tengo el team Wanda metido adentro mío hace 12 años y por lo tanto, todo lo que le pase a ella, en la medida que la pueda ayudar y defender, lo voy a hacer. En julio viajo para su casa y voy a estar con ellos, una semana mínimo", asegura Ana Rosenfeld sobre su relación con Wanda Nara
"Tengo el team Wanda metido adentro mío hace 12 años y por lo tanto, todo lo que le pase a ella, en la medida que la pueda ayudar y defender, lo voy a hacer. En julio viajo para su casa y voy a estar con ellos, una semana mínimo", asegura Ana Rosenfeld sobre su relación con Wanda Nara

Jamás dudó de su vocación y el mandato familiar también giraba en ese sentido. “Papá quería que fuera abogada porque él era un abogado frustrado. Lo habían engañado tanto a lo largo de los años, con cheques rechazados, hipotecas que no se levantaban, pagarés incumplidos, que decía: `Yo quiero que en mi casa haya un abogado´”. Su mamá, una ex vendedora de las Perfumerías Ivonne, deseaba que se dedicara a lo que la hiciera feliz. Y Ana cumplió ambos mandatos: se convirtió en abogada y fue una mujer muy feliz a lo largo de toda su vida.

El primer recuerdo de su infancia la ubica en la ruta rumbo a Mar del Plata. “Nos íbamos toda la temporada completa: nos sacaban el último viernes del colegio, nos subían al auto con el guardapolvo, y volvíamos el día anterior al comienzo de clases. Iba a la escuela con arena en las zapatillas”. En la ciudad balnearia alternaban entre Playa Grande, La Bristol y Las Toscas, pero el grupo de amigos siempre era el mismo, y las jornadas en carpas o sombrillas terminaban con partidas de cartas, dados o dominó. “Aún tengo relación con los hijos de los amigos de mis papás”, revela, y asegura -risueña- que en esos días de verano lanzó su primer emprendimiento: “Vendíamos revistas y comics. Poníamos en una especie de tarima que había entre la playa y la acera una fila de revistitas con piedras encima para que no se volaran, y nos compraban muchísimo”.

Juan Rosenfeld y sus hijas, cuando eran pequeñas
Juan Rosenfeld y sus hijas, cuando eran pequeñas

Ya en época escolar, la rutina era muy estricta y cronometrada: a la mañana escuela del estado, por la tarde otra de educación judía, y así la pequeña Ana tenía jornada completa de estudio. “Era un colegio laico pero tradicionalista, no ortodoxo”, aclara. Luego llegaba a la casa, tomaba la merienda y se sentaba a hacer las tareas del día siguiente. “Para el colegio de la mañana, el de la tarde y para inglés particular, que era el mandato materno. Más me ponían, más hacía, todo lo que tenía que ver con estudio me encantaba. Eso sí: físico, nada. No sé andar en bicicleta y las veces que quise empezar tenis, gimnasia o vóley, no pude, no me salía nada”.

En el jardín fue la que protagonizaba todas las obras. En la primaria, la abanderada que leía los discursos en los actos. En la secundaria, una máquina de procesar libros. “Tenía tanta facilidad por el estudio que quise dar sexto grado libre para pasar a la secundaria, pero la maestra se negó. Me dijo que era mejor no saltearme ningún grado y estuvo bien. Luego, la decisión de mi mamá que me hizo preparar para ingresar a la escuela superior de comercio Carlos Pelegrini y el Nacional Buenos Aires. Ingresé a los dos, por el promedio hasta pude elegir turno y me incliné por el Pelegrini porque entendí que si luego no podía estudiar una carrera universitaria, en esa época con ser perito mercantil alcanzaba. Tuve compañeros que después ocuparon cargos políticos. De ese colegio salieron ministros y hasta presidentes”.

—¡Y Gustavo Garzón! El revuelo que armaste con esa revelación...

—Qué horror, qué horror. Yo no sé, ¿la gente no lee? Porque yo dije: “Fue mi primer noviecito, cuando teníamos 14 o 15 años, estábamos como los dos enamoraditos”. Pero nada más. Era una época en la que te mirabas, se miraban, nos mirábamos, íbamos a los cumpleañitos, a los asaltos, como les decíamos en ese momento, a las reuniones de los chicos, como ahora les llaman previas, pero era donde nos juntábamos todos: cada uno llevaba algo, y nada, nos encantaba estar juntos y punto, nada más.

—Y les explotó el teléfono.

—A él, a mí, ¡nos explotó el teléfono! Le escribí y le dije: “¿Te hice lío?”. Y me dice: “No, Ana, por favor, lo que pasa es que la gente no lee. La gente piensa que es actual”. Entonces todo el mundo empezó a decir: “Después de lo que viviste (por la muerte de su marido), con qué celeridad”. Y él me decía: “Igual yo estoy libre, así que no me comprometés para nada”. “Pero no, aclaremos”. Y se aclaró. Fue un cuento que conté cuando me preguntaron en LAM cómo fue mi vida amorosa antes de conocer a mi amorcito.

Ana Rosenfeld y su relación con Gustavo Garzón

El paso de Ana por la universidad fue fugaz: se recibió de abogada a días de cumplir los 20 años. La letrada explica los motivos de esa carrera a toda velocidad. “El Pelegrini fue la base de todo, en ese momento esa educación fue maravillosa. Los profesores eran todos universitarios, estudiaba de libros gordos, no leía manuales ni resúmenes. Tenía un nivel catedrático, le saqué todo el jugo. Además, nunca dudé: desde chiquita quise ser abogada. Solo me faltaba el título. Soy sagitariana: los derechos y obligaciones son una especie de regla madre. Ya por llegar a la universidad desde ese colegio estaba eximida del curso de ingreso, luego como había dado sexto año libre en el secundario, eso me dio una formación que cuando ingresé a la universidad todo se dio rápido”.

El mismo día que dio la última materia de Derecho, recibió un llamado con otro ofrecimiento: ser maestra jardinera. “Es que a la vez que iba a la universidad, había hecho un curso en una escuela de formación judía y me convocaron para que fuera a una colonia de vacaciones para cuidar a los chiquitos de cuatro y cinco años durante el verano. Y mi mamá les dijo que no iba a poder, que me acababa de recibir de abogada”, explica. Entonces, puso en marcha los cimientos de su carrera: Alquilé una oficina con varios despachos, dos líneas telefónicas y una secretaria. En esa época ponía avisos en el diario y así comenzaron a venir los primeros clientes. Siempre cuento que a todo el mundo los citaba a las dos de la tarde y pensaba: ‘Si vienen, van a decir ¡Guauu, qué trabajo tiene esta abogada!, o ¡Qué bien, cuánta clientela!´. Y sino, a las tres de la tarde me iba. Fue hace 48 años, simplemente me animé”.

—Y así, animándote, fue como terminaste escribiendo un libro, protagonizando una obra de teatro y ahora debutando como panelista en el prime time

—Siempre aspiro a más. En realidad, yo digo que si Marcelo -Frydlewski, su marido que falleció en una clínica de Miami en octubre luego de darle batalla al Covid durante un mes y medio- estuviera vivo, yo no lo podría hacer porque era la hora que compartíamos la cena. Yo trabajaba todo el día, así que a esa hora disfrutábamos estar juntos. Ahora, al no estar él, me hace bien estar activa. Durante el día estoy a full de abogada y cuando el estudio cierra, soy libre y no le cambio la cara a mi profesión. Nunca voy a desperfilarme por estar en televisión o hacer otras cosas. Además, esta nueva rutina me da horas de estar acompañada y me quita horas de estar sola.

Con su marido, Marcelo, compartían no solo la vida entero sino también el estudio en el que trabajaban (@ana.rosenfeld)
Con su marido, Marcelo, compartían no solo la vida entero sino también el estudio en el que trabajaban (@ana.rosenfeld)

—Cómo es llegar a tu casa y que no esté el amor de tu vida, la persona que te acompañó tantos años. Debe ser el momento más duro del día…

—Claro. El programa termina a las 10 de la noche, llego 10 y media a casa, me saco la ropa, me saco el maquillaje y me preparo la cena. Me tiro en la cama a ver tele, me llevo la bandeja a la cama, cosa que nunca hice y se lo tenía prohibido a Marcelo. Para mí se come en la mesa, eso de comer en la cama es algo que mis papás me enseñaron que no se hace. Solamente si estás enferma, que te traían la mesa con la bandeja de patitas y te ponían eso ahí, y vos decías: “Ay, síntoma de que me están mimando y me traen la comida a la cama”. Y desde que él no está, ceno todos los días en la cama.

—¿Todos los días?

—Todos los días.

—¿Para no ver el espacio vacío en la mesa?

—Nunca me voy a olvidar cuando volvimos del cementerio, estaban en casa Pamela con mi yerno, Stefi que había viajado especialmente de Estados Unidos con mi yerno y los chiquitos, y la señora que trabajaba en casa me preguntó: “¿Pongo la mesa para cuántos?”, y yo le dije que para seis. Y ella me contestó: “No, señora, para cinco”. Y las primeras noches que traté de comer sola con un individual, en una mesa cuadrada, grande, en la que entraba toda la familia, los nietos y demás, y me di cuenta que estaba solita, dije: “No, no quiero estar acá”. En la cama tampoco me hace bien estar sola, pero es distinto porque prendo la tele, me quedo enchufada mirando alguna película romántica y me distraigo. Vuelvo muy pum para arriba de la televisión, así que como, miro algo y a las 12 apago para poder descansar. Igual no duermo mucho: me despierto 6:30, sea día de semana o sábado.

Ana y Marcelo compartieron la vida durante 36 años (Foto: @ana.rosenfeld)
Ana y Marcelo compartieron la vida durante 36 años (Foto: @ana.rosenfeld)

—¿Ya podés soñar con Marcelo?

—Todas las noches lo sueño, pienso en él, me acuesto mirando su foto. Encima los celulares todo el tiempo te están mostrando lo que sucedió ese día en años anteriores, así que apenas me despierto, prendo el teléfono y me salta alguna foto vieja compartiendo un momento o un viaje. Tengo mi historia guardada en el celular. No lo sueño con anécdotas sino en la vida cotidiana, girando alrededor mío todavía.

—¿En quién te apoyás para elaborar el duelo?

—Sola, porque Pamela, mi hija mayor, está bastante mal con todo esto: todavía no lo pudo digerir ni resolver. Mi hija que está en Estados Unidos tampoco, pero es diferente. Son distintas personalidades, ambas muy parecidas a Marcelo igual. Y no quiero llenarlas de problemas ni de las angustias que yo tengo. Sí están pendientes de mí y me tratan como si yo fuese media inútil: “¿Mamá, llegaste?”, “¿Mamá, viniste?”, “¿Por dónde estás?”, cosas que obviamente me encanta que estén pendientes de mí, pero cada una carga con su peso. Me mata cuando viene mi nieta mayor a su vestidor, se pone a acariciar su ropa, y me dice: “¿Cómo estará el abu? ¿Nos estará viendo? Lo extraño”. Y me hace mal. Imaginate que me destruye saber que ya no vuelve. Pensar en ellos, tan chiquitos, que con sus cabecitas no llegan a entender lo que es la muerte todavía...

—¿Hacés terapia? ¿Buscás refugio en la espiritualidad?

—No, no lo voy a resolver con un terapeuta. Lo resuelvo con mi vida cotidiana, trabajando, y pasando la mayor cantidad del tiempo lo más entretenida posible. Estoy descreída de todo, porque cuando pedí mucho mucho, Dios no quiso. Más allá de que toda la vida fui de creer y de tener mucha fe, todavía no tuve contacto con la explicación de por qué Marcelo no está. Sigo pidiendo por todos, pero por otro lado pienso: “Si no me escuchó cuando le pedí por favor que no se lo lleve a Marcelo, ¿qué otra cosa puedo pedir que tenga el mismo valor?”. Me da mucho miedo eso, porque en los momentos más importantes no me escuchó. Hubo cadenas de oración, rezos de todas partes del mundo, pero no pasó. Capaz hay alguna explicación y yo no la sé.

Una de las últimas postales familiares (@ana.rosenfeld)
Una de las últimas postales familiares (@ana.rosenfeld)

Un milagro. Ese fue el pedido de Ana durante un mes y medio, mientras el amor de su vida, el hombre con el que compartió 36 años, le daba pelea a la muerte desde la terapia intensiva de una clínica de La Florida, Miami. Allí habían viajado para conocer a su nieto más chico, que nació en plena pandemia. Pero Marcelo contrajo coronavirus y todo se fue complicando, hasta que los médicos lo indujeron a un coma y finalmente, falleció. “Fue muy duro ese proceso, muy solitario. Estaba mi hija, que vive allá, pero yo trataba de no ver a nadie, guardar silencio, estar concentrada en esperar el llamado de los médicos, que pasaba una vez al día. Hicieron todo lo que pudieron, pero pasó igual”, rememora Rosenfeld.

“Escribí un libro, planté varios árboles y tuve hijos; me falta seguir viviendo. Yo a la vida lo único que le pido es tener salud, la fortaleza que tengo y seguir dándole batalla a los embates que a diario se presentan”, lanza como deseo para este tramo de su vida.

—¿Crees que podés volver a enamorarte?

—No, ya cerré la puerta. Tengo muchos amigos, amigas, pero el amor tuvo su epopeya, todo lo que tuvo que tener: globos, flores, una caja llena de amor. Eso ya lo tuve, y ahora puede tener otras cosas. Pero el amor, literalmente, la felicidad, el compañerismo, el sexo, todo lo que tuve, está puesto en una hermosa caja con un hermosísimo moño que voy a preservar siempre.

—¿Cómo fueron los años juntos?

—Los más maravillosos. Fue el hombre más espectacular que cualquier mujer pudo haber tenido. Y si bien nunca nos casamos, fuimos inseparables.

—¿Nunca te casaste con Marcelo? Pero vos recomendás casarse...

—Sí, claro, pero por un tema de derechos. Yo le recomiendo casarse a la gente para que sepa qué diferencia hay entre una convivencia y un matrimonio, pero yo no tenía que reclamar por ningún derecho y Marcelo por ninguno de él, entonces el casamiento se fue postergando. Vivíamos de una manera tan agitada, tan cotidiana, estábamos tan felices los dos como estábamos, que no hizo falta.

La maternidad

Ana Rosenfeld y la maternidad

Ana mamá, si hubiera empezado antes, hoy tendría 5 o 6 hijos porque amé la maternidad, amé los embarazos, los pasé bomba, engordaba feliz y contenta. Engordé con Pamela 27 kilos y con Stefi, 29. Disfruté mucho porque nunca me sentí mal”, asegura sobre sus deseos frustrados de agrandar la familia y recuerda un hecho triste que tuvo que afrontar en el pasado: “Yo perdí el primer embarazo, hubieran sido mellizos, el huevo no se dividió, o sea que estaba todo junto, se llama triploidía, es un caso en un millón, me enteré cuando me hicieron el estudio genético y bueno, tuve un aborto espontáneo que duró muchísimos días. Estuve internada en el sanatorio Otamendi”.

—¿De cuánto estabas?

—De casi seis meses, muy avanzado. Lo que pasa es que el bebé no estaba vivo, pero no se sabía porque no crecía, no crecía, no crecía y bueno, tuve un aborto; fue una operación porque el bebé estaba fallecido. Estuve internada casi una semana con una inducción que fue tan dolorosa como los dolores de parto hasta que se produjo espontáneamente el aborto, porque sino no hubiera podido quedar embarazada enseguida, si es que hubiera recurrido a cesárea. Entonces, por suerte soporté esos seis días de inducción y de trabajo de expulsión espontánea para poder quedar embarazada enseguida: a los dos meses ya estaba embarazada y pude disfrutar la hermosura de tener a Pamela.

—¿Tuviste miedo luego en ese embarazo?

—No, porque me dijeron que fue un tema que podía pasar, que no tenía precedentes, no es que me iba a volver a pasar, así que por suerte disfruté. Siempre me ocupé de ellas de todas sus cosas, de la comida, de la escuela, era la primera en llegar a todos los actos. Fui y soy una mamá muy presente. Y como abuela también: los veo todos los días. Soy muy feliz, me tiro al piso con ellos, rejuvenece ser abuela a la edad que tengo.

La postal familiar que decora el escritorio de su despacho (Fotos: Lihueel Althabe)
La postal familiar que decora el escritorio de su despacho (Fotos: Lihueel Althabe)

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