El Gustavo Martínez que pocos conocieron: una infancia de carencias, un bautismo de fuego y la promesa que marcó su vida

El personal trainer eligió caminar al costado de la fama y con un bajo perfil que escondía las marcas de su pasado. Amó incondicionalmente a Ricardo Fort, quien lo designó tutor de sus hijos, y terminó con su vida a días de terminar su trabajo

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El miércoles a la madrugada, Gustavo Martínez murió a los 62 años al caer del piso 21 de un edificio en el barrio de Belgrano. Detrás de la fría noticia de la que tanto se habló y tanto queda por hablar; por debajo de las polémicas, las acusaciones y los documentos legales, hay una historia de vida que muy pocos conocieron porque el propio involucrado poco quiso que se supiera. Que no es otra cosa que una historia de amor. La de un hombre que amó apasionadamente y aun sin ser correspondido, nunca guardó rencor. Que entregó su vida a una causa para acercarse a la familia que siempre soñó tener. Y que cuando sintió que su tarea estaba cumplida, no había ningún otro motivo por el que valiera la pena estar vivo.

Gustavo Adolfo Martínez nació el 4 de junio de 1959 y pasó su infancia en San Isidro, en una familia de clase media sin lujos ni carencias, que se veía normal a los ojos externos y a los mandatos de la época. Eran cuatro hermanos, hijos de un padre que trabajaba en la Fuerza Aérea y de una madre ama de casa. Pero bajo la apariencia de una familia feliz, se escondían unas cuantas miserias bajo la alfombra. Una madre con una adicción al alcohol que no podía controlar y que le terminó costando la vida. Un padre que entendía que algunas situaciones se solucionaban con la violencia y nadie se lo cuestionaba, mucho menos él mismo. Un escenario que Gustavo padeció desde sus ojos de niño, y del que tomó nota para no repetirlo en el futuro. La conclusión tomó forma de juramento. Si el día de mañana iba a formar una familia, no se iba a permitir que nadie pasara por lo mismo que él. Si algún día tenía hijos, se iba a encargar de darle la contención, el amor y la compañía que él nunca tuvo.

Ricardo con sus hijos Felipe y Martita y Gustavo Martínez
Ricardo con sus hijos Felipe y Martita y Gustavo Martínez

En términos económicos, en la casa de los Martínez, no faltaba nada, pero tampoco sobraba demasiado. “Yo no soy rico y nunca lo fui. Éramos 4 hermanos y mi madre iba a comprar con libreta porque el dinero que entraba era para pagar los impuestos. Así nos criamos”, destacó en sus redes sociales, el único espacio en el que muy cada tanto abría el anecdotario de los recuerdos de infancia. También la tragedia lo golpeó de joven, pero supo sobreponerse con sacrificio y obstinación. “A pesar de las adversidades de la vida salimos buenos todos: 2 ingenieros 1 profe (yo) y mi hermano más chico súper inteligente y yo lo adoraba”, destacó en relación a su historia de superación personal.

En sus años jóvenes en San Isidro, Gustavo era el Chino. Su sufrida historia familiar forjó una personalidad introvertida y solitaria, que canalizó en el ejercicio físico. Ahí sí se hacía notar y querer y lo que en un principio fue un pasatiempo se transformó en un estilo de vida y luego en una profesión. El fisicoculturismo era una novedad en el país allá por los ‘80 y Gustavo se hizo muy querido en el ambiente. Llegó a desarrollar una incipiente carrera con su hermano Claudio, que se destacó a nivel competitivo, consagrándose campeón argentino y sudamericano y convirtiéndose en una leyenda en la disciplina.

Gustavo Martínez se emocionó en ShowMatch. El personal trainer lloró en el ciclo de Marcelo Tinelli

Gustavo fue desarrollando su vocación y haciéndose un lugar en los gimnasios de la zona, mientras en su vida privada llevaba otro tabú de la época, su homosexualidad. Recién entraba a sus treinta cuando una serie de casualidades le cambiaron la vida. Había quedado en juntarse con unos amigos en un bar. Fue el primero en llegar y se sentó a esperar, pero los minutos pasaban y las personas a las que él esperaba no llegaban. En cambio, apareció alguien que le llamó especialmente la atención por más que lo conocía de vista. Ricardo Fort todavía no era el comandante aunque ya fantaseaba con eso, sino el hijo de un millonario empresario de la industria chocolatera, con muchas más ganas de divertirse que de estar atado al negocio familiar.

Charlaron un rato y no mucho más que eso. Pero Ricardo mordió el anzuelo. Tomó nota del boliche al que pensaba ir esa noche Gustavo y se volvieron a encontrar. Bailaron un rato con amigos y la pasaron tan bien que la noche se hizo día en un café. Allí sucedió el gesto que terminó de rubricar el flechazo. Pidieron la cuenta y Gustavo primereó sacando su tarjeta de crédito.

—Pago yo —dijo Ricardo, acostumbrado ser el que siempre lo hacía

—”Por favor, ¿me cobrás el desayuno?” —le pidió Gustavo al mozo, ignorándolo.

Finalmente se impuso la actitud del entrenador. Quizás porque le llevaba casi diez años, o porque quedó petrificado porque alguien se animara a desafiarlo en el terreno en el que era el rey. “Yo creo que eso lo movilizó un poco”, recordaría Gustavo tiempo después con una media sonrisa, como quien rememora una travesura. Si el primer encuentro había sido producto de las casualidades, en el siguiente ya empezaría a vislumbrarse el espíritu del Fort que todos conocimos. Ricardo lo invitó a un concierto al que iba a asistir con su madre. Seguramente no era el tipo de cita que esperaba Gustavo, pero aceptó ir. Durante todo el espectáculo sintió los ojos de Marta clavados en él, sin imaginar ni por asomo cuánto iba a querer a esa mujer y a esa familia.

Gustavo con Ricardo, los mellizos y Marisa López, la niñera
Gustavo con Ricardo, los mellizos y Marisa López, la niñera

Ricardo y Gustavo fueron pareja durante seis años. O tal vez, cuatro, quien sabe. El tiempo variaba según el testimonio y los estados de ánimo, y Gustavo siempre se lo tomaba con humor. “Nunca le duraron demasiado las parejas a Ricardo”, admitía. Mientras continuaba con su trabajo de personal trainer, veía que su novio quería ser famoso, que levantaba demasiado su perfil, que él no podía, o no quería, seguir el paso. Con ese objetivo, Ricky viajó primero a Los Ángeles y después a Miami. Gustavo lo siguió amando en silencio, y nunca perdió el contacto, pero se mantuvo al margen del torbellino que en cualquier momento podía estallar.

Por caso, siguió muy de cerca todo el proceso de Ricardo para convertirse en padre. Cuando sus compromisos laborales se lo permitían, lo acompañó a California en ese tratamiento largo, engorroso, en el que siempre supo cuál iba a ser su papel. Ni padre, ni madre, aunque el propio Ricardo insistía en que sus hijos tenían dos papás. Y en esos momentos de extrema felicidad del empresario, acaso los más felices de su vida, se dio el gusto de elegir el nombre de uno de los mellizos. Sabido es que Ricardo llamó a Marta como su madre y a Felipe como su abuelo, pero hasta estos días poco se sabía de los nombres completos. Gustavo nunca supo el por qué de Carolina. En cambio, fue quien bautizó Segundo a Felipe. “Se lo puse yo, me gustaba: Felipe Segundo, tiene nombre de rey”, contó orgulloso durante un diálogo con Verónica Lozano.

Gustavo Martínez con Ricardo Fort y su padre Carlos (Instagram)
Gustavo Martínez con Ricardo Fort y su padre Carlos (Instagram)

Pasó el tiempo y la relación entre ellos tuvo otro acercamiento a raíz de una operación de Gustavo, a quien Ricardo invitó a hacer la recuperación en su casa. Se instaló en uno de los dormitorios, acondicionado especialmente para la ocasión. Había sido un pedido de Ricardo, que siempre sintió protección y seguridad en Gustavo, a quien veía como una persona noble y honesta. “Creo que me vio como una imagen casi paterna”, arriesgó el entrenador en diálogo con Gerardo Rozín en Morfi. Ahí empezó a compartir cada vez más tiempo con sus ahijados, que por entonces tenían tres años, y selló el vínculo afectivo para siempre.

Así estaban las cosas hasta que un día de 2010, Ricardo lo citó en su departamento y se encontró con una sorpresa. Nada que tuviera que ver con su exuberancia mediática, de la que ya hablaba el país. Al llegar, el empresario lo esperaba con un abogado y una contadora. Sobre la mesa, descansaban un papel y una lapicera. Era una orden de tutela dativa, según la cual, en caso de fallecer Ricardo Fort, el cuidado de sus hijos, Marta Carolina y Felipe Segundo, quedaba a cargo de Gustavo Martínez. Un documento repleto de datos fríos, pero que encerraba la prueba de amor que jamás había recibido. Sin embargo, se negaba a firmarlo. Un poco conmovido por la situación. Quizás, para borrar de su mente cualquier designio trágico que pudiera involucrar al amor de su vida.

—¿Te parece correcto? Aparte, vos sos más joven que yo —le preguntó buscando una escapatoria.

—Firmalo, dale —respondió el empresario, sin escuchar opciones, y sin rodeos.

Aunque en más de una oportunidad escuchó de propia boca de Ricardo decir que iba a morirse joven, Gustavo jamás pensó que iba a usar ese papel. En cambio, estaba acostumbrado a ocuparse de las cosas que su amigo o no quería, o no sabía cómo afrontar. Hasta entonces, siempre con la compañía incondicional de la niñera Marisa López, asistía a reuniones en la escuela, colaboraba en algunas tareas domésticas, o simplemente los cuidaba. Pero Ricardo empezó a padecer las cirugías y operaciones en su cuerpo y el 2013, cuando finalmente había logrado que todo el país hablara de él, fue puro padecimiento. A su lado, estoico e incondicional, siempre estuvo Gustavo. Durmiendo en la misma cama, acurrucado en el rincón que encontraba libre, creyendo que de un momento a otro las cosas podían cambiar.

Gustavo llevando el ataúd de Ricardo Fort ( Verónica Guerman / Teleshow 164)
Gustavo llevando el ataúd de Ricardo Fort ( Verónica Guerman / Teleshow 164)

Así llegó el fatídico 25 de noviembre, cuando Ricardo falleció a los 45 años. En medio del dolor y la impotencia, y antes de que entrara en juego cualquier resolución legal, tuvo que enfrentar a Martita y Felipe, que entonces tenían 9 años, para darle la noticia que nunca les hubiera querido dar. Con el corazón destrozado por la partida del hombre al que había amado toda su vida, se agarró de donde pudo para buscar ayuda. Habló con la psicóloga, con la incondicional Marisa, y también hurgó en su memoria, en el recuerdo de su madre. “Andá con la verdad”, fue el consejo que retumbaba en su cabeza. Sentó a los niños en su cama y juntó coraje:

—Les tengo que contar algo —arrancó titubeante.

—Ya sé lo que me vas a contar, que papá falleció —lo interrumpió el instinto de Felipe.

—Qué lastima que no hubo tiempo para querernos más —reflexionó Marta abrazando a Marisa entre lágrimas.

Mientras veía las reacciones de esos niños a quienes quería con todo su corazón, empezó a pasarle la película de su vida, con la violencia de su padre y la enfermedad de su madre tiñendo aquellos años en San Isidro. Veía cómo se desplomaba el sueño de tener una familia de verdad. Y recordó aquel juramento que se había hecho y se propuso que Martita y Felipe tuvieran la mejor infancia del mundo. “Creo que lo estoy logrando”, señaló conmovido durante su visita al programa de Mirta Legrand en 2017.

Gustavo Martínez Contó Cómo Les Dijo A Los Chicos Que Había Muerto Ricardo Fort

El amor por Ricardo se volvió gratitud por incitarlo a firmal ese papel que él no quería. “Esas dos criaturas son lo que más amo en la vida”, aseguró. Allí encontró su refugio y a ellos se aferró para salir adelante. Organizó su dinámica laboral a contraturno de la escuela de los chicos para poder pasar la mayor cantidad de tiempo posible con ellos. Contaba que Marta le hacía acordar mucho a Ricardo, en su carácter rebelde y cambiante. Que Felipe era un santo, pero algo remolón en el colegio. Que se incomodaba a la hora de ponerle límites, pero sabía que era para lo que se había comprometido. Que nunca dejó de trabajar y que administró a conciencia la fortuna que rondaba a su alrededor “Yo no uso los bienes de los chicos, ni quiero un centavo. Siempre fui independiente”, explicó hace un tiempo a Teleshow. Y que siempre declaró tener en claro cuál era su lugar. Le gustaba que lo llamen Gus. Tan simple como eso. Ni papá, ni mamá, ni tío, ni padrino.

Tampoco quiso rehacer su vida. En las contadas entrevistas que dio, casi que se escandalizaba de solo escuchar la pregunta. Como si eso afectara la memoria del gran amor de su vida. “Nunca más tuve un novio, no fui nunca más a ningún lado. Que nadie toque la historia como está. Mi corazón quedó para Ricardo Fort y los chicos”, repetía, y no decía mucho más de su vida privada. “Lo único que le pido a Dios es que me dé la vida suficiente para verlos crecer, ahí me voy a sentir completo”, era otra de las frases que repetía, y que a la luz de los hechos se volvió premonitoria. Un principio de Alzheimer potenciado por la pandemia, el miedo al abandono de los mellizos, el temor a quedarse sin nada, acusaciones cruzadas y, sobre todo, muy pocas certezas sobre qué lo precipitó a cortar la red de contención y arrojarse del balcón del piso 21, mientras en una habitación Martita veía una serie y en otra Felipe jugaba a los videos con un amigo. Faltaban 9 días para que los chicos cumplan la mayoría de edad.

Si en vida Gustavo siempre cultivó el bajo perfil, ese que había mantenido aun en los momentos del torbellino mediático, su cuenta de Twitter fue el único refugio en el que cada tanto abría su corazón y dejaba ver al Chino que pocos conocían. Funcionaba como un eterno mural de recuerdos, un memorial infalible para fechas claves de Ricardo y los chicos. También reflejaba momentos cotidianos y espontáneos, en los que hasta sus últimos días dejaba brotar su amor. En los viajes a Miami, donde cada esquina y cada color le recordaba inevitablemente a Ricardo. O cuando escuchaba “Así” por Sandro, o “La llave” de Abel Pintos. Ni hablar cuando se topaba con alguna versión de “A mi manera”, el himno que tanto le gustaba interpretar a Ricardo Fort. Ese hombre magnético, que para él no fue el empresario chocolatero, ni el comandante, ni el showman de los gatos, los Rolex y los Rolls Royce. Para él, siempre fue Richard, el hombre al que conoció como pocos y al que amó como nadie.

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