
Cada vez que una familia en Perú enfrenta una dolencia común —como una infección respiratoria, una enfermedad crónica o una simple fiebre infantil— aparece una misma encrucijada: acudir al centro de salud público y no encontrar lo necesario, o pagar por cuenta propia en una farmacia privada, incluso si eso significa sacrificar otros gastos urgentes. Este dilema cotidiano afecta a millones y expone una crisis más profunda: el sistema de salud nacional no cumple con garantizar acceso ni protección económica a sus ciudadanos.
Víctor Zamora, exministro de Salud, lo expresó con claridad en sus redes: “Cada día, miles de peruanos enfrentan una decisión imposible: ¿comprar los medicamentos completos o pagar otros gastos básicos?”. La frase resume el drama de un país donde el gasto de bolsillo en salud puede representar “hasta el 10% del ingreso de las familias más pobres”. El aumento del gasto per cápita en salud —de S/ 344 a S/ 444 en cuatro años— no se ha traducido en mejores servicios ni en menor carga económica para la población.
Lo que hay detrás es un sistema partido en dos, que combina dos modelos que, en lugar de complementarse, se debilitan mutuamente. Por un lado, un modelo estatal sustentado por impuestos que no logra financiarse; por otro, un esquema de seguridad social que excluye a la mayoría por su dependencia del empleo formal. Ninguno alcanza a cubrir las necesidades reales, y ambos alimentan un circuito en el que el gasto privado no planificado se vuelve la única salida.
Zamora no lo duda: “Nuestro sistema navega entre dos modelos que no funcionan: uno que no puede financiarse por la baja recaudación tributaria, y otro que colapsa bajo el peso de la informalidad”.
Dos caminos incompletos: impuestos o aportes

En el mundo, existen dos grandes maneras de financiar un sistema de salud. El primero, basado en impuestos generales, es conocido como Modelo Beveridge. Bajo este esquema, el Estado se encarga de garantizar servicios de salud a toda la población, como sucede en Reino Unido o en los países nórdicos. Para que funcione, requiere una recaudación fiscal fuerte. Perú, sin embargo, tiene una de las cargas tributarias más bajas de la región: apenas supera el 14% del PBI, frente al promedio latinoamericano de 21.5% y al 34% de los países de la OCDE.
Esta brecha no es solo técnica, también política. Zamora señala que decisiones recientes del Congreso debilitan aún más la base tributaria: “Los recientes ‘regalos’ del Congreso, extendiendo exoneraciones tributarias a sectores como el agroexportador, agravan el problema”. En otras palabras, se reduce la recaudación sin construir una alternativa sostenible.
El segundo modelo, el Bismarck, se sostiene en los aportes de empleadores, trabajadores y el Estado a un fondo común, como ocurre en Alemania. En Perú, este modelo está representado por EsSalud, pero con una estructura deformada: solo los empleadores aportan, y sus servicios cubren al 30% de la población, incluidos titulares y derechohabientes.
Esta seguridad social enfrenta tres obstáculos graves. Primero, su base de aportantes es pequeña: solo 3 de cada 10 trabajadores son formales. Segundo, muchos de los que cotizan tienen ingresos bajos o contratos precarios, como el régimen CAS. Tercero, EsSalud ofrece un servicio principalmente curativo y hospitalario, de alto costo, sin una estrategia preventiva clara. “Su primer nivel de atención es casi inexistente”, advierte Zamora, quien cuestiona que los beneficios ofrecidos no tengan límites definidos.
Enfermarse y empobrecerse

La mayoría no encuentra respuesta en ninguno de los modelos formales. Por eso, cuando aparece la necesidad médica, la reacción común es ir a la farmacia más cercana. “Reportes últimos señalan que 50% de la población opta por la automedicación o la farmacia de la esquina”, recuerda Zamora. Comprar “lo que se puede” en lugar del tratamiento completo se ha convertido en norma, aunque eso represente riesgos para la salud y una carga financiera repetida.
La consecuencia es doble. Por un lado, el riesgo médico se agrava: una enfermedad mal tratada puede volverse crónica o generar complicaciones. Por otro, el costo se traslada directamente a los hogares. El gasto de bolsillo, que debería ser residual en un sistema eficiente, termina empobreciendo a quienes ya tienen menos recursos.
Países vecinos han dado pasos para evitar ese desenlace. Colombia, tras una reforma en los años 90, logró cobertura universal bajo un sistema mixto. Chile, con su plan AUGE, definió un conjunto de prestaciones obligatorias con límites claros de copago. En ambos casos, los avances son parciales y aún objeto de debate, pero su dirección apunta a proteger a la población.
Las presiones sobre EsSalud no solo vienen por el lado financiero. El cambio demográfico es otro factor clave. La población envejece y las enfermedades crónicas aumentan. El sistema no está preparado para eso. “Imaginemos el panorama: un diabético necesita medicamentos que cuestan mensualmente más de S/ 200 (casi 25% del salario mínimo)”, señala Zamora. Pero el fondo se alimenta con aportes bajos, y su demanda médica crece. La ecuación no cierra.
El problema es estructural. En lugar de centrarse en prevención y detección temprana, EsSalud opera con un enfoque hospitalario costoso. “Este modelo es inviable, sin cambios estructurales profundos”, sentencia Zamora.
Frente a ese escenario, no basta con ajustes menores. Lo que se necesita —sugiere el exministro— es reformar el sistema público ampliando su financiamiento vía impuestos, redefinir el rol de EsSalud y reducir el gasto privado que actualmente recae sobre las familias. Para lograrlo, se requeriría tanto capacidad técnica como voluntad política.
El diagnóstico está claro y las alternativas existen, pero el contexto político no ofrece garantías. “Tanto las posibilidades de forjar un consenso político […] como la capacidad de movilizar el expertise técnico necesario parecen distantes en el horizonte”, reflexiona Zamora. Mientras tanto, cada peruano que enferma seguirá enfrentando la misma elección imposible: pagar lo que puede o esperar por algo que no llega.
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