
En estos días, tuve la posibilidad de participar en el seminario organizado por la Universidad del CEMA denominado “Asociación Público-Privada para la provisión de infraestructura: la experiencia chilena”. La infraestructura es la causa y no la consecuencia del desarrollo, fue el concepto inicial del seminario al que asistieron figuras relevantes de la economía argentina y se abordaron importantes aspectos a tener en cuenta en nuestro país.
En primer lugar, vale rescatar algunos conceptos fundamentales que relataron los expositores transandinos en relación a este sistema: Chille lleva 30 años aplicándolo con una inversión total de 28 mil millones de dólares. Para que esto fuera posible, se requirió al Congreso un marco legal que al día de la fecha lleva cuatro modificaciones y que precisamente tuvo éxito por cuanto no es una política de un gobierno sino una política de estado que requiere la continuidad en el tiempo de ministros, y de profesionales de carrera en el Estado. Además, debe ser un Estado fuerte, eficiente, que proyecte, monitoreé y fiscalice todo el proceso, porque el privado no es el dueño de la obra, el dueño es el Estado que delega en la concesión.
Asimismo, la obra por este sistema es complementaria de otras que sigue realizando el Estado, permitiéndole destinar mayores recursos a obras secundarias como caminos rurales y obras de saneamiento. Esa sinergia público-privada redunda en beneficios para la sociedad y en mejoras de las condiciones de vida.
Otro dato de la experiencia chilena a tener en cuenta es que el resultado de ejecución por esta iniciativa se distribuye en: autopistas en un 78%, aeropuertos un 8%, hospitales y cárceles 7% y embalses 3%. La extensión de nuestro país y la necesidad de conectividad federal -máxime con la falta de un sistema ferroviario ágil y moderno- hace de las autopistas una prioridad absoluta. Baja en los costos logísticos, seguridad vial, mayor integración y desarrollo regional son algunas de las ventajas de contar con rutas acordes al siglo XXI, y este sistema puede ser una oportunidad para alcanzarlo.
Por otro lado, y siguiendo con lo realizado en la República de Chile, el porcentaje de obras por el sistema público-privado es del 25% al 50%, dependiendo la época y la circunstancia, y el tradicional oscila entre el 50% y el 75%. Siempre la presencia del Estado es fundamental, pero también lo es el complemento y participación del sector privado.
Algunas conclusiones respecto de la experiencia con este tipo de iniciativa es que se requiere de dos pilares fundamentales: seguridad jurídica y estabilidad económica. Ambas condiciones debemos cumplir previamente para que funcione en nuestro país.
La estabilidad económica es esencial porque el riesgo país define las condiciones de financiamiento a las que puede acceder el oferente y materializar así un tipo de obra, pues los costos financieros influyen en el precio del privado que lo debe incluir necesariamente en la oferta. Si nosotros como Estado hoy no logramos financiamiento privado, menos aún lo harán los privados que tienen que contratar con el Estado. Debemos alcanzar rápidamente la estabilidad económica y en simultáneo poner énfasis en la seguridad jurídica, y la actual paralización de las obras complica fuertemente esta condición. Seguramente, muchas de las empresas contratistas que participarán en este eventual sistema público-privado son las que no tienen claro cómo se respetarán en el futuro sus contratos si hoy no se hace.
El desafío es grande, y debe quedar claro que el Estado no puede desentenderse de la obra pública porque es un servicio más como lo es la electricidad y el agua: sin caminos no hay progreso ni desarrollo posible. Retomo el concepto inicial y cierro con él, la infraestructura es la causa y no la consecuencia del desarrollo y es el Estado quien debe motorizar todas las condiciones para poner la obra en movimiento.
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