
Tras la invasión rusa de Crimea en 2014, el Kremlin sospecha de los vínculos político, económico y militar de Ucrania con Europa y EEUU, y ambos representan una amenaza a su esfera de influencia. Rusia advirtió una y otra vez a Kiev se abstuviera de ingresar a la Alianza Atlántica. Pero el canciller ucraniano, Dimytro Kuleba, sostiene que su país nunca negociará su integridad territorial, tampoco cedería terreno a los separatistas pro-rusos en el este del país -promueven la independencia de la región de Donbass y son apoyados por Moscú- y menos permitirá la injerencia extranjera. Manifestó abiertamente el interés de ingresar a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y, ante el incesante estacionamiento de tropas en su frontera desde hace meses, acusó a Moscú de violar los documentos de Viena, texto de la Organización de Seguridad y Cooperación Europea (OSCE) que prevé medidas de transparencia entre las fuerzas armadas de los países signatarios. El despliegue militar alcanzaría a no menos de 150.000 efectivos del Ejército, pertenecientes a los distritos Centro y Sur. La movilización involucra unidades blindad y de infantería motorizada, fuerzas especiales y sistemas de defensa, además de capacidades aéreas y navales.
Una invasión rusa a Ucrania era una hipótesis “probable” de la OTAN. Su implementación suponía una violación de la Carta de la Organización de Naciones Unidas (ONU) y una abierta amenaza a los miembros europeos de la Alianza. De allí la concentración en el tiempo de tropas de la OTAN -cuya finalidad es reforzar la seguridad y tener lazos con países de Europa Central y del Este- en todos los países aliados del Este europeo desde hace meses.
El presidente ruso Vladimir Putin y el canciller Sergei Lavrov siempre rechazaron las acusaciones de la OTAN. Y a la sombra de extensión de la Alianza hacia el Este de Europa, Rusia le sumó otras exigencias: retiro de las Armas de Destrucción Masiva (ADM) emplazadas en Europa -y cercanas a Rusia-, repliegue las fuerzas aliadas de la OTAN y anulación del ingreso de miembros a la OTAN con fecha retroactiva a 1997. El hastío del Kremlin que aceleró la movida rusa sobre Ucrania tiene varias explicaciones: el creciente despliegue militar que EEUU y la OTAN en Europa del Este -algo que Rusia rechaza- desde hace tiempo; el hecho de que en 2021 Ucrania cerrara varias señales de televisión “pro rusas” – 3 de ellas de Viktor Medvedchuk, un estrecho amigo de Putin y el encarcelamiento de éste-; el retroceso de Kiev en la mesa de negociaciones en torno a cuestión del este de Ucrania; la profundización de una campaña de “des-rusificación” por parte del Parlamento ucraniano a partir de legislación diversa; la identificación de gran parte de la población ucraniana con Europa y sus valores; la venta de drones BayraktarTB2 por parte de Turquía -aliado de la OTAN y estrecho amigo de Rusia- a Ucrania que pudieran generar ventaja estratégica; la incursión de la Fragata HMS Defender británica en el Mar Negro y la ayuda militar del Reino Unido a Ucrania por 1,7 millones de libras y de EEUU por más de U$S 2.000 millones, además de la transferencia de misiles antitanque guiados Javelin.
Ahora bien, ¿por qué Rusia lanzó ahora su ofensiva militar? Tomando en cuenta que el avance de la de la OTAN en el Este de Europa y las tensiones con Ucrania representan una amenaza a la seguridad nacional, Moscú vislumbró las siguientes razones: la permanente disputa territorial con su vecino por espacios contiguos presentaba una oportunidad accesible para conquistar sus reclamos territoriales; desde 2014 que Moscú “revisa” su frontera con Ucrania y busca expandir sus límites territoriales; también observó una obvia debilidad en la frontera ucraniana del Este y, por ende, vislumbró la probabilidad de ejecutar una operación militar que le permitiera “golpear primero” a sabiendas de la superioridad militar; estimó que una victoria militar debía ser la clave previo a sentarse a negociar con Occidente –o al menos que sirviera para “presionar” a la OTAN-; si bien los rusos vienen realizando maniobras militares y desplegando tropas desde inicios de 2021, el Kremlin nunca dudó en su objetivo último: mantener el status quo, o sea, defender un punto “clave” que marca a fuego los límites del avance de la OTAN y la UE: Ucrania. También, es verdad que mantuvo en secreto sus intenciones militares negándolas hasta el final. Y un último detalle: las FF.AA rusas se adiestran permanentemente, vienen modernizando sus capacidades y medios ofensivos y defensivos, y con ello lograron campañas militares exitosas en varias oportunidades: Georgia 2008, Ucrania 2014 –Crimea- y Siria 2015. Esta vuelta no debería ser una excepción.
Rusia comenzó a bombardear y a invadir Ucrania el 24 de febrero a partir de una estrategia con objetivos limitados. La “operación militar especial” busca como estrategia general mantener a Ucrania dentro de su “zona esfera de influencia” y “marcar la cancha” a la OTAN. Como objetivo operacional se empeña en tomar posesión definitiva de las repúblicas separatistas de Lugansk y Donetsk en el Este del país, además de avanzar e invadir la segunda ciudad más importante de Ucrania, Kharkiv principalmente. Por otro lado, el Ejército aprovechó las maniobras anuales con Bielorrusia - sistemas de defensa aérea Buk-M2, S-400 y Pantsir-S, sistemas de lanzamiento múltiple de cohetes BM-27 Uragan y de armas ofensivas estratégicas de corto alcance Iskander-M – para reforzar la “operación Ucrania” desde el Norte y lanzarse sobre la capital, Kiev, un objetivo simbólico y no menos significativo de las intenciones rusas, junto a las ciudades de Chernikiv y Zhitomir, a donde se llevan a cabo intensos combates. Chernobyl es otro punto estratégico ya tomado y anticipa el objetivo ruso de tomar enclaves donde haya infraestructura crítica del país, como la energía y aeropuertos. Pero también el Ejército se posiciona por el flanco Sur del país, en la estratégica ciudad de Mariupol y en Berdyansk, ambas lindante al Mar de Azov; la posesión de Kherson, Melitopol y Zaporizhzhia le permitiría despejar el terreno para facilitar un corredor logístico que conecte el Este y Suroeste de Ucrania, además de abonar el terreno para lograr profundidad estratégica suficiente y converger hacia el Centro del país y posiblemente al Oeste. En ese mismo flanco Sur, la Marina Rusa intensificó su actividad en los Mares Mediterráneo y Azov y mantiene alistadas a las fuerzas ubicadas en Sebastopol -Crimea- y en de la Flota del Mar Negro -cuenta con los submarinos diésel dotados de misiles crucero Kalibr -, a instancias de unidades de desembarco provenientes de la Flota del Norte y del Báltico. Allí se busca un doble objetivo: inhibir el tráfico desde y hacia de puertos claves para las exportaciones ucranianas –regular y dominar el tráfico marítimo desde y hacia el Mar de Azov, a través del estrecho de Kerch- y establecer un cerrojo al puerto de Odessa, clausurando el acceso al Mar Mediterráneo; al mismo tiempo, erigir una plataforma de desembarco por el Sur. Entonces, frente a esta estrategia de “pinzas” por los tres puntos cardinales, el objetivo de máxima de las FF.AA rusas podría ser reafirmar la presencia siempre en el Este a través de una campaña terrestre, naval y de bombardeo aéreo masivo que permita aislar a las principales ciudades y forzar una rendición de los ucranianos. Ocupar definitivamente todo el país sería trabajoso y muy peligroso.
Hasta antes que se produjera la invasión, en el plano diplomático Rusia negociaba con EE.UU, Francia y Alemania una desescalada militar en Europa del Este; el presidente francés, Emmanuel Macron, en su carácter de presidente pro témpore de la Unión Europea (UE) nunca dejó de dialogar con su par ucraniano, Volodomir Zelenski y el nuevo primer ministro alemán, Olaf Scholz, hizo lo propio con presidente de EE.UU, Joe Biden. Zelenski indicó su voluntad de participar de una conferencia internacional con la OSCE y la UE para desactivar la actual crisis. O sea, un manto de optimismo volaba por el horizonte a pesar de que las operaciones militares rusas y ucranianas están en marcha.
Pero tras la invasión los presidentes de EE.UU, Alemania, de Francia y la Organización de Seguridad y Cooperación Económica (OSCE) rechazaron la misma. Hoy Europa y EE.UU empeñan sanciones diplomáticas y económicas de todo tipo que buscan disuadir a Rusia: imposibilidad del tesoro ruso de financiarse en el mercado internacional; suspensión de las actividades bancarias de parte de entidades financieras rusas; cepo a las reservas del Banco Central ruso; congelamiento de activos financieros en el extranjero de funcionarios rusos; interrupción del envío de gas a Alemania a través del nuevo gasoducto NordStream 2; cierre del espacio aéreo europeo a la actividad aerocomercial rusa; censura a los principales medios estatales rusos; financiamiento para la compra y entrega de armas a un país bajo ataque –Ucrania-; aplicación por parte de todos los países del Grupo de los 7 (G-7) de la Sociedad para una Red Mundial de Telecomunicaciones Interbancarias Financieras (SWIFT, en inglés) a bancos rusos; restricción del paso de buques de guerra rusos del el Mar Mediterráneo al Negro; desafectación de equipos rusos de fútbol de la Federación Internacional de Fútbol Asociado (FIFA, en inglés) y la Liga Europea de Fútbol Asociado (UEFA, en inglés), prohibir a deportistas rusos participar en las competencias del Comité Olímpico Internacional, así como el reciente anuncio de empresas para desinvertir en empresas rusas, entre las más importantes. Las ventas de gas y petróleo quedan, por ahora, quedan en suspenso.
Por el lado Occidental, el peso específico con que cuentan la OTAN, la UE y la OSCE son la presión diplomática y la superioridad política, militar y económica frente a los rusos. En tanto que el Kremlin, deja entrever, primero, su condición de potencia militar –también nuclear- y su capacidad de “chantajear” a Europa y EE.UU, obligándolos a sentarse a la mesa de negociaciones y discutir una seguridad ampliada en Europa del Este, hoy en pausa. También la capacidad de mover el tablero del orden internacional. De hecho, Moscú vetó la declaración del Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones unidas (ONU) que condena la invasión. De allí que Rusia manipula la presión sobre Ucrania y busca ganar tiempo para alcanzar el verdadero problema en ciernes: poner cuanto antes un freno a la OTAN.
Claro que también hay un componente clave en esta historia: la política ucraniana, ámbito donde operan factores de disrupción, a saber, una lucha por el poder entre sectores nacionalistas, centristas y pro-rusos que en los últimos años que en nada contribuyeron -y menos hoy- a buscar un equilibrio entre las amenazas de Rusia y la tentación que ofrece Occidente –ej., la posible adhesión a la OTAN o la pertenencia a la UE-. El problema del maniqueísmo ucraniano extremo, dotado de un marcado agrietamiento político en el país desembocó en presidentes pro-occidentales – Víktor Yuschenko y Zelenski - y pro-rusos –Leonid Kuchma y Viktor Yanucovych-, todos condicionados por las fuerzas de diverso tinte ideológico en el Parlamento que impidieron confraternizar posiciones y expulsar la presunción de enemistad que el país mantiene en el centro de Europa, entre Rusia y la OTAN. También hay que destacar que la extensión de la OTAN hacia el Centro y Este de Europa, proceso comenzado en 1999, tampoco fue consciente de las consecuencias que significaba acercarse a la frontera con Rusia.
Unas semanas previas a la invasión rusa se pensaba que una estrategia de “maximización” y/o de “jinete solitario” de las partes involucradas conduciría inevitablemente a la guerra. En dicho escenario “todos pierden”, admitía el propio presidente ruso- siendo que si Ucrania o Rusia realizaban el primer disparo sin duda abrirían paso a una guerra. Rusia adoptó esta estrategia y se “cortó” sola, y las consecuencias están a la vista: acaba de azuzar el tan temido “dilema de seguridad”, en donde el aumento de seguridad de uno es visto por otro como una provocación, lo que inevitablemente aumenta la desconfianza y la toma de mayores recaudos por parte de ambos -o sea que las partes se sigan pertrechando y aumenten su seguridad en el futuro-. Un ejemplo de esto: en una decisión histórica y, frente a la amenaza rusa, Alemania anunció el incremento de su presupuesto militar a casi el doble del actual y autorizó la exportación de armas. Los países aliados de la OTAN que están en el Este de Europa saben a lo que se exponen en estos momentos: en primer lugar, Estonia y Letonia limitan con Rusia –y Letonia es fronterizo con el aliado ruso Bielorrusia-; Lituania y Polonia lo hacen con el enclave ruso de Kaliningrado –sede de la Flota del Mar Báltico- y también con Bielorrusia; Polonia, al igual que a Eslovaquia, Hungría y Rumania, limita con Ucrania; y finalmente Bulgaria –que, al igual que Rumania- bordea el Mar Negro. Algunos países “no aliados” –Suecia y Finlandia- están peligro porque Putin los amenazó directamente. Todos reúnen una característica común frente a este panorama: sucumben o temen a la intencionalidad rusa; y viceversa, Rusia también teme a todos ellos porque son países OTAN y a los que “podrían serlo”. Esta historia es similar a la vivida en la “guerra fría” y su solución fue una “óptima” seguridad para todos, permaneciendo en un “empate estratégico” y en una construcción de una distensión progresiva. ¿El resultado? En aquel entonces se evitó la conflagración nuclear.
Pero a diferencia del pasado, hoy contamos con algunos agregados más complejos: los actores involucrados están sumergidos en una importante interdependencia económica que, de llegar a resquebrajarse operaría consecuencias nefastas sobre el comercio exterior –restricción de la oferta gas, de petróleo, etc.- las finanzas internacionales, y el transporte de mercaderías logístico, marítimo y aéreo, entre otros-. Bastantes problemas carga el comercio exterior internacional con las restricciones auto-infligidas durante el cierre de la economía mundial en 2020 -y parte del 2021- a causa de la epidemia del coronavirus (SARS CoV-2) como para sumar más. El 40% de gas natural que necesita Europa es provisto por Rusia, la mayoría lo hace a través de gasoductos que cruzan Bielorrusia y Polonia. Rusia tiene una de las reservas más grandes del mundo de gas. La incógnita es el gas ruso exportado directamente a Alemania – más del 60% de lo que consume el país- a través de NordStream 1. El segundo ducto alemán -NordStream 2-, posee una capacidad imponente de suministro de gas que, de no mediar este conflicto, le aseguraría más ventas a la estatal rusa Gazprom –e ingresos por impuestos al Tesoro de Moscú-, algo indispensable para Alemania que abandonó el uso de la energía nuclear. Una curiosidad: cuando en 2006 Rusia dejó de bombear gas a Europa a través de Ucrania en pleno invierno, rápidamente intervinieron la OTAN y la UE para solucionar un conflicto comercial entre Rusia y Ucrania que había puesto en vilo a la economía europea. Respecto del petróleo, Europa en su conjunto consume alrededor del 25% del crudo exportado por Rusia -2º exportador mundial-. Igualmente, las exportaciones energéticas -más del 30% del PBI- son importantes para el Kremlin teniendo en cuenta que representan el 60% las exportaciones totales. Ni hablar de una posible disrupción que podría producirse en el Mar Negro, poniendo en peligro el tráfico de comercio. De allí la sensibilidad que la cuestión energética tiene para Europa y Rusia ya sea por sanciones aplicadas por los europeos o la interrupción del envío de energía por parte de Rusia, sería un problema económico serio. Cabe agregar, que esto no sólo es un problema para Rusia, lo es para toda la comunidad internacional que convive en un sistema de comercio donde, cualquier disrupción tiene repercusiones ampliadas que incluso vulneran a las economías.
Entonces, ¿qué escenario podríamos esperar en el plano estratégico-militar? Así como están las cosas, la concentración de tropas tanto de la OTAN como de Rusia en Europa del Este, constituye un verdadero peligro que podría prolongar la escalada militar o un estado de crisis en el tiempo. Originariamente, el Kremlin se propuso una invasión de mediano alcance, rápida y ágil, usando una metodología más determinante que la empleada en Georgia en 2008 o en Crimea. Esto es, una guerra aérea con bombardeos y cohetería; ataques al espectro radioeléctrico a través de ciberataques, guerra electrónica para anular las comunicaciones militares ucranianas, acción psicológica y campaña de desinformación destinadas a desestabilizar a la sociedad y sus instituciones –sembrar el pánico y el descontento entre la población-, además de combate urbano, y bloqueo naval. Las maniobras militares prevén un repliegue en el menor plazo posible, evitando quedar presas del armamento de la OTAN en Ucrania.
Rusia descuenta que para alcanzar un éxito necesita llevar a cabo una campaña militar contundente, rápida y cuente con el apoyo de un logístico y de suministro sostenido en el tiempo, indispensable para controlar el territorio –o parte del mismo-, someter a al enemigo y pasar a las negociaciones solicitadas por Kiev. La hipótesis de conflicto y de guerra en Ucrania no es algo nuevo. Los ejercicios militares anuales Kavkaz 2020 y Zapad 2021 desarrollados por los Distritos militares rusos Sur y Occidental de las FF.AA rusas dan cuenta de ello.
Pero basta que la campaña militar quede expuesta a la resistencia de un pueblo ucraniano aguerrido, capaz de complicar el sitio de ciudades e impedir en asentamiento de la cadena logística y de suministros del ejército agresor. Ucrania ya infligió numerosas bajas a los rusos, motivo por el cual Moscú ha tenido que recurrir a tropas adicionales –algo que seguramente Rusia tenía previsto-. La superioridad rusa en el plano terrestre es evidente a pesar de las bajas y daños ocasionados a blindados, piezas de artillería, baterías tanques y transportes, además de helicópteros y otros medios propios. A la supuesta superioridad aérea rusa se le opone una a defensa ucraniana provista de misiles estadounidenses antitanque Javelín y antiaéreos Stinger tierra-aire, capaz de anular los bombardeos y la avanzada de blindados, además de la cohetería y lanzagranadas occidentales; sin contar que el Ejército ruso se ha adentrado en una guerra urbana y que podría enfrentar a un enemigo “irregular” –compuestos por población civil recientemente enrolada en el Ejército con cierto grado de adiestramiento-. Cabe recordar el alto costo que las milicias chechenas infligieron a los rusos a finales de los años 90´, siendo aquellas un rival corajudo, que vivía en una geografía poco amigable para cualquier foráneo, y empleaba elementos rudimentarios para pelear, además de contar con un sentimiento nacional muy arraigado. ¿Podrá repetirse ese escenario en Ucrania?
Las FF.AA rusas, a pesar de alguna resistencia, redoblarán su esfuerzo militar y hará sentir el peso de una operación de bombardeo de ciudades, la toma de infraestructura crítica –aeropuertos, centrales nucleares, etc.- y la ocupación masiva vía terrestre. O Rusia domina rápidamente la situación –y se evitan más muertes y destrucción- y pone punto final a este problema, o el conflicto se prolonga en el tiempo produciendo consecuencias militares y económicas negativas no sólo para ella sino para todos. Lo primero, más allá de frenar la invasión a Ucrania, también le evitaría al Kremlin sumar mayores costos y tener que enfrentar a un segundo enemigo: las sanciones, que empiezan a hacerse sentir y que prometen demoledoras consecuencias económicas para Moscú. Y también le evitarían tener que enfrentarse a un tercero: la OTAN, de quien Putin admitió superioridad militar y reconoce como un límite.
Pero para que finalice este conflicto –ya generó cientos de muertos además de heridos, produjo también bajas del lado ruso, desplazamientos que sobrepasaron las 600.000 personas- se esperan negociaciones largas, al menos hasta que las partes puedan materializar lo acordado con resultados parciales satisfactorios para todos. Aun así, Rusia dejará estacionadas un número elevado de tropas en la frontera con Bielorrusia y Ucrania y no retirará su ayuda a los separatistas de la región separatista del Donbass. Menos aún, abandonará Crimea. Ocurre que, la “invasión” o la “operación militar especial” es una suerte de “soporte de coerción” a la hora de apoyar las negociaciones diplomáticas; lo mismo ocurrirá con la intensa actividad naval en el Mar Negro. Es decir, “ganar tiempo” y mantener una formidable presión militar.
A tono con esto, la administración Putin no claudicará en el control de su “zona de influencia”, lo que incluye Ucrania. En respuesta, la OTAN aumentará el nivel de asistencia y redespliegue en los miembros de Europa del Este, con tropas aerotransportadas, fuerzas de despliegue rápido, artillería pesada, blindados, misiles de corto y medio alcance, aviones de combate, ciberataques, además de un despliegue descomunal en el Mar Mediterráneo. En definitiva, la Alianza mantendrá un intenso alistamiento de toda la estructura del Comando Supremo Aliado en Europa y de la Fuerza la Naval en el Mar Mediterráneo, en particular.
Entonces, ¿se prevé una nueva guerra fría? El “conflicto armado con Ucrania” culminará cuando este o los futuros gobiernos ucranianos dejen de provocar a Rusia pero al mismo tiempo se les permita mantener relaciones con Occidente; segundo, cuando EE.UU -y la OTAN- y Rusia logren una hoja de ruta de entendimiento sobre reducción de armas balísticas. En lo que respecta al pedido ruso de retrotraer la extensión de la OTAN, como están las cosas hoy, Moscú no se saldrá con la suya: los aliados ingresados hace años no abandonarán la Alianza; en lo que sí puede haber concesión es en que Ucrania u otro país de la periferia rusa no ingresen a la Alianza Atlántica. Esto ayudaría a descomprimir la presunción de enemistad rusa y de la OTAN. Es necesario que ambos bandos piensen cómo trabajar el “dilema de seguridad” instaurado, el cual debe ser desterrado de inmediato a instancias de una “quirúrgica” política de coordinación y de una cooperación tales que permitan a las partes, primero, desescalar, y luego ponerse de acuerdo en nuevas reglas de juego. Pero incluiría otorgar margen de maniobra diplomática y tender puentes con Moscú para propiciar el repliegue militar del territorio ucraniano, permitiendo un sendero y reeditar la tan mentada seguridad en Europa. El alicaído Consejo Rusia-OTAN de los años 90´ podría ser de utilidad. Esto es algo que beneficiaría a todos.
Finalmente, y como idea estructural para entender el conflicto, tenemos la siguiente conclusión: las potencias, naturalmente detentan poder incremental. Pero cuando buscan dominar más allá de lo permitido, o sea cuando “van por todo”, las limitaciones estructurales siempre se encargan de poner límites rápidamente: en este caso, un contra-balance clásico de parte de la OTAN contra Rusia –tal cual ocurre hoy-. A lo sumo las potencias podrían aspirar a dominios más focalizados en una región, en este caso que Rusia siga siendo quien tenga mayor injerencia en su periferia o su “extranjero cercano”, lindante con Europa del Este, en la Trans-Caucasia y hasta en Asia Central; lo mismo para la OTAN, su esfera de natural influencia es Europa. La presunción de enemistad por parte de los estados es algo latente en las relaciones internacionales, en tanto aquellos se desempeñan en un sisma de “auto-ayuda” –un “sálvese quien pueda”; cada uno tiene una conducta racional y busca maximizar sus beneficios en pos de alcanzar sus intereses. A veces ocurre que por más cooperación que haya, siempre un actor verá al otro a través de un prisma de desconfianza, que tarde o temprano ello podría significarle un peligro y una amenaza, desembocando en una pérdida relativa poder que lo deje vulnerable. No está demás pensar en las percepciones que uno u otro estado tiene una construcción cultural e identidad determinada y distinta, opera sobre los intereses. Esto le asiste a la OTAN, a Ucrania y a Rusia. Frente a los que se presume irreconciliable, el punto de partida -difícil de por sí- pasaría por cómo los estados construyen la noción de “orden internacional”, con reglas básicas de juego, pero también con reaseguros capaces de mitigar –no de erradicar- tanto la incertidumbre como la anarquía.
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