Simulador de vuelo parte 1: la anécdota de un bostezo para desaprender lo aprendido para volverlo a aprender

Las instituciones como concepto podríamos decir que son como un simulador de vuelo. Y en el colegio nos formatean para pensar de ese modo: mal o bien, bueno o malo, aprobado o desaprobado. Un un sistema binario que deja afuera los millones

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La anécdota de un bostezo en la escuela primaria y qué pasó muchos años después frente a una profesora de canto (iStock/Getty)
La anécdota de un bostezo en la escuela primaria y qué pasó muchos años después frente a una profesora de canto (iStock/Getty)

Cuando estaba en tercer grado del primario una profesora me sacó del aula por bostezar. Así como leen, por bostezar. Tenía ocho años y estaba en el primer bloque de un día escolar que terminaría a las cuatro y veinte. Estaba sentada junto con otres compañeres observando al frente (como debía) y escuchando, o al menos percibiendo porque... qué se puede pedir de une niñe a las ocho de la mañana, ¿no? En fin, estaba escuchando su clase sobre “La cultura e historia egipcia”, cuando de pronto, un imprevisto: me dan ganas de bostezar. Lamentablemente (o no) a mis ocho años no tenía la viveza o percepción de mis veintidós y permití sin ningún escrúpulo que ese maldito bostezo saliera de mí.

Esta pequeña anécdota es solo una excusa para reflejar lo mal educades que hemos sido en términos de qué está mal y qué está bien. Sobre todo, porque estamos formateades para pensar de ese modo: mal o bien, bueno o malo, aprobado o desaprobado.

Nos conformamos (o nos conformaron) con un sistema binario que deja afuera los millones, infinitos grises que existen en cada uno de nosotros.

Las instituciones como concepto podríamos decir que son como un simulador de vuelo.

Pensemos ahora en la escuela; un claro simulacro de lo que se supone que es la vida y de cómo deberíamos manejarnos en ella. Cuando en verdad no se parecen en nada… En la escuela nos subimos todes al mismo avión para ir a un mismo destino, llevades por las mismas personas dirigiendo el volante. Un volante que te pone notas, entendiendo por el 10 que sos lo más y por un 1 que sos lo menos... El colegio califica si somos aptes o no para cada materia (¡las cuales supuestamente nos preparan para la vida!). Si somos aptes bien, ¡zafamos!, pero si no lo somos… ¡Agarrate Catalina! A abrocharnos bien los cinturones porque es probable que nos estrellemos: algún castigo vendrá.

Ojalá en la vida tuviésemos siempre a une docente allanándonos el camino, ojalá fuese solo un tema de números, de si hacés el trabajo práctico con Manuelito o con Manuelita. Nos simulan una vida que en verdad no existe, nos preparan para algo que será de otro modo. Y ahí, en la vida misma, no se trata de aprobar o desaprobar, de blanco o negro. La realidad es otro cantar… ahí están los grises.

Castigan nuestros errores como si de ellos no aprendiéramos, como si equivocarse no fuera parte del aprendizaje. En muchas oportunidades, somos excluides y juzgades por elegir un camino diferente, porque a veces el error es tan solo eso: un camino diferente. Incluso así sea un error en sí mismo, la pregunta es: ¿Cuál es el problema de no saber? ¿Acaso hay que saberlo todo? ¿Acaso todes tenemos que saber lo mismo? Ah… Y si no sabemos nos re-prueban.

En la escuela, en la calle, en las casas, hasta en una cita somos rechazades por no saber, por no entender, por pensar distinto, por no estar de acuerdo, por no querer hacer algo o por querer hacer algo que otres no harían.

En tercer año del secundario, la coordinadora nos retó a mis amigas y a mí por estar vestidas con calzas. Recuerdo que uno de los tutores nos llamó alarmado y nos indicó que nos acercáramos a la oficina de la coordinadora porque “estábamos en problemas”. Nunca, pero nunca me voy a olvidar lo que nos dijo esa mujer: “¿Qué se piensan? ¿Qué están en el boliche? No pueden venir en calzas al colegio porque es provocativo para sus compañeros”.

Sí, gente, el problema era nuestra vestimenta, con esos conceptos hemos crecido.

¡Qué peligro, por Dior! Nos aprueba y desaprueba un sistema arcaico-patriarcal que ya queda antiguo. Estoy segura de que las nuevas generaciones no nos creerían si les dijéramos que crecimos en un sistema que le exigía a las alumnas que se vistieran de tal o cual forma en pos de lo que al compañero varón le convenía. Un sistema que censuraba la libertad de los cuerpos por el falo indomable, que permitía el bullying y la vulneración de los derechos por elecciones sexuales y estéticas.

¡Es muy difícil empatizar con ese sistema! Y más lo es pedirle a les niñes y chiques que empaticen con un sistema que lo que principalmente le exige a les alumnnes es una absorción enciclopédica de contenidos varios y por varios me refiero a varios-varios.

Para ese criterio enciclopedista, es más importante saber la raíz cuadrada de don mindongo que enseñarle a los varones que siempre deben ponerse el forro, que explicarle a las mujeres que masturbarse no es un pecado, que enseñarle a les niñes a construir paciencia, a cultivar amorosidad y empatía.

Yo nunca tuve educación sexual en el colegio. Ni en la primaria ni en el secundario. Lo único “parecido” a una clase de ESI que tuve fue la explicación breve de un profesor que nos mostró cómo se ponía una media en una banana. Triste, muy triste.

Nosotres mismes hemos tenido que desaprender lo aprendido para empezar de cero. Para construir conceptos como la sororidad, el goce, el amor libre o el amor propio. Hemos tenido que destejer el enorme tejido para convencernos de que somos mucho más que las notas que nos ponían en el colegio y que lo que decían les demás de nosotres.

Nos han domado con reglas, muchas que deben cambiarse urgente. Han adiestrado nuestras voces para que se callen ante el desacuerdo, para pensar que tener sueño estaba mal, que estar aburride estaba mal, que preferir otra cosa estaba mal. Mal mal mal. Bien bien bien. Qué sorpresa... ¡Binarismos otra vez!

Mi profesora de canto, Marcela Grois, mezcla técnicas vocales con conceptos médicos y eutonía. Recuerdo que en una clase, luego de vocalizar un largo rato, sentí unas intensas ganas de bostezar. Estaba claro que era algo que no debía hacer, por lo que tapé mi boca e intenté disimular lo más que pude el bostezo. Mi profesora identificó la situación y me preguntó “¿Qué hacés?”. Yo, compungida y avergonzada le pedí disculpas y ella se mostró completamente sorprendida. “Zoe, bostezá tranquila. No lo reprimas. Es necesario para poder renovar el aire” y empezó a bostezar y hacer ruidos con la boca abierta como de “liberación”.

De un momento a otro, algo tan simple como el bostezo se me había resignificado al punto de verlo como algo bueno, buenísimo. En las clases siguientes me explicó qué sucede físicamente cuando bostezamos y entonces comprendí que bostezar no solo era una liberación para el alma, sino también, una liberación de las tensiones y que eso nos relaja las fibras musculares. A partir de ese día, hay un momento de la clase que usamos solo para bostezar y desperezarnos.

Muchas veces nos preguntan qué le diríamos a nuestro “yo” del pasado. En mi caso le diría que sea libre en todos sus grosores. Con el pelo que quiera, con la ropa que quiera, con el talle que quiera. Que rompa a pedazos cada etiqueta que le pongan porque vinimos al mundo a transformarnos y para eso hay que equivocarse infinitas veces. Que para ser hay mil y una posibilidades. Y que reinventarse es un derecho que todes merecemos.

Ah, y que bostece cuantas veces quiera.

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