
Se habla mucho de lo que pasará después de la cuarentena, cuando la peste esté, si no archivada, por lo menos domesticada. Entonces algunos imaginan cómo será el nuevo mundo, qué no haremos ya de la misma manera y qué cambiaremos para siempre. “No volveremos a ser los mismos”, sintetizó un reconocido pensador interpretando a muchos de sus pares de otras latitudes. Y enumeró después todas las transformaciones que en su opinión son irreversibles por obra del miedo que se cierne sobre la existencia individual y colectiva.
La naturaleza, como ya sabemos, se apega a las costumbres. Para que una cosa realmente cambie tiene que haber algo que la empuje con una fuerza fenomenal e incluso así los pasos no pueden ignorar los mecanismos evolutivos que, vistos con ojos humanos, respetan la gradualidad como ley suprema.
¿El miedo que atraviesa la existencia individual y colectiva puede ser ese impulso que la obligue a cambiar? ¿Puede realmente producir efectos duraderos en el comportamiento de las personas? ¿Esas mismas personas sacudidas por la primera pandemia global de la historia, que ni siquiera se puede comparar con la segunda guerra mundial en extensión y capilaridad? “¿Es posible que a pesar de las invenciones y progresos, a pesar de la cultura, la religión y el conocimiento del universo, hayamos permanecido en la superficie de la vida?”, se preguntaba, hace más de un siglo, el escritor austríaco Rainer Maria Rilke en medio de otra pandemia que azotaba Europa (Cartas a un joven poeta).
El miedo pasa, la amenaza contra la vida, tal como la conocemos, pasará junto con él y el péndulo volverá a su lugar, terminando su oscilación cerca, muy cerca del punto donde había empezado.
Mientras leía la autorizada opinión que nos imagina distintos en el futuro, pensaba en los ejemplos de entrega que he podido ver en estos días amenazantes, en la otra fuerza que he visto en acción en la villa y en los barrios populares de Argentina, la que impulsa a las personas a buscar el bien de los demás en un momento de conmoción general. En uno de los discursos de este tiempo, el Papa los llamó “los santos de la puerta de al lado” (Homilía del Jueves Santo, 9 de abril 2020).
Borges, el escritor argentino por excelencia, escribió que “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es” (Biografía de Tadeo Isidoro Cruz). En estos momentos en que peligra la propia seguridad, muchas personas humildes de las villas de Buenos Aires y sus alrededores están descubriendo quiénes son, están tomando conciencia de que son capaces de algo que supera y trasciende la lucha por la existencia que sostienen todos los días, están haciendo la experiencia de que entregarse por el bien del otro hace bien al otro y a uno mismo.
“Es un abrazo que puede darnos la alegría de pertenecer a una obra grande que nos incluya a todos”, decía al final de su vida otro escritor argentino, Ernesto Sábato, y agregaba: “Hay algo que no se equivoca y es la convicción de que solo los valores del espíritu pueden salvarnos de este terremoto que amenaza la condición humana” (La resistencia). Y Camus, el ateo Camus, observaba que “cuando se ha tenido la suerte de amar intensamente, se pasa uno la vida buscando nuevamente ese ardor y esa luz...” (El verano, Bodas). Señalaba, quizás sin proponérselo, un principio que perdura mucho más que el temor, que tarde o temprano vuelve a dejar el péndulo muy cerca del punto de partida: el amor.
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