
Aquí estamos, en la Argentina 2021, un país con un vacío casi sonoro de optimismo -nada-, crisis por horas, de una pobreza antigua y ahora aguda, tanto que se hace complicado jugar a un futuro mejor.
Corro a decir que la pandemia es el factor con mayor poder de aflicción, pero no es todo ni lo mismo. Escéptico, un número de habitantes se robustece en lo poco que hay para sostenerse: hacerse cada semana más fuerte en la idea de no creer en lo que dicen sus responsables, desde el poder hasta la anémica oposición.
Hay otros, y no pocos, que en cambio ajustan y pulen la convicción de que quien gana es el dueño de todo. La tentación totalitaria.
El coronavirus, pariente de la gripe tan familiar pero capaz de hacer perder vidas por su contagiosidad feroz, corre a la par junto a cifras, curvas, camas ocupadas que se repiten o se renuevan sin parar. La política, lejos de un hecho abominable, se transforma en carroñera y baja cuando la enfermedad se utiliza para subir y bajar el miedo. Una emoción muy eficaz para manejar la vida de la gente, en particular en un sitio que, como demuestra la historia, no puede contener ni impedir su autodestrucción.
Campo minado
Claro que a veces sucede algo que cambia parte de lo escrito arriba. Un giro, un click de naturaleza diferente que se convierte en la posibilidad de que además de autodestrucción haya un nervio doloroso que conduce a levantarse, a decir no. El decreto del Presidente en medio del río de la pandemia en ascenso y con mucha corriente que determina y ordena restricciones severas para el comercio, los bares, los restaurantes, las pymes en general -cuidado: no se niega la voluntad de contener la plaga, se verá-, se encontró con la voluntad lúcida de grupos de padres que fueron a la Justicia para que no echaran llaves a la escuela.
Es que el decreto, aún contra lo expresado antes de la firma por miembros del gabinete que sostuvieron la necesidad de preservar la presencialidad, abarca el AMBA, un invento dirigido a que la imposibilidad de cualquier gobernabilidad en muchos municipios del gran Buenos Aires -verdadera Gomorra y reino de lo ilegal y peligroso, abierto a “ferias” de kilómetros donde se vende comida sin control y trafica todo que existe-, contraste con lo que puede verse en la Ciudad.
Entonces se produjo la batalla judicial sobre la autonomía de la capital que solo la Corte puede resolver, la educación con alumnos y chicos presentes, la resonancia del país de Sarmiento, su sueño y avances formidables, de Belgrano y su esfuerzo sin descanso por conseguir una educación ancha y popular cuanto antes. Con educación remota, cuando seis de diez chicos son pobres, es un chiste del Guasón.
De modo que cerrar escuelas, con la presión de gremios innombrables, hizo entrar el decreto en campo minado. Se provocó el hecho que elevó a un país: ya no se trataba de la víscera más sensible, el bolsillo (Perón era capaz de ironía), sino de no dejarse arrebatar el porvenir.
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