
Si los seres más cercanos, cuando dejan este vida, producen un enorme vacío, imaginemos por un instante el que arrastran quienes dejan su huella intelectual y cívica en nuestros espíritus. Una Argentina como la de las dos últimas décadas, sin Álvaro Alsogaray, sin Germán Sopeña, sin Ezequiel Gallo, sin Pedro Benegas, sin Manolo Mora y Araujo, y a partir del viernes, sin Armando Ribas, pierde visión, lucidez, imaginación, calma pero sobre todo, audacia y originalidad para romper moldes, sin necesidad de violencia, con la sola actuación sustentada en el pensamiento, una alianza difícil de hallar en estos tiempos.
Gracias a Ribas con su hermoso libro Pensamientos para Pensar, descubrí como con nadie antes la verdad liberal sobre la última dictadura militar y su política económica mal llamada “neoliberal” por sus detractores. Su fórmula de “monetarismo cum estatismo”, que se repetiría brevemente con la Convertibilidad -aunque a Cavallo le cueste admitirlo- y con Macri, sin abrir la economía ni bajar el gasto público, es una explicación novedosa y a la vez, contundente sobre la resistencia de los gobiernos, aún los militares, a cambiar la historia de decadencia.
Nos deja su extraordinaria admiración por “el milagro argentino”: el haber roto las cadenas españolas, pero no sólo las militares, sino, como ningún otro país latinoamericano, las jurídicas y económicas, gracias a Alberdi, a quien adoraba, y Sarmiento, al que difundía como pocos. Porque para Armando, “América Latina sería libre cuando se libere de sus liberadores”, o sea, él creía básicamente en la libertad interna, no sólo la externa. No fue la lluvia la que condujo a la riqueza de la Pampa Gringa, sino las instituciones creadas por hombres en el siglo XIX.
Precisamente, en el plano exterior, reivindicó a Pinochet porque de modo elocuente evitó una “segunda Cuba” y, en ese orden, repetía con su sana y envidiada ironía, a quien quisiera escucharlo, que él volvería “a su patria natal, cuando desaparezcan los Castro, porque los tres no cabían en la misma isla”.
En esa materia, Ribas, como Kirkpatrick y Huntington, a diferencia de cierto idealismo liberal ingenuo, prefería en sociedades tradicionales y premodernas, a los dictadores que garantizaban antes que nada orden político, en lugar de las vanguardias comunistas o fanáticas musulmanas, que venían a secuestrar, perseguir, encarcelar, matar, con una crueldad que empequeñecía a aquellos tiranuelos. Lo mismo respecto a la paz mundial: contrariamente a los demócratas americanos, le gustaba enfatizar el papel del rule of law doméstico, como mejor antídoto para los imperialismos, de cualquier cuño.
Pero lo mejor y filosóficamente impecable de Armando, era su mirada respecto a la filosofía política. Gracias a él y Gallo, conocí la Ilustración Escocesa y los Federalist Papers, con sus aportes humanistas pero prácticos, sin abstracciones sobre los derechos humanos y la imperfección de los gobernantes. Como Burke, aborrecía a la cruel y absurda Revolución Francesa y sus hijos no deseados, el pensamiento de Hegel y Marx.
Porque para Ribas, Europa “conoció la democracia gracias a los tanques Sherman” pues el socialismo y el nacionalismo antiliberal son productos del racionalismo iluminista que creía ciegamente en la razón y negaba la pasión humana. Una era oscurantista que otra vez nos amenaza, tras la pandemia, agravada por un olvido creciente en Occidente de sus propios principios básicos, según escribía en su último artículo publicado en abril de este año.
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