¡Un poco de libertad por favor! No más falsos dilemas

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Cuando nuestra sociedad logre superar los desafíos que, en términos de salud pública, nos ha generado el Covid-19, tras su paso éste habrá dejado en ruinas a una parte sustancial de nuestra economía.

La cuarentena arrancó como una gesta nacional, pero con el correr de los días sufrió una transformación kafkiana, por sus daños colaterales, como el grave deterioro económico. A la vez que el pico de contagios se iba corriendo en el tiempo, el agobio económico, en especial de los más vulnerables, comenzó a crecer como un tsunami que arrasa con todo a su paso.

La cadena de pagos se encuentra quebrada, con millones de cheques rechazados. Nuestros tribunales tienen fundada sospecha de una muy previsible catarata de pedidos de quiebras y ejecuciones patrimoniales a lo largo y a la ancho de nuestra nación.

La cuarentena (que son cuarenta días y no ochenta) ya fue un éxito. El sistema de salud hoy está preparado. La prolongación sine die del aislamiento reinstaló la ya trágica grieta ideológica de nuestra nación. Sin información clara de cuándo recuperaremos nuestras libertades, las consecuencias son más que evidentes.

Como siempre, el ingenio argentino le buscó la vuelta al encierro y la cuarentena “blue” posibilitó cierto tipo de salidas que ayudaron a flexibilizar; lo que nuestros gobernantes no quisieron hacer.

En los días previos a adentrarnos en el “pico” de la pandemia, como en el ojo de la tormenta, todos sabemos que en materia económica lo peor está por venir.

¿Aislamiento o muerte es una opción lógica? De ninguna manera. Plantear el problema en esos términos, es poner sobre la mesa un “falso dilema”, la obligación de nuestros gobernantes es cuidarnos a todos por igual, a la vez que brindar a la población las posibilidades de trabajar y dar trabajo.

No es una cosa o la otra. Es un todo. Los seres humanos no vivimos por el sólo hecho de respirar. Además debemos comer. Si falta alguna de esas dos cosas, la fatalidad es la consecuencia.

A nuestros gobernantes (los de antes y los de ahora) les falta confiar en la población que gobiernan. Los argentinos somos especialistas en superar crisis económicas. Las hemos pasado de todo tipo y tamaño.

Desde el pequeño comerciante hasta el gran empresario. Desde el trabajador raso hasta el CEO de una multinacional. Todos ellos tienen plena autonomía de voluntad, por eso, lo mejor, y más fácil, es dejarlos hacer: cada uno sabrá encontrar su lugar. Como lo hicieron antes, y como, sin lugar a dudas lo harán nuevamente, ni bien se lo permitan.

Los efectos devastadores del Covid-19 no sólo serán los contagiados y fallecidos que tristemente engrosan las estadísticas mundiales, sino también las miles de empresas y puestos de trabajo que, en un país empobrecido como el nuestro, habremos de padecer.

Otra será, seguramente, la suerte de las naciones ricas y ordenadas del mundo; un privilegio que, como argentinos, no hemos sabido ganarnos. En cambio, sí estamos a muy pocos días de lograr el record mundial a la “cuarentena cívica más larga de la historia moderna”.

Ya han pasado muchas décadas -más que las cinco que tengo de vida- desde que nuestra nación dejo de ser un país ordenado y pujante. Hemos sabido fabricar, como sociedad, una enorme cantidad de compatriotas carenciados que viven en la miseria y con nulo o escaso acceso a los servicios más esenciales a los que cualquier ser humano debe aspirar. Como nación somos una fábrica de pobres. La prueba es la creciente cantidad de barrios carenciados que registran las encuestas más serias de los últimos tiempos.

En este estado de cosas, y desde la retórica putrefacta que nos invade a diario, se ha planteado: salud vs. economía, salud vs. libertad, saludo vs. …, lo que sea que sirva para sustentar ciertas conductas que rozan peligrosamente las épocas más oscuras de nuestra nación.

Cuidar la salud de todos, y en especial de los más necesitados y de la población de riesgo, conlleva en sí mismo, la obligación de velar por las fuentes de trabajo que esos millones de argentinos necesitan para sostener a sus familias, darles de comer y educar a sus hijos, para que sean éstos los que puedan, por medio de la educación y las oportunidades, autogenerarse las condiciones para salir adelante en la vida.

Ramón Bautista (Palito) Ortega nos ha contado una y otra vez como fueron sus orígenes, como pudo superarse a sí mismo. Como él, miles de argentinos han alcanzado ese logro. Nuestro deber como sociedad es que los más necesitados tengan un trabajo digno y puedan acceder a las mejores oportunidades que los lleven a progresar socialmente.

Salud y libertad van de la mano. No es posible concebir una sin la otra. Ambos derechos se encuentran amparados por nuestra Constitución nacional y conforman el elenco de los derechos esenciales de la persona humana.

¿Puede la salud pública suprimir libertades individuales? La pandemia mundial declarada por la Organización Mundial de la Salud, el pasado 11 de marzo de 2020, ha puesto en jaque valores esenciales tanto de nuestra propia sociedad, como de la gran mayoría de los Estados libres del mundo. No en todos los países se ha manifestado de la misma manera. Debemos preguntarnos si existe una dicotomía entre la valoración de la salud pública de un país y la libertad de sus habitantes.

Salud y libertad son valores que hacen a la esencia misma del ser humano. A su integridad como tal. A su honor, a su dignidad y a la naturaleza de la persona humana. Por lo tanto Salud y Libertad no son conceptos per se antagónicos.

La mala política tiene mucho que ver en esto. Y decimos mala política porque no pretendemos hablar de oficialistas u opositores, ni de la “grieta”, i de todas las cuestiones que nos tienen a los argentinos separados (esto en sí mismo es también una de las grandes tragedias nacionales).

No es posible pensar en la salud de la población de un país como algo que se contradice con el derecho de sus ciudadanos a vivir en libertad. Que un padre no pueda cruzar la calle de la mano con su hijo porque el intendente de turno lo considere un peligro para la salud pública es, por donde se lo mire, un exceso. Pensamientos como el que nos ocupa son sumamente peligrosos porque pueden llevar a los gobernantes, aún con buena intención, a generar medidas que atenten contra los derechos constitucionales de sus gobernados.

En la República Argentina nos acercamos a los 80 días corridos de cuarentena, con un comportamiento ejemplar de una abrumadora mayoría de nuestra población. Los tribunales permanecen cerrados, contadores y abogados no pueden trabajar, así como una gran mayoría de las empresas que también están privadas de la libertad del trabajo.

Durante la cuarentena (al cuadrado), la población se ve impedida de trabajar, de salir de sus hogares, de ver a sus familiares y amigos, y de todo aquello que hace a la condición humana.

El libre albedrío amparado por la Constitución Nacional ha sido “momentáneamente” suspendido. No decidimos por nosotros mismos qué hacer y qué no. Se nos impone.

En este escenario “un poco más de libertad” no nos vendría nada mal. Estamos siendo, como sociedad, sometidos al encierro. Hicimos nuestra parte, ya cumplimos, y de manera ejemplar. Es hora de que los que tienen la obligación constitucional de tomar las decisiones hagan la suya.

No podemos seguir pensando en los mismos términos que cuando se tomaron las decisiones del 20 de marzo pasado. Desde esa fecha a hoy, lo que antes justificó el encierro masivo de la población hoy lo pone en jaque.

El autor es abogado