Ante un cambio de época

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La ciudad de Buenos Aires, vacía en pleno aislamiento obligatorio dispuesto por el Ejecutivo (Photo by RONALDO SCHEMIDT / AFP)
La ciudad de Buenos Aires, vacía en pleno aislamiento obligatorio dispuesto por el Ejecutivo (Photo by RONALDO SCHEMIDT / AFP)

Decir que el coronavirus marca un antes y un después en la humanidad resulta hoy ya un lugar común. Aunque si bien esto no hace menos cierta (y en algún modo, pavorosa) la afirmación, es necesario que la dirigencia política, social, empresaria y de todas las actividades claves en la sociedad moderna comiencen a pensar en “el después”.

Aun cuando el objetivo sanitario de aplanar la curva de contagios todavía no permite bajar la guardia. A pesar de que –tristemente- se sigan sumando fallecidos. Y cuando los ensayos de vacunas están apenas en fase experimental, el no empezar a analizar cómo será esa suerte de “renacer” de la civilización post cuarentena, resultaría un error quizá tan grave como el que cometieron muchos países al subestimar la magnitud de la pandemia.

Nos enfrentamos no ya a un nuevo paradigma, sino a un cambio de época. Mientras el paradigma se monta sobre (o se embebe) en hábitos y costumbres preexistentes, el cambio de época está llamado a modificar todos (o buena parte de) los hábitos, creencias y manejos que rigieron las relaciones humanas hasta el presente.

En este tiempo en que se ven lugares históricos y mundanos que siempre estuvieron colmados de multitudes convertidos en postales de un vacío y soledad apocalípticas, se ha llegado a decir que nunca más se podrá estrechar la mano de otra persona en señal de saludo. Pero más allá de la búsqueda de definiciones apresuradas y tremendistas, no es prematuro ponerse a pensar en lo que vendrá. Es indispensable.

El Covid-19 ha sacudido –y desmoronado- certezas que parecían inconmovibles, incuestionables e inobjetables. Y hoy el mundo, mientras aún lucha por contener los números de contagios, no se da cuenta de la orfandad de convicciones y creencias que está provocando el virus.

Cierres de fronteras, detención del tráfico aéreo, caída inédita del comercio global y de las actividades económicas y productivas, desempleo creciente… están –por el momento- lejos de ser algo transitorio. Los encuentros multitudinarios; las más triviales (pero necesarias) salidas a un cine o un restorán; las reuniones sociales más íntimas viven una alteración que afortunadamente los ciudadanos de Argentina (y del mundo en general) han asumido con madurez y responsabilidad.

Pero la continuidad en el tiempo de las restricciones descriptas en todos los campos, tarde o temprano planteará desafíos tal vez no extremos, pero sí de alta exigencia para nuestras sociedades y –seguramente- también de naturaleza geopolítica.

Y superar esas tensiones multifactoriales para recuperar y mantener la armonía perdida será ni más ni menos que responsabilidad de los dirigentes. Los políticos, primero, por la naturaleza democrática de los países occidentales. Versatilidad y rapidez de análisis y reacción son las virtudes que deberán ostentar quienes asuman el desafío de transitar ese futuro sin Covid-19 (en la hipótesis más deseable) o de coexistencia conflictiva con él por un plazo mediano a largo (lo que todo indica que sucederá).

Vocación superlativa de diálogo, poder de anticipación, conocimiento profundo del territorio (escenario donde se definirá finalmente la victoria sobre el coronavirus), claridad para la definición de prioridades y una profunda convicción democrática –que sepa evitar los desbordes que tientan ante situaciones extremas como la presente- serán, a mi entender, las capacidades que deberá ostentar y potenciar día a día el dirigente que deba lidiar con lo que dejará la pandemia.

Pero –insisto- no será tarea de uno solo. Es necesario prepararnos como dirigentes –y hablo de “dirigentes” en un sentido transversal y abarcativo, superador de pertenencias ideológicas- para prever ese escenario. Quizá estemos ante un tiempo fundacional, y cuantos más seamos para darle forma y dirección, más probabilidades de éxito tendremos en configurar una sociedad más justa y de principios y valores más sólidos para nosotros mismos y para las generaciones que nos sucederán.

Y esos anticuerpos para resurgir más fuertes no saldrán ni de un laboratorio ni de nuestra fisiología. Serán producto de la voluntad de trabajo que impulsa a quienes queremos y creemos en un país y un mundo mejores.

El autor es senador nacional (Juntos por el Cambio, Corrientes)