
Este último lunes, el Tribunal Oral Federal N°7 le dijo no a la compra de un sobreseimiento en el caso de los cuadernos de las coimas. Más de 40 imputados, entre ellos algunos de los empresarios más reconocidos de la Argentina como Aldo Benito Roggio, Enrique Pescarmona, Ángelo Calcaterra, amparados en el artículo 59 del Código Penal, ofrecieron sumas de más de $2400 millones para cerrar las causas en su contra.
Lo mismo hicieron figuras políticas como Juan Manuel Abal Medina, ex jefe de Gabinete de Cristina Fernández de Kirchner, un actor secundario en la trama, acusado de ser parte del pasamanos de dinero, que propuso $60 millones. CFK, Julio De Vido, Roberto Baratta, los protagonistas de esta historia, acusados del delito de comandar una asociación ilícita, no ofrecieron plata alguna. Oscar Centeno, el chofer que anotó todo, tampoco. Se quejó en una reciente entrevista, ante la sola idea.

Las palabras de la fiscal acusadora Fabiana León fueron determinantes para esta decisión. En su alegato por el rechazo semanas atrás habló de “no vender impunidad”, “no comprar impunidad” o “abrir un mercado de impunidad”, tal como citaron los jueces Enrique Méndez Signori, Fernando Canero y Germán Castelli en su fallo.
Así, los 75 imputados marcharán la larga marcha de las audiencias vía Zoom, cada martes y cada jueves, durante años, con 626 testigos en la lista. “Tres, cuatro, cinco, seis años, ¿quién sabe cuánto puede durar este juicio?“, se queja al aire un abogado de la causa. Esa es, para varios acusados, la otra condena implícita.
El financista Ernesto Clarens, el ordenador de las coimas que los propios encargados de convertir a dólares según su propia confesión, pidió entregar un yate y un departamento en Miami valuados por él mismo en un millón y medio de dólares, lo mismo que, seis años atrás, el fallecido juez Claudio Bonadio ordenó embargarle. Hoy, Clarens es un jubilado cubierto por el PAMI, una ironía de tantas. Otros empresarios ya son octogenarios.

El fiscal federal Paul Starc, titular de la UIF, querellante en el proceso, dijo al oponerse a las ofertas de dinero que el tiempo no es un problema, al menos, de su lado de la mesa de entradas:
“La duración del proceso no habilita la impunidad. Que un juicio sea complejo o extenso no justifica extinguir la acción. Exige más compromiso institucional, sino entonces que: ¿cuánto más grande y dañino el delito, más fácil la salida?“, afirmó. El experimentado fiscal habló de una “corrupción sistémica”, con un daño real irreparable para la sociedad.
“El instituto de la reparación integral del daño no es un derecho irrestricto de los imputados, sino un mecanismo alternativo, de aplicación restringida y siempre supeditado a la naturaleza del hecho y al caso puntual, de lo contrario se desnaturalizaría su finalidad y se transformaría en un instrumento de impunidad para los poderosos”, siguió Starc.

Hay un punto que la causa Cuadernos revela como ninguna otra en la historia reciente de Comodoro Py: la promiscuidad entre el poder político y la corrupción empresarial. Muchos de los empresarios que declararon como arrepentidos aseguraron haber cedido a la presunta extorsión de la cúpula kirchnerista ante la imposibilidad de acceder a contratos de obra pública. Sin embargo, se beneficiaron de ella. Calcular las coimas que confesaron de cara al lucro de los contratos que recibieron es un ejercicio contable sencillo. Por otra parte, la supuesta cartelización de la obra pública, precisamente, generó un expediente paralelo dentro de la megacausa Cuadernos.
Hay, entre todos los empresarios imputados, uno que tiene un rol particular. Carlos Enrique Wagner no es tan famoso; no es Roggio ni Pescarmona: al contrario del resto, se negó a ofrecer plata para zafar. Sin embargo, lo que la Justicia le endilga es clave. Es el único de todos los empresarios que enfrenta el juicio que está acusado de integrar la asociación ilícita que encabezaban los políticos del caso. ¿Por qué? Fácil: porque fue, según la acusación del fiscal Stornelli, según su confesión y la de otros imputados, un articulador entre la corrupción política y la corrupción empresarial.
Es, también, la cara de uno de los chistes internos más tristes del caso, un símbolo de esa promiscuidad. Fue el vínculo con la Cámara Argentina de Empresas Viales, algo que generó una zona cero para la corrupción, un círculo interno, un eufemismo que, entre las confesiones se llamó, jocosamente, “La Camarita”.

La tramoya completa
En su confesión, Ernesto Clarens afirmó:
“A mediados del año 2005, estando acá, me convoca Carlos Guillermo Enrique WAGNER, para entonces Presidente de la Cámara de la Construcción, a una reunión en la Cámara Argentina de Empresas Viales, conocida como ‘la Camarita’... y me informó que el Gobierno nacional había decidido obtener fondos de la obra pública a través de una operatoria que demandaba mi intervención en la recepción de los mismos de parte de algunas constructoras en concepto de pago de aportes o retorno y que debía ocuparme de que le lleguen al Secretario de Obra Pública, José LÓPEZ, o quien éste me indique”.
López, hoy preso, también, es un arrepentido en la causa.
“Las personas de la Camarita me dejaban una suma en pesos con una anotación de qué habían cobrado, monto y concepto. El monto dependía de la recaudación, eran alrededor de 300 mil dólares por cada entrega y con frecuencia semanal. Al principio eran montos grandes, luego fue bajando porque a las empresas les costaba juntar el dinero, eran rehenes del sistema, porque Vialidad no les pagaba los certificados”, siguió Clarens.
“La Camarita”, explicó el financista, “mensualmente me entregaba un listado en el que constaban las obras licitadas, en cada renglón consta una obra, de allí surge la fecha, el número de licitación, la obra licitada, el presupuesto oficial, la empresa adjudicataria y el monto ofertado, en la columna siguiente el porcentaje de sobreprecio, los renglones que tienen un símbolo azul es porque esas obras se adjudicaron competentemente. El segundo listado corresponde al ranking de las empresas cartelizadas. Las primeras cuarenta empresas aproximadamente eran con las que me manejaba yo, el resto nunca vinieron".
“Vialidad Nacional llamaba una licitación, compraban pliegos los interesados, todos los compradores del pliego eran convocados a la Camarita. Lo primero que se hacía era “cobrarse el pase”, es decir, que si alguno de los que estaba sentado en esa mesa le había dado el pase a otra empresa en una licitación anterior, le pedía a esa empresa que le tocaba por turno que renuncie a esa obra. Después jugaba su posición en el ranking, hasta que ese grupo de personas reunidas se achicaba", continuó.
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