
En los primeros versos de uno de sus poemas más vibrantes, Milonga para una mujer, Humberto Constantini rescata el heroísmo de una víctima de lo que por entonces se llamaba “trata de blancas” que se atrevió a desafiar a la red de prostitución más poderosa de la Argentina, la Zwi Migdal. “No cualquiera se animaba / según los viejos nos cuentan / a toparse a la Migdal / allá por el año treinta… / Y sin embargo, hubo quien / se cruzó de andarivel / la habían traído de Polonia / y se llamaba Raquel…”, escribió Constantini en ese texto que nació de la admiración. El momento en que Raquel Liberman se animó a dar ese primer paso –algo que venía rumiando desde hacía mucho– puede fijarse de manera precisa porque figura en los archivos policiales. Fue la tarde del 31 de diciembre de 1929 cuando se presentó a hacer una denuncia en una seccional porteña que había elegido con cuidado porque estaba a cargo de un hombre con fama de recto, Julio Alzogaray. Una parte de la conversación que mantuvieron está citada por varios historiadores y consiste en una pregunta y una respuesta, nada más:
-¿Está segura de lo que va a hacer? – preguntó el comisario después de que uno de sus escribientes le tomara la denuncia.
-Estoy segura. Solamente se muere una vez – contestó Raquel Liberman con firmeza.
Raquel Liberman era una judía polaca de 29 años que sentía que ya no tenía nada que perder, que era una muerta en vida a la que poco le podía importar la muerte. Porque eso era lo único que podía esperar al enfrentar, sola y sin protección alguna, a ese pulpo de la prostitución manejado por poderosos delincuentes judíos y protegido por políticos, funcionarios judiciales y policías mucho menos honestos que Alzogaray. El policía no podía creer que esa mujer flaca y consumida pese a su juventud estuviera decidida a presentar esa batalla, una pelea tan desigual como la de David frente a Goliat o, si se busca una historia bíblica más ajustada a los hechos, la de Judith entregando su cuerpo para tener la posibilidad de degollar a Holofernes y así salvar a su “pueblo”, integrado por miles de mujeres atrapadas en la red de Zwi Migdal. Y de alguna manera lo logró, porque su denuncia marcó el principio del fin la organización delictiva más extendida y rentable del país, con vínculos en el exterior y ganancias de más de 50 millones de dólares anuales extraídas de la explotación de cuerpos esclavizados.
Porque la Zwi Migdal llevaba décadas operando en la Argentina, con sede central en Buenos Aires, y contaba con ramificaciones en Río de Janeiro, Ciudad de México, Nueva York, Montreal, Varsovia, Moscú, Londres, Berlín e, incluso, Shanghái. La manejaban judíos de origen mayormente polaco que reclutaban a sus víctimas en los países de Europa del Este utilizando engañosas propuestas laborales o matrimonios que prometían sacarlas de la pobreza. En nuestro país se escondía detrás de la fachada de una supuesta organización solidaria, la Sociedad Israelita de Socorros Mutuos Varsovia. Una tapadera con un nombre que generaba respeto entre quienes no conocían el revés de la trama.

Una red demasiado poderosa
Cuando Raquel Liberman hizo la denuncia, Zwi Magdal estaba en su apogeo. La prostitución de jóvenes judías traídas de Europa del Este se había iniciado desde la misma llegada de la inmigración judía al país. a finales del siglo XIX, casi al mismo tiempo que la Jewish Colonization Association lograba fundar las primeras colonias judías en Entre Ríos. Era, además, una práctica conocida, al punto que la Asociación Judía para la Protección de Mujeres y Niños instaba a los miembros de la comunidad a no alquilar departamentos a los rufianes, porque eran una de las tantas maniobras que utilizaban para captar mujeres.
Los orígenes de la red se remontaban a 1889, cuando se formó el “Club de los 40”, un grupo de proxenetas que unieron esfuerzos para darse apoyo mutuo, intercambiar información y compartir estrategias para eludir a las autoridades. Había organizaciones similares montadas por rufianes franceses, italianos, españoles y argentinos, pero ninguna tan grande como la que pronto se establecería detrás de la inocente máscara de la Sociedad Israelita de Socorros Mutuos Varsovia.
Al principio, los proxenetas asociados se reunían en sus propias casas. Su líder era Noé Trauman, quien en 1906 consiguió la personería jurídica de la supuesta institución solidaria. Después de reclutar a sus víctimas, por lo general adolescentes de entre 13 y 16 años, en el este europeo, las subían a barcos para traerlas a Buenos Aires. Durante el viaje, las violaban, las golpeaban y las encerraban en jaulas.
Una vez en el país, se las “remataba” entre los socios en “desfiles” que se realizaban en el café Parisien, de la avenida Alvear 3184, propiedad de Salomón Mittelstein y Achiel Mostowsky, y en el Hotel Palestina. El periodista Gustavo Germán González –que para la década del ’20 era un joven cronista de la sección Policiales del diario Crítica, de Natalio Botana– logró entrar a uno de esos desfiles: “Las mujeres, traídas a veces con falsas promesas de matrimonio, eran exhibidas desnudas y vendidas al mejor postor”, describió en una crónica que provocó escándalo, pero no acciones de las autoridades.
En su libro La Zwi Migdal – Para una memoria de la vergüenza argentina, la escritora Elsa Drucaroff describe así el funcionamiento de la Zwi Migdal: “La Varsovia financiaba viajes, supervisaba las ventas de mujeres, indemnizaba a los asociados que por algún motivo perdían una esclava, organizaba los traslados de pupilas de un prostíbulo a otro, imponía multas por incumplimiento de compromisos, prestaba dinero para instalar burdeles, gestionaba su aprovisionamiento y las compras del material de trabajo (ropa de cama, lencería), ofrecía jueces para arbitrar los conflictos que surgían entre los rufianes y todo el respaldo institucional que podía dar, dadas sus excelentes relaciones con el poder. Es que, en realidad, ésa fue la función definitoria de la mutual: gestionar y pagar las coimas a la policía, a la municipalidad, a la justicia; apoyarse en su legalidad institucional para ejercer, clandestinamente, la gestión organizada de las relaciones públicas con toda esa red masculina de funcionarios que eran socios legales o clandestinos en la explotación de la prostitución”.
Por esos años ya se había formado el primer enclave prostibulario en la Ciudad de Buenos Aires, delimitado por las calles Lavalle, Viamonte, Libertad y Talcahuano. La organización tenía sus burdeles sobre las calles Junín y Lavalle: se llamaban “El Chorizo”, “Las Esclavas”, “Gato Negro”, “Marita” y “Las Perras”, y allí las mujeres trabajaban de las cuatro de la tarde a las cuatro de la mañana. Era un trabajo a destajo: se las obligaba a atender a un mínimo de 600 clientes por semana.

La muerte de un marido
En varios de esos prostíbulos, durante diez años, estuvo sometida a trabajo esclavo Raquel Liberman. A diferencia de la inmensa mayoría de sus compañeras de desgracia, no había llegado engañada a Buenos Aires sino para encontrarse con un marido que murió casi de inmediato. Rokhl Lea Liberman nació el 10 de julio de 1900 en Berdichev –entonces Polonia, hoy Ucrania- en el seno de una familia pobre de toda pobreza. También pobre era Jaacov, el hombre con quien se casó muy joven y tuvo dos hijos. Para escapar de esa miseria, el hombre emigró a la Argentina en 1921 con la promesa de traer a su mujer y a los dos chicos apenas se estableciera. Jaacov contaba con la ayuda de su hermana Elke, llegada al país en 1910 como parte de la red de trata de “la Varsovia” y que ya había ascendido a “madama” de un prostíbulo que Zwi Migdal había establecido en el pueblo rural de Tapalqué, en la provincia de Buenos Aires.
Apenas desembarcó, Rokhl españolizó su nombre con el de Raquel, dispuesta a comenzar una vida nueva junto a Jaacov y sus dos hijos, pero esa vida no fue la que había soñado porque la muerte de su marido, en 1923, la dejó sola frente al mundo. La única ayuda que le ofreció su cuñada Elke fue cuidarle los dos hijos para que pudiera prostituirse en los burdeles de Zwi Migdal en la Capital.
Desesperada y sin otra alternativa Raquel empezó a ejercer la prostitución. Los mafiosos la llevaron a distintas casas y comenzó a esconder algo de dinero con el sueño de abandonar esa vida. Tras seis años, pudo comprar su libertad. Entonces abrió un comercio y creyó que se le presentaba la posibilidad de recuperar a sus hijos. Se equivocó por segunda vez, porque aceptó el cortejo de un hombre que le ofreció convivir con él y mediante ese engaño la metió de nuevo en la red de trata. No la dejaban siquiera salir a la calle por temor a que se escapara.
Llevaba algunos meses en su nueva prisión cuando, quizás aprovechando el relajamiento de sus carceleros por las celebraciones del fin de año, pudo huir del lugar donde la tenían esclavizada y presentó su denuncia frente al comisario Julio Alsogaray, fechada el miércoles 31 de diciembre de 1929. Gobernaba el país el radical Hipólito Yrigoyen, pero muy pronto un golpe de Estado lo derrocaría para iniciar la “década infame”.

El comisario, el juez y los “protectores”
Convencido por la firmeza de la mujer, en los primeros días de enero de 1930, el comisario Alsogaray llevó a Raquel Liberman al despacho del juez Manuel Rodríguez Ocampo, quien inició una profunda e implacable investigación sobre Zwi Migdal, sus jefes y su red de trata en Buenos Aires. Los proxenetas fueron tomados por sorpresa, porque hasta entonces la justicia jamás los había molestado.
Es que las relaciones de la organización de trata con el poder de la Argentina eran muy fuertes. Tanto que ni siquiera había sido molestada durante los pogromos antisemitas de 1919. “Ninguno de los prostíbulos fue vandalizado durante la Semana Trágica”, relata el investigador José Luis Scarsi en Los judíos impuros – Historia de la Zwi Migdal. También agrega un elemento que reafirma la “tolerancia” a los proxenetas. Desde 1902, existía en la Argentina la “Ley de Residencia”, una norma que autorizaba al Ejecutivo a expulsar a extranjeros: “Se puso en marcha especialmente con los anarquistas, pero no con los rufianes; a lo sumo, deportaron algunos al Uruguay desde donde podían seguir regenteando sus negocios” explica.
Sin embargo, el poder de esos “protectores” no amilanó al comisario y el juez. Alsogaray hacía tiempo que estaba tras los pasos de la Zwi Migdal pero debía probar delitos bajo la figura legal de “asociación ilícita”, ya que el regenteo de prostíbulos y el ejercicio de la prostitución no estaban penados. Rodríguez Ocampo consideró que ese delito estaba probado y libró orden de detención a unas 400 personas involucradas en la organización. Allanó su sede central, dictó prisión preventiva para los 108 miembros que logró detener y ordenó la captura de unos 300 que, avisados a tiempo, alcanzaron a escapar.

Sola frente a todos
Mientras una parte de la sociedad –y de los medios de comunicación- pretendía inculpar a “la comunidad judía”, la investigación judicial ponía al desnudo una trama que rompía con “la moral pública” en la cual participaban comisarios, políticos y empresarios tanto en Buenos Aires como en otros lugares del país. Detrás de la “trama polaca” –como se la llamó- había una sólida red argentina de corruptos. Eso quedó claro cuando el expediente llegó a la Cámara de Apelaciones, cuyos jueces utilizaron una infinidad de tecnicismos para derribar la figura de “asociación ilícita” y liberar a todos los detenidos menos tres.
Raquel Liberman quedó sola frente al mundo, porque ninguna de las mujeres víctimas de la red de trata se sumó a su denuncia; por el contrario, algunas llegaron a tratarla de mentirosa. De todos modos, su valentía al sacar a la luz el funcionamiento de Zwi Migdal fue el primer paso para acabar con la prostitución ilegal en la Argentina. El efecto duró poco, porque volvió a extenderse de manera virulenta durante la “década infame” que recién comenzaba, bajo el paraguas de los nuevos dueños de poder político.
La “heroína involuntaria”, como la llamó Scarsi, murió el 7 de abril de 1935, a los 34 años, en el Hospital Argerich, donde estaba internada por un cáncer de tiroides en su fase terminal. Dejó huérfanos a sus dos hijos, de 14 y 15 años. Durante años no se supo dónde fueron enterrados los restos de Raquel Liberman, hasta que una minuciosa investigación documental permitió encontrarlos. Así se supo que su cuñada, la mujer que la introdujo en la red de trata, la había inhumado con su nombre de casada, Rujel Lea. L. de Ferber, en un cementerio de Villa Domínico, en el partido de Avellaneda, el mismo donde están sepultados muchos de los proxenetas de Zwi Migdal.
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