
Aquel imperio se caía a pedazos. En diciembre de 1916, Rusia tambaleaba bajo el gobierno debilitado del zar Nicolás II y de su mujer, Alejandra, una pareja formada por el dedo celestino de la reina Victoria de Inglaterra. La economía rusa estaba destruida, el imperio padecía una escalofriante inflación, la gente moría de hambre en las calles y en los campos, la pobreza extrema era parte de una geografía a la que el imperio parecía no prestarle atención; en ese clima, agitaba las aguas el embrión de una revolución popular que parecía inminente, y lo era, liderada por Vladimir Illich Uliánov, conocido como Lenin, a quien el imperio alemán le había facilitado, y financiado, su viaje a Rusia para ayudar a incendiar aquel imperio en caída libre: en diciembre de 1916, Alemania estaba en guerra con Rusia y la desangraba en los campos de batalla.
En aquel imperio casi en ruinas, había que matar a Rasputin, un extraño monje, si lo era, que se había insertado en la corte de los zares y parecía minarla desde adentro.
Su muerte no iba a solucionar nada, ni la economía, ni la crisis social, ni la miseria de campesinos y obreros; no iba a evitar la derrota rusa frente a las tropas del káiser Guillermo, ni siquiera iba a sembrar una semilla de paz porque, cualquiera fuese el futuro a enfrentar, los nubarrones de una guerra civil se cernían sobre el imperio. Pero había que liquidar a Rasputin porque era un símbolo de aquella decadencia. Era un sujeto despreciable, o la realeza rusa lo consideraba despreciable, borracho, libertino, obsceno, corrupto que se decía sacerdote, hombre santo, astrólogo, adivino, mago y clarividente.
Rasputin era más que eso: era todopoderoso. Tenía a los zares, en especial a la zarina Alejandra, en un puño: en varias ocasiones había salvado la vida del heredero del trono, el zarevich Aleksei, que en diciembre de 1916 tenía trece años y padecía de hemofilia, un trastorno hereditario que impide la coagulación de la sangre que, por lo general, transmite la madre a los hijos varones. El heredero del imperio vivía entre algodones; padecía se sangrados espontáneos, sin causas aparentes, o de hemorragias internas en especial en las articulaciones; no podía siquiera jugar en paz porque cualquier corte, lastimadura o golpe ponía en peligro su vida.
Fue el zarevich y su mal lo que hizo que Rasputin ganara influencia sobre los zares. Había llegado a la corte de San Petersburgo en 1903 de la mano del confesor de los zares. La nobleza rusa le abrió el corazón a aquel hombre extraño, un monje que hacía del misticismo su mejor herramienta. Entre quienes lo seguían estaban las grandes duquesas Militsa y Anastasia de Montenegro, hijas del rey de ese país y esposas de dos miembros de la familia reinante, los Romanov. Ellas fueron las que, en 1905, presentaron a Rasputín a la zarina Alejandra, cuando el zarevich tenía apenas un año.

Ese año, 1905 fue de crisis para los zares, en enero, una gigantesca manifestación popular frente al Palacio de Invierno había terminado en una matanza desatada por la Guardia Imperial en la que murieron más de mil manifestantes, entre ellos mujeres y chicos. En agosto de ese año, la guerra ruso-japonesa terminó con la victoria de Japón, una sorpresa que empezó a debilitar al gobierno del zar, que aceptó conceder una Constitución y una Duma, o Parlamento, pero jamás aceptó ser un monarca constitucional porque juzgaba que esa condición era una afrenta a su autoridad y una violación a sus derechos de ser gobernante absoluto por la Gracia de Dios. En realidad, el origen divino de la monarquía había sido anulado por la Revolución Francesa en 1789.
Los zares y su familia vivían casi aislados en el palacio de Tsárskoye Tseló, cerca de San Petersburgo, para comodidad de Alejandra, que era alemana y era vista casi como una agente del enemigo ruso; había nacido como Alix de Hesse-Darmstadt y había cambiado su nombre por el de Alejandra Fiódorovna luego de ser aceptada por la iglesia ortodoxa rusa para casarse con el zar; era nieta de la reina Victoria de Inglaterra, portadora de hemofilia. Alejandra no hablaba ruso y se comunicaba con el zar en inglés; según el historiador Robert Massie, la pareja estaba unida por un intenso lazo sexual. El 1 de noviembre de 1905, el zar anotó en su diario que había conocido “a un hombre de Dios, Grigori, de la provincia de Tobolsk”. Era Rasputin.
¿Quién era ese hombre tormentoso y atormentado? Había nacido el 21 de enero de 1869, (las fechas de esta nota pertenecen al calendario gregoriano y no al calendario juliano que se usó en Rusia hasta ya entrado el siglo XX) en Siberia Occidental, en el pueblo Pokróvskoye, de la región de Tobolsk. Era el quinto de nueve hijos y uno de los únicos dos que sobrevivieron, junto a su hermana Feodosia. Nunca fue a la escuela. Según el censo de 1897, todo el pueblo de Pokróvskoye era analfabeto. Fue un chico raro, sacudido por frecuentes tics nerviosos que cuando tenía catorce años dijo: “El reino de Dios está en nosotros y se escondió en el bosque por miedo a que la gente descubriera que era dueño de una revelación celestial”, según relató su hija María.
Era delgado, disperso, débil en apariencia y de una conducta oscura y espinosa. Empezó a beber muy joven, integró una banda de ladrones de caballos, zafó de ser enviado a Siberia Oriental como sus compinches y se casó a los dieciocho con Praskovia Fiodorovna Dubróvina, tres años mayor que él. Tuvieron tres hijos pero, cinco años después en 1892, Rasputin dejó todo, aldea, esposa e hijos y se encerró en un monasterio durante varios meses. Salió para integrar una secta cristiana condenada por la Iglesia Ortodoxa Rusa conocida como “flagelantes - Jlystý”. Sus integrantes creían que la verdadera fe se alcanzaba a través del dolor. Sus reuniones secretas incluían castigos corporales, pero también grandes fiestas y orgías habituales que marcaron de por vida a Rasputin: su desenfreno sexual llegaría a la corte de los Romanov.

En la secta se dijo sacerdote, brindaba oficios religiosos cargados de fervor y misticismo; interpretaba por su cuenta el Evangelio y se proclamó hombre santo porque los “Jlystý” creían que Cristo podía reencarnarse en cualquier hombre, letrado o analfabeto, como Rasputin. Fueron sus escándalos sexuales los que hicieron que la comunidad dudara de su condición de santidad y hasta de su dimensión de monje, así que Rasputin huyó a Kazán que era otro importante centro religioso.
Su llegada fue lo más parecido a un terremoto: su fe ardiente sacudió los cimientos de una iglesia sometida al zar y casi inactiva. Los jerarcas valoraron mucho su entusiasmo pero se lo quitaron de encima en previsión de dramas mayores. Lo recomendaron a la jerarquía de San Petersburgo adonde Rasputin llegó en tren en la Pascua de 1903. Al año siguiente, en palacio, nació el quinto hijo de los zares un varón, el primero, Aleksei, que se sumó a las princesas Olga, Tatiana, María y Anastasia. El nacimiento fue todo un acontecimiento: el imperio tenía por fin un heredero. Pero la alegría duró poco: el cordón umbilical del bebé sangró durante días, un síntoma de hemofilia, por lo que el mal del zarevich permaneció en secreto.
La conducta de Rasputin, ya en la corte de los Romanov, no cambió: mezclaba su fe ardiente con borracheras siempre escandalosas y con desbordes sexuales descarriados y abusivos que lo alejaron de sus aliados iniciales, el obispo Hermógenes Dolganyov, jerarca de la iglesia ortodoxa rusa, el sacerdote Feofán, que había facilitado su entrada en la corte, y un monje llamado Iliodor: los tres pasaron en corto tiempo a ser tres de sus principales enemigos. Y parte de la nobleza rusa, la que no lo admiraba, empezó a ver al monje como a un tipo peligroso, capaz de influir en los zares y sugerir medidas de gobierno.
Los zares estaban encantados con Rasputín, sobre todo Alejandra. De un día para el otro, las princesas montenegrinas que le habían presentado a la zarina a aquel monje extraño, fueron apartadas de la corte; culparon a Rasputin a quien empezaron a llamar “demonio”. Sin embargo, la influencia, la fuerte llegada de Rasputin a los zares tenía sustento en un hecho extraordinario: Rasputin aliviaba los dolores del zarevich Aleksei. En 1907 el chico de tres años sufrió una grave hemorragia que puso en peligro su vida. Rasputín llegó de urgencia al palacio, impuso sus manos sobre la cabeza del heredero y rezó: la hemorragia cesó y el milagro fue atribuido a los poderes del monje.
Nunca se reveló, nunca estuvo claro tampoco, cómo era que Rasputin sanaba al zarevich, pero el chico tenía ahora un amigo nuevo, un poco estrambótico, que además era su médico personal. La zarina también tuvo un amigo nuevo en quien confiar en aquella corte que no confiaba en ella. Y Rasputin empezó a aconsejar a la zarina sobre cómo administrar mejor aquel imperio vasto y en crisis.
El monje, mientras tanto, y al margen de los rezos y las curas milagrosas, seguía con una conducta sexual atropellada y envilecida; sus aventuras con las mujeres de la aristocracia rusa eran tan conocidas como sus borracheras épicas ya imposibles de ocultar. La zarina se enfrentó entonces con su suegra, la madre del zar, que había acusado a Rasputín de haber digitado el nombramiento de una nueva jerarquía religiosa de la que habían quedado apartados sus enemigos Feofán, Hermógenes e Iliodor.

La venganza de uno de aquellos religiosos agravó el enfrentamiento: Iliodor dio a conocer unas cartas de la zarina a Rasputin en las que se leían frases como: “Sólo deseo una cosa: dormir durante siglos sobre tu hombro mientras me abrazas”. De inmediato crecieron los rumores sobre relaciones sexuales de Rasputin con la zarina: era todo una falacia, pero la corona, sacudida por otras crisis, sumó una más a su carga pesada. Los partidarios de la monarquía empezaron a ver a Rasputin como a un enemigo del imperio.
En 1912, Aleksei, de ocho años, sufrió otro gravísimo ataque hemofílico de extrema gravedad, mucho más que los habituales a los que Rasputin había puesto rápido fin. Esta vez el peligro que corría el zarevich era tal, que el palacio redactó un boletín en el que anunciaba, “con inmenso dolor”, la muerte del heredero al trono. Rasputin había viajado a Siberia y cuando supo del peligro que corría el muchacho, envió más de un telegrama a San Petersburgo en los que aseguraba que el zarevich salvaría su vida. Y Aleksei sanó. Luego, los zares calificaron de calumnia la supuesta conducta libidinosa del monje, que era conocida en todo el imperio.
La Primera Guerra Mundial lo agravó todo y mucho. Por un lado, Rasputin arañó la cima del poder y, por otro, el imperio inició su veloz caída. Rusia estaba en guerra con Alemania y tenía a una zarina alemana: eso era casi insoportable. Poco importaba que el káiser Guillermo y Nicolás II fuesen primos y que, antes de la guerra, el emperador alemán empezara sus cartas con un “Querido Nicky” y el zar le contestara con un “Querido Willy”. Era la zarina la gran sospechosa de jugar sus cartas en favor del mando alemán. Para colmo, en 1915, el zar partió hacia el frente y asumió la jefatura del ejército que sufría una derrota tras otra. Alejandra quedó en el palacio a cargo de los asuntos de Estado junto a una nueva amiga y confidente, Anna Vyrubova, una devota de Rasputin.
Esa especie de triángulo de hierro gobernaba ahora en Rusia, en las sombras y en favor de los alemanes, como aseguraba la corte y gran parte de la nobleza. La zarina tomaba las sugerencias de Rasputin como un dictado de la Providencia. ¿Tanto influía el monje borracho y obsceno? Una carta de la zarina a Nicolás decía: “No es mi sabiduría, sino cierto instinto proporcionado por Dios, más allá de mí misma, para que pueda serte de ayuda”.
La corte entera se volvió contra ella y sus dos influyentes amigos: Rasputin debía morir porque era preciso salvar la monarquía.

El complot para matarlo nació del riñón del zar, que estaba en el frente de batalla. El líder de la conspiración fue el príncipe Félix Yusúpov, que tenía veintinueve años, era heredero de la mayor fortuna de Rusia y estaba recién casado con la gran duquesa Irina, una bellísima sobrina del zar a la que Rasputin quería conocer y enamorar. Yusúpov reclutó al gran duque Dimitri Pávlovich, primo de Nicolás y a quien el zar quería como a un hijo. Los dos incorporaron al diputado ultraderechista de la Duma, Vladimir Purishkevich, que era el hombre que ya había alertado al parlamento ruso sobre el peligro que representaba Rasputin insertado en el palacio, por su enorme influencia sobre la zarina. Se unieron más conspiradores, todos militares, todos anónimos, que dieron la luz verde para el asesinato: entre ellos un oficial, Iván Sujotin y Stanislav Lazovert, que no era militar, sino el médico del ejército del zar.
Eligieron el 29 de diciembre de 1916 para matar a Rasputin. Yusúpov puso como cebo a su flamante esposa: invitó a su palacio a Rasputin para que conociera a la gran duquesa Irina, a quien en realidad había enviado de viaje a Crimea. Como a Julio César, a Rasputin le alertaron sobre su probable muerte inminente, según confió años después su hija María: fue el ministro del interior ruso, Alexander Protopopov, quien le avisó de un complot; no le dio más detalles porque no los tenía, por lo que su consejo fue que Rasputin no socializara con nadie en los días por venir. Pero el monje contestó: “Ya es muy tarde”.
Ni siquiera Rasputin creyó en la invitación de Yusúpov para que conociera a su joven esposa. Los rumores en San Petersburgo decían que la zarina y el ministro Protopopov planeaban disolver la Duma, declarar el estado de emergencia y exigir la paz con Alemania. Rasputin debe haber pensado que de eso quería hablar Yusúpov y, si no era así, hablaría él de ese complot supuesto, o no. Lo increíble del caso es que el todopoderoso Rasputin había escrito días antes una carta a la zarina, cargada de fatalismo, en la que le decía que esperaba una muerte violenta, tal vez a manos de la nobleza, vaticinio que se cumplió. También agregaba que si eso sucedía, si él era asesinado, los zares morirían en menos de dos años, vaticinio que también se cumplió con extraordinaria precisión. El zar Nicolás, la zarina Alejandra, sus hijos Olga, Tatiana, María, Anastasia y el heredero Aleksei, junto al médico de la familia imperial, a un criado personal, a la camarera de la emperatriz y al cocinero de la familia, fueron asesinados a balazos en la madrugada del 17 de julio de 1918 por los bolcheviques del soviet de Ekaterimburgo.
Las versiones sobre cómo murió Rasputin varían. Yusúpov escribió la suya en el exilio al que huyó cuando triunfó la Revolución Rusa y murió en París el 27 de septiembre de 1967. Según su testimonio, los complotados esperaron a Rasputin con una mesa repleta de pasteles y de vino, todo envenenado con suficiente cianuro como para matar a un regimiento. El monje preguntó sobre su ansiada Irina y Yusúpov le dijo con aire inocente que su mujer se estaba maquillando. Rasputin comió pasteles y bebió bastante vino. Su hija María diría años más tarde que su padre no pudo haber comido pasteles porque detestaba los dulces: decía que afectaban sus poderes especiales.

Según sus hábitos, Rasputin bebió mucho, empuñó una guitarra, cantó canciones del folklore ruso, ya bastante ebrio, seguido por Yusúpov que no sabía cómo era que el monje no caía envenenado por el cianuro. Yusúpov le dijo entonces a Rasputin que iba a subir al palacio para apurar a su mujer, pero en verdad fue a hablar con Purishkevich: ambos estaban desesperados. ¿Y si era verdad que el monje tenía poderes especiales? Para Purishkevich, que tenía sus personales ambiciones políticas, no iba a existir otra oportunidad como la que tenían frente a ellos: le pidió a Yusúpov que asesinara a Rasputin de un balazo. Y Yusúpov cumplió: bajó al sótano con su pistola Browning en la mano y baleó a Rasputin por la espalda, mientras el monje contemplaba un crucifijo de espaldas.
Empezó entonces una gran tragedia rusa que duró varias horas en lo práctico y más de un siglo en la leyenda. El príncipe Yusúpov vio caer a Rasputin como fulminado por el balazo y volvió a trepar los escalones hacia el piso superior para decidir junto a Purishkevich la parte más difícil de un asesinato: qué hacer con el cadáver. Decidieron cargarlo hasta la casa del diputado para dar la idea de que el crimen había sucedido allí y no en el palacio del príncipe, que volvió a bajar al sótano para examinar el cadáver. Cuando lo hizo, sintió que una mano muy fuerte le aferraba el hombro. Era Rasputin.
Yusúpov gritó aterrado y llamó a Purishkevich en busca de auxilio, mientras golpeaba al monje herido. Pero Rasputin se puso de pie e intentó huir hacia el exterior helado del palacio. En la puerta de salida del sótano, bajo la nieve, lo esperaba Purishkevich, pistola en mano, para acribillarlo. Pero Rasputin escapó por otra puerta que daba al patio de la mansión y corrió sobre el hielo para intentar salvar lo que le quedaba de vida. Purishkevich le disparó entonces tres veces: dos tiros fallaron, aquellos asesinos estaban aterrados, pero el tercero le dio al monje en la espalda, lo hizo girar y caer de en el hielo, la boca abierta hacia la noche. Purishkevich se acercó y lo remató de un balazo en la frente.
Eran las primeras horas del 30 de diciembre. Los complotados rodearon el cadáver y allí se quedaron, en una extraña ceremonia de velatorio, hasta las cinco de la mañana, sin saber qué hacer con el cuerpo. Con la idea de hacerlo desaparecer y, tal vez, para asegurarse de la muerte de aquel hombre endemoniado, lo arrojaron al helado río Neva, vecino al palacio de Yusúpov. Tampoco fue una tarea fácil: debieron buscar un punto alto y eligieron el puente Bolshoy Petrovsk; desde allí arrojaron el cuerpo que hizo un agujero en el hielo para ser tragado de inmediato por las aguas. El cadáver de Rasputin fue hallado recién el 1 de enero de 1917, aunque algunas fuentes fijan el hallazgo el 3. Estaba preservado por el hielo. Dos detalles eran detectables con facilidad: la mueca de horror en el rostro golpeado y el balazo en la frente.
La autopsia fue hecha por el doctor Dimitri Kosorotov. Su informe se perdió para siempre, pero el médico reveló algunos detalles en una entrevista dada en 1917. Rasputin había recibido tres balazos; uno frontal que afectó el estómago y el hígado, otro posterior en el riñón derecho y el último, en la frente, a quemarropa. La leyenda ganó de inmediato el relato del crimen; las versiones sobre la resistencia de Rasputin desbordaron las calles de San Petersburgo, junto con la hipótesis que aseguraba que había sido arrojado con vida al Neva helado. Pero el relato del forense sobre la autopsia no habló nunca de ahogamiento y tampoco, pese a las versiones de los propios complotados, de envenenamiento con cianuro.

Las más recientes investigaciones sobre el asesinato de Rasputin colocan al Servicio Secreto Británico en la escena del crimen y a uno de sus agentes, John Scale que contó con la colaboración de un espía legendario, Oswald Rayner, que operó en Rusia durante la Primera Guerra Mundial. Si fue así, el rey Jorge V de Inglaterra habría contribuido a liberar de una pesada carga a la monarquía rusa, una carga que la ponía en peligro. Jorge V y Nicolás II, el zar, eran primos hermanos. Sin embargo, un año después, ya con la familia real en manos del soviet de Ekaterimburgo, Jorge V se negó a dar asilo a los Romanov. El escritor ruso Edvard Radzinsky, autor de las biografías de Nicolás II y de Rasputín, ofreció otra versión del asesinato. Aseguró que el relato de Yusúpov era falso y tuvo como finalidad ocultar al verdadero autor del crimen, el gran duque Dimitri Pávlovich, primo del zar y uno de los principales complotados: si se comprobaba, su participación en el crimen, le hubiese sido imposible convertirse en recambio de Nicolás II en caso de un golpe de Estado.
El zarismo cayó en Rusia en febrero de 1917, dos meses después del asesinato de Rasputin. Nicolás II abdicó de todos sus derechos y los de su hijo Aleksei el 15 de marzo de 1917. Lo hizo en favor de su hermano, Miguel, que no aceptó la responsabilidad hasta no ser ratificado por una asamblea electa. Eso jamás sucedió. La dinastía Romanov había llegado a su fin.
El gobierno provisional de Rusia quedó en manos de Alexander Kerenski, del Partido Social Revolucionario. Es a Kerenski, y no al zar, a quien derrocan los bolcheviques de Lenin en la llamada Revolución de Octubre. Kerenski había enviado a la familia real y a su entorno, médico, criados, cocinero, a Tobolsk, en Siberia, no muy lejos, una curiosa ironía, del lugar de nacimiento de Rasputin, que no vio cumplida una de sus profecías: en Rusia estalló una guerra civil, que siguió a la rendición ante Alemania, que enfrentó a rojos y blancos, bolcheviques y mencheviques.
A menos de dos años del asesinato de aquel monje enigmático y atroz, la familia imperial entera fue asesinada por los rojos el 17 de julio de 1918. Así lo había profetizado Rasputin con espantosa precisión.
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