
Es casi una injusticia que el nombre de John Lennon quede para siempre ligado al de quien lo asesinó a balazos a pocos metros de su casa en Nueva York. Era el 8 de diciembre de 1980 y el músico vivía el renacer de su arte y de su vida. Acababa de grabar su último disco, Double Fantasy, y planeaba volver a los escenarios luego de cinco años de silencio voluntario dedicados a disfrutar de su paternidad. Volvía a sentirse pleno, libre, y la música reclamaba de nuevo su lugar.
Aquel día fue especialmente intenso: posó para una sesión de fotos con Annie Leibovitz para la revista Rolling Stone, dio una entrevista radial y, por la tarde, salió del edificio Dakota junto a su esposa, Yoko Ono, rumbo a una grabación. Afuera, un grupo de fans lo esperaba con cualquier objeto a mano para pedirle un autógrafo. Entre ellos estaba el hombre que horas más tarde apretaría el gatillo sin piedad. John, como siempre, se detuvo a saludar a cada uno.
Sonrió, conversó brevemente y estampó su firma en la portada de Double Fantasy que sostenía aquel joven de lentes grandes, sin sospechar que ese gesto amable sería el preludio de una tragedia que cambiaría para siempre la historia de la música y del mundo. “¿Es todo? ¿Quieres algo más?”, le preguntó.
Cuando regresó a casa, entrada la noche invernal, no había guardias, ni multitudes, ni prensa. Solo el mismo hombre que esa tarde le había pedido la firma. Dio cuatro pasos hacia él, lo llamó por el apellido y disparó cuatro veces. Esa noche, John Lennon se convirtió en mito, y el mundo, conmocionado, empezó a preguntarse qué habría ocurrido si hubiera tenido un día más, un mes más, un año más... Si ese futuro que lo ilusionaba no hubiese sido arrancado de raíz por alguien que aún sigue pagando el crimen.

Las 23:15
Cerca de las 22:50, después de un día agotador pero luminoso, Lennon y Yoko regresaban al Dakota. Ella se adelantó unos pasos para ir a ver a su hijo, Sean. John, rezagado detrás, caminaba con esa calma recién recuperada… hasta que volvió a cruzarse con el mismo individuo que, horas antes, le había pedido un autógrafo. Tal vez lo reconoció, tal vez solo notó una sombra fuera de lugar. Siguió caminando.
“Señor Lennon…”, alcanzó a oír. John se giró. El primer disparo pasó silbando por encima de su cabeza y se incrustó en la pared del Dakota. Luego vinieron otros cuatro, certeros, brutales, descargados con una frialdad que duele incluso recordar. Cada una de esas balas atravesó su cuerpo delgado, pero Lennon se mantuvo en pie, como si todavía se negara a caer. Con sus últimas fuerzas logró llegar hasta la oficina del conserje… y allí, finalmente, el mundo se quebró.
Los gritos desgarrados de Yoko rasgaron el silencio del edificio y de la ciudad entera. Nueva York despertó de golpe: habían matado a John Lennon.

Lunes 8 de diciembre de 1980, 23:15. Esa hora quedó para siempre fijada en el acta de defunción que firmó el doctor Stephen Lynn en el Hospital Roosevelt. Lennon había llegado sin vida, sostenido en los brazos de dos policías que intentaron, como los médicos, luchar contra lo imposible.
Del otro lado de la sala de emergencias esperaba Yoko, la mujer que, injustamente, el mundo había señalado durante años por la ruptura de los Beatles. Fue el propio Lynn quien tuvo que darle la noticia. Fue una frase breve, un instante eterno. Y con él, la certeza amarga de que un acto de locura había arrancado de cuajo un futuro que todavía estaba por escribirse.
Ella le suplicó no difundirla a la prensa porque quería primero decírselo al pequeño Sean, de cinco años.
Años después, el médico volvió sobre aquella noche con un temblor que todavía parecía adherido a su memoria. Reveló detalles desgarradores, imposibles de olvidar, y recordó que Lennon tenía tres impactos en el pecho y uno en el brazo, que había llegado sin pulso ni presión sanguínea. "Podríamos haber certificado su muerte nada más al llegar, pero en urgencias hay que aprovechar cualquier resquicio, por pequeño que sea (…) Hicimos una intervención quirúrgica y abrí la parte izquierda del tórax… Al abrir encontré una gran cantidad de sangre, probablemente el 80 o 90% de la sangre del cuerpo; el corazón se había quedado vacío. Hicimos transfusiones, pero vi que los vasos sanguíneos también estaban muy dañados. Pensé que prácticamente no había posibilidades de salvarle la vida, por lo que tomé el corazón con las manos y le practiqué un masaje“.
Sí, el médico esperaba un milagro. “Tomé el corazón con la mano derecha. Consideré que tal vez podría reaccionar; sin embargo, la naturaleza de las heridas impedía toda opción (…) Hasta ese momento trabajé en piloto automático, sabía qué debía hacer. Pero en el momento en que lo dimos por muerto, todo fue diferente”.
—¿Cuándo supo que era John Lennon?— le preguntaron durante una larga entrevista con el diario español La Vanguardia al cumplirse tres décadas de esa noche fatal.
—Lo descubrimos cuando una enfermera sacó la cartera de su bolsillo y vio su documento de identificación. Dijo: “¡Es John Lennon!”. Miré al paciente y me dije que no podía ser, no se parecía al John que yo conocía del vecindario. En la muerte, él no se parecía en nada a la imagen en vida: estaba gris, chupado, pálido. No parecía John Lennon, aunque, al fondo del pasillo, apareció Yoko Ono. Ya no había duda.
Mientras eso sucedía, en la puerta del Dakota comenzó a amontonarse gente. El agente de policía que llegó primero al lugar, Steve Spiro, encontró al criminal tan sereno que, primero, pensó que era un testigo curioso. Pero, levantó las manos y dijo: “Soy Mark David Chapman. Fui yo quien disparó”. Quedó detenido.

La ultima entrevista: “Sigo creyendo en el amor”
La mañana del 8 de diciembre de 1980 comenzó como una jornada luminosa para John Lennon. Acababa de posar para Annie Leibovitz en una sesión que ya intuía histórica y, sin saberlo, se preparaba para el último registro público de su voz, su pensamiento y su humanidad. Esa tarde, unas horas antes de su asesinato, abrió las puertas de su casa del edificio Dakota para el equipo de la cadena RKO Radio Network: Dave Sholin, Laurie Kaye, Ron Hummel y Bert Keane. Junto a Yoko, recibió a los periodistas con la serenidad de un hombre que vuelve a sentirse pleno, creador, padre y enamorado.
La entrevista —luego reproducida por Rolling Stone y otros medios— reveló a un Lennon íntimo, reflexivo, dispuesto a mirar su vida sin poses y sin el peso del mito. Habló de su crecimiento personal, de Sean, del regreso a la música después de cinco años, de su separación y reencuentro con Yoko, de aquel primer encuentro en 1966 y de la campaña de amor y paz que aún defendía. Habló con la naturalidad que conocen solamente quienes están viviendo una nueva etapa y no como quien estaba despidiéndose sin saberlo.
Entre tazas de café y la luz de la tarde neoyorquina, Lennon describió la rutina que definía su presente. “Me levanto sobre las 6:00. Voy a la cocina y tomo un café. Los periódicos llegan a las 7:00. Sean se levanta a las 7:20, 7:25. Superviso su desayuno; ya no lo preparo. ¡Me harté de eso! Pero me aseguro de saber qué está comiendo”, contó.

No hablaba como un ícono del rock, sino como un padre orgulloso y consciente de la importancia de estar ahí: “Mi vida gira en torno a Sean”, admitió. Esa presencia —decía— lo mantenía emocionalmente estable: “Ahora tengo más motivos para mantenerme sano y brillante. Ya no puedo revolcarme y decir: ‘Bueno, supongo que así es como deben ser los artistas’”.
En voz baja, casi como dando una confesión, reconoció errores y aprendizajes. “Me considero afortunado. Pero me tomé el tiempo. Cualquiera con una esposa trabajadora podría tomarse el tiempo... No me creo eso de ‘mi carrera es tan importante que me ocuparé de los niños más tarde’. Lo cual ya hice con mi primer matrimonio y mi primer hijo, y me arrepiento un poco”. John no toleraba la idea de una disciplina rígida en casa y menos con su hijo. “Intento no imponer una disciplina demasiado rígida sobre el comportamiento. Solo digo: ‘No seas maleducado; no lastimes a los demás...’ Nunca le pegaría ni nada”. Y no le costó reconocer que la paternidad era un camino imperfecto: “Aprendes por defecto. Ya he cometido muchos errores, pero ¿qué le voy a hacer? Creo que es mejor que me vea como soy”, admitió.
Cuando la conversación se volcó hacia lo musical, se encendió una chispa reconocible en él. Habló de su regreso con la energía de quien vuelve a respirar después de una larga sequía creativa.
“De repente tuve una especie de, si me permiten la expresión, ‘diarrea’ de creatividad. ¡Simplemente surgió!” y reafirmó su filosofía artística diciendo que “las mejores canciones son las que te vienen a la mente”. También describió su último trabajo, Double Fantasy, como un diario compartido con Yoko: “Lo que cantamos en el disco y las canciones son verdaderos diarios de cómo nos sentimos”.

El relato de su conexión con Yoko sumó una nota de ternura y destino. “Solo hay dos artistas con los que he trabajado más de una noche: Paul McCartney y Yoko Ono. Después de conocer a Yoko, tuve la misma sensación. Era una sensación diferente, pero tenía la misma sensación”, reconoció y recordó la escena fundacional en la Indica Gallery, el catalejo, la palabra “Yes” suspendida en el techo, el mensaje que cambió su vida.
Lennon también habló de la presión de la fama, del peso del personaje. “Era muy incómodo cuando no sentía que estaba siendo yo mismo. Cuando tenía que sonreír cuando no quería sonreír. Se convirtió en algo así como ser un político”. Esa etapa —dijo— había quedado atrás: “He descubierto que puedo vivir sin tener un disco exitoso. Me haría más feliz, pero no voy a volver a intentar crear una imagen que no sea yo mismo”.
En un tono casi profético, reflexionó sobre el poder y la sociedad: “Esta idea de que elegimos a estos líderes y luego esperamos que hagan milagros por nosotros... No funciona, porque los ponemos en un pedestal y luego queremos derribarlos inmediatamente”. Y propuso algo más cercano, más humano: “La gente tiene el poder. No me refiero al poder de las armas. Tiene el poder de crear la sociedad que desea. Todos creamos esto juntos”.
Hablando de Imagine, el himno por la paz, reconoció la influencia de Yoko: “‘Imagine’ fue una copia directa de su libro Grapefruit. Hay partes que dicen: ‘Imagina esto, imagina aquello’, así que el crédito debió ser compartido desde el principio”.

La entrevista avanzó hacia un terreno más espiritual, casi testamentario. “Sigo creyendo en el amor, en la paz; sigo creyendo en el pensamiento positivo, cuando puedo hacerlo. No siempre soy positivo, pero cuando lo soy intento proyectarlo”. Y justificó por qué seguía necesitando cantar: “Mi papel en la sociedad, o el papel de cualquier artista o poeta, es intentar expresar lo que todos sienten. No para decirle a la gente cómo sentirse, ni como predicador, ni como líder, sino como un reflejo de todos nosotros”.
A quienes habían crecido con él les dejó un mensaje directo: “Visualizaba a toda la gente de mi edad, de los sesenta, ahora en sus treinta y cuarenta, como yo. Y con esposas e hijos, y habiendo pasado por todo juntos... Les canto”.
Ya cerca del final de la charla —y del final de su vida— Lennon pronunció una frase que, con el paso del tiempo, adquirió un peso casi insoportable: “Mientras haya vida, hay esperanza”. Y completó ese pensamiento con una mirada confiada hacia el porvenir: “El mundo lleva mucho tiempo funcionando. Probablemente seguirá funcionando mucho tiempo. Las semillas de los sesenta florecen en la positividad, el crecimiento y la feminización de la sociedad”. Pocas horas después, esas semillas quedarían en manos del mundo.

El mundo sin Lennon
Quizá no viviríamos en una utopía, pero si no lo hubiesen asesinado habitaría en el planeta una voz poderosa, lúcida y profundamente influyente que empujaría siempre hacia el lado luminoso de la historia.
Lennon habría atravesado los 80s con la rebeldía que ya tenía madura: esa mezcla de pacifismo, crítica al poder y vulnerabilidad doméstica que lo hacía único. Probablemente hubiera sido una figura central del activismo global: contra las guerras del Golfo, contra el apartheid, contra la violencia de Estado en América Latina, contra el racismo estructural e incluso contra las derechas, pero también un impulsor del naciente ambientalismo y de los derechos de las mujeres, causas que ya intuía como parte del futuro cuando hablaba de “la feminización de la sociedad”.
Quizá habría sido un referente clave en la era digital. Seguramente Lennon estaría opinando sobre el capitalismo de datos, las burbujas informativas, los discursos de odio, la crisis climática, los autoritarismos contemporáneos, los genocidios que se ocultan… y quizás las nuevas generaciones estarían viéndolo como una brújula ética, una presencia incómoda para los poderosos, alguien que no hubiera permitido que las redes sociales devoraran por completo la conversación pública.

Su música habría seguido evolucionando. Probablemente habría colaborado con artistas de todas las épocas, manteniendo ese impulso de “no ser un político, no interpretar un papel”. Y tal vez habría ofrecido el espejo que falta hoy: un artista mundial capaz de unir lo íntimo con lo político sin cinismo y sin cálculo.
Pero, sobre todo, si Lennon viviera hoy, existiría un contrapeso cultural a la época de polarización, ironía cruel y desencanto. Una presencia insistente recordando que el amor, la cooperación, la imaginación y la ternura pública también son fuerzas políticas.
Lennon nunca prometió salvar al mundo. Pero sí creía, profundamente, que cada persona gente puede crear la sociedad que desea. Y quizá, con su voz todavía aquí, el mundo sería un poco menos cínico, un poco más valiente, menos dañado, menos ruidoso… y estaría un poco más cerca de aquel “Yes” que vio colgado del techo la noche que cambió su vida.
Como cada 8 de diciembre, miles de personas prenderán velas en el Strawberry Fields del Central Park y dejarán flores en el circulo central a modo de homenaje. Además, en varias ciudades del planeta se realizará la clásica vigilia en memoria del hombre que quiso hacer de este mundo un lugar mejor.
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