
Natalia Cabrera responde el llamado y el primer silencio se interrumpe por el sonido del canto de unos pájaros y el jadeo de uno de los cinco perros que viven junto a ella y Juan Pablo Tarcetano, su pareja, en la hectárea y media ubicada en Baradero, a sólo dos horas por ruta de la ciudad de Buenos Aires, pero que les representa un mundo completamente nuevo.
Allí las pausas existen, los horarios son distintos y abunda lo que más anhelaban: la tranquilidad y los momentos en los que lo único que escuchan es el sonido de la naturaleza. En ese entorno, viven en una casa que ellos mismos proyectaron, rodeados de las flores que producen para la venta y de la huerta orgánica que los provee de alimentos; de los cinco perros, un gato y las dos yeguas rescatadas de la tracción a sangre.
“Los dos somos veganos y comemos los alimentos que cultivamos en nuestro jardín comestible, como me gusta decirle. Eso hace que no generemos basura ya que además los restos de la comida se convierte en compost y los pocos productos plásticos que consumimos los reciclamos”, detalla la mujer de 34 años, que antes de empezar a desprenderse de lo que ya no iba con su modo de pensar trabajó en una productora audiovisual en Palermo.

Antes del “click”
Natalia y Juan Pablo vivían en Morón e Ituzaingó, localidades al oeste de la provincia de Buenos Aires. Con horarios rutinarios por doquier: salían temprano de casa con destino al trabajo, a donde llegaban tras hora y pico de viaje, al regreso lo mismo; más el tiempo para dedicarles a los estudios, la vida social, etc., y al otro día lo mismo. Eso los llevó a buscar un nuevo lugar para empezar la vida juntos, estando más cerca de las empresas a las que prestaban servicios, pero que a la vez les dejara respirar algo de lo que ya conocían, el barrio con sus costumbres. Lo encontraron en San Telmo.
Fue allí donde el cambio en ellos comenzó. “Ya había en nosotros esas ganas de vivir en un entorno natural. Estaba desde hacia un tiempo y se fue profundizando”, cuenta Natalia y recuerda que el primero de los deseos a cumplir fue renunciar a trabajo y buscar otro rubro.
“Estábamos muy pasados de estrés, de revoluciones y dijimos que debíamos renunciar a lo que lo provocaba. Así, dejé mi trabajo. Previo a eso, comencé a pensar en qué era lo que podíamos hacer porque uno sabe lo que no quiere, pero a veces es un poco difícil saber qué se quiere y tener un proyecto futuro”, recuerda.

Por esos días, una salida por el barrio les sirvió como una epifanía: “Vivíamos sobre la Avenida Caseros, donde se divide San Telmo y Barracas, es muy linda, con barcitos; un día vimos que se vendía un puesto de diarios y revistas y me imaginé ahí vendiendo flores, porque siempre me gustaron. Averiguamos y no se pudo tener el permiso para cambiar la habilitación y hacer el cambio de rubro, así que buscamos otro espacio y lo encontramos cerca del mercado de San Telmo”, repasa, y ya con eso en la mente comenzó a estudiar diseño floral en el Mercado de las Flores.
Ahí mismo había un puesto libre, que pronto se convirtió en Maevia, la florería que más tarde se transformó en el epicentro de la alquimia: estaba colmada de flores que, gracias a sus propiedades, dieron paso a los distintos productos de cosmética natural y medicina herbal. Conocer el tiempo de esas flores lo cambió todo.
Y detallan: “La idea era que sólo sea florería, pero de a poco nos fuimos interiorizando mucho en el mundo de las plantas; en esa parte de ir al mercado, acercarnos a los productores y hablar con ellos sobre su trabajo. Eso despertó nuestro interés porque veíamos un mundo nuevo que nos llamaba. Luego de unos años supimos que había llegado nuestro momento a hacer realidad el sueño que entonces ya tenía forma”.

El deseo de estar insertos en la naturaleza y ese mundo de flores y plantas, con importantes propiedades, que se abría ante sus ojos les mostró el camino a seguir. “Comenzamos a producir las flores para venderlas en el local. Fue el primer paso, de ahí iniciamos la búsqueda de un terreno donde producir para el local, estar en el campo, pero cerca de capital para seguir conectados. Lo encontramos, empezamos a trabajar y nos agarró la pandemia con una casa a medio construir, con un local que no podía funcionar por el contexto en el que estábamos así que decidimos cerrar el local probar suerte con el mundo virtual y quedarnos en el campo”.
Tomarse el tiempo para vivir
Hace tres años la vida les cambió. No hay más despertador que el canto lejano de un gallo vecino, que las cotorras buscando alguna fruta que degustar. Los dolores de cabeza, la ansiedad ya no forman parte de sus síntomas.
“Vivir acá te hace ir más lento. Lo comparo con el tiempo de la naturaleza porque, por ejemplo, ahora valoro cosas que por ahí son menores como tirar una semilla, verla crecer, verla echar sus primeras hojas y convertirse en flores, en una hortaliza... ¡Bah, no es menor eso! Es la naturaleza misma...”, reflexiona.
Lo que actualmente producen son alimentos a base de tomates (salsas, conservas, deshidratado) para la venta, flores que venden frescas y otras secas para otros emprendedores que con ellas producen cremas explotando sus propiedades medicinales (caléndula o lavanda), tinturas madre y otras tantas hierbas.

En la huerta, las verduras de estación las usan para alimentarse. “No las vendemos excepto que sobren en cantidad y no las lleguemos a comer”, dice. Todo esto que hacen lo comparten con sus vecinos dando cursos y talleres de huerta y jardinería.
“Ahora tenemos también un canal en YouTube (Casa Baradero) donde contamos lo que hacemos y cómo. Era algo que hacía tiempo nos venían pidiendo desarrollar”, agrega.
Desde que cambiaron de estilo de vida, la salud es otra. “La naturaleza nos brinda alimentos de calidad, con todos los nutrientes reales; poder recibir las propiedades del sol, por ejemplo, que nos provee de vitaminas, levanta las defensas y fortalece el sistema inmunológico es hermoso. Estar en contacto con la tierra, poder caminar descalzos también lo es. Aquí no hay dolores, sí cansancio porque se trabaja mucho, por eso tenemos pensado dar espacio a los voluntarios que quieran llegar”, cuenta.
“¿Qué es lo que más disfrutamos? ¡El silencio! Porque estar en silencio te hace estar conectado de todo, lo disfrutamos un montón. Escuchar a los pajaritos, el aire puro, la sensación de tranquilidad y el entorno en el que vivimos es algo indescriptible, de lo más lindo y gratificante como cultivar nuestro alimento. Disfrutamos mucho tener este proceso, detenernos a observar los tiempos de una semillita y poder cosechar y comer lo que cultivamos. No lo cambio por nada”, finaliza.
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