En la misma semana en la que el mundo del cine ha despedido a toda una leyenda como Robert Redford, las lágrimas se han visto en gran medida apagadas por el regreso de uno de los grandes cineastas actuales, Paul Thomas Anderson. Y es una casualidad porque Redford fue la cara de una de las épocas más contestatarias, libres y llenas de ideas para el cine como fueron los 70, un cine en el que se ha querido fijar Anderson para su última película: Una batalla tras otra.
El director de títulos como Magnolia, Pozos de ambición o El hilo invisible se había caracterizado siempre por un gusto muy particular por el cine de aquella época. Al fin y al cabo, creció en la California de los 70 mientras su padre era actor, humorista y productor, y siempre ha reconocido la influencia de cineastas independientes de aquellos años como Robert Downey Sr. o Robert Altman. El cineasta ya retrató esa época y aquellos lugares en su última obra, Licorice Pizza, pero con su nueva película se ha propuesto captar no solo el envoltorio, sino todo el espíritu de la década que vio nacer títulos como El exorcista, The French Connection o Tarde de perros y florecer a los Scorsese, Spielberg, Coppola y De Palma.
En lo puramente argumental, Una batalla tras otra toma su inspiración de la novela Vineland de Thomas Pynchon, al que Anderson ya había adaptado con Puro vicio. Pat (Leonardo DiCaprio) y Perfidia (Teyana Taylor) son dos guerrilleros de un grupo revolucionario conocido como El 75 francés que se dedican a dar golpes y protestas para hacer tambalear el sistema. En uno de ellos se encuentran con el coronel Lockjaw (Sean Penn), un implacable militar que cambia para siempre la vida de ambos. Unos años después en el tiempo, Pat -ahora bajo la identidad de Bob Ferguson) intenta vivir apaciblemente junto a su hija Willa, pero cuando el pasado vuelve a perseguirlos, toca volver a hacer la revolución.

Un director libre de ataduras
Más allá del enrevesado y casi surrealista planteamiento -que en la novela de Pynchon se centraba en el año de reelección de Ronald Reagan intercalando con flashbacks de los 60 y el estado de represión de Nixon-, el denominador común es ese espíritu antisistema y revolucionario. Para ello, el propio Anderson rompe en gran medida con el estilo que llevaba puliendo desde hace años -sobre todo entre Pozos de ambición, The master y El hilo invisible- para regresar a ese cine más enérgico y ágil de Boogie Nights y Magnolia, con esos repartos corales, planos secuencia y movimientos de cámara tan espídicos como sus personajes.
Este es un paso que Anderson ya había comenzado a dar con Licorice Pizza, pero que en Una batalla tras otra eleva a una nueva escala con secuencias tan impresionantes como la inicial, la redada con Benicio del Toro como protagonista o la persecución en carretera final, digna del mejor Brian de Palma o William Friedkin. El cineasta californiano siempre dijo que había que venerar a los maestros del pasado para construir un discurso propio y personal, y en esta película parece haber encontrado el punto perfecto a los distintos estilos que había trabajado hasta la fecha.

Una fiesta no exenta de crítica
Anderson, que inició su carrera de la mano de Phillip Baker Hall, Gwyneth Paltrow y su buen amigo John C. Reilly, también se ha ganado la fama de director ideal para sacar lo mejor de sus actores, cuando no descubrir grandes estrellas. Buena parte de mérito suyo tiene en haber sacado las mejores interpretaciones de actores como Mark Wahlberg (Boogie Nights), Tom Cruise (Magnolia) o Adam Sandler (Embriagado de amor), y perfeccionado a leyendas como Daniel Day-Lewis y Phillip Seymour Hoffman. En Una batalla tras otra uno puede disfrutar del DiCaprio más desatado, el Sean Penn más amenazante o el carismático Benicio del Toro, pero también descubrir a Teyana Taylor, la joven Chase Infiniti o a incluso redescubrir a la Regina Hall habitual de las películas de Scary Movie.
Todos y cada uno de ellos tienen sus momentos de lucimiento y, sobre todo, recuperan esa sensación cada vez más difícil de ver en el cine actual como es el simple placer de ver a un actor pasándoselo bien. Sin olvidar su mensaje -resulta evidente cómo plantea un paralelismo de la historia con la América actual y su política antiinmigración- como hiciera Pynchon, Anderson no renuncia a un optimismo revolucionario y no olvida que, por encima de todo, para vencer y convencer también hay que pasárselo bien.
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