Algún especialista en el rubro podría explicar que no existe tecnología que garantice precisión absoluta en los recursos puestos al servicio de una mayor, digámosle así, justicia deportiva. En el tenis, hasta el supuestamente perfecto Ojo de Halcón está expuesto a un mínimo margen de error. Sin embargo, el solo hecho de su existencia y la aceptación de la herramienta como una convención evita conflictos. Calma las aguas. Y aunque en más de una ocasión la imagen que se proyecte en la pantalla provoque hasta algún sarcasmo en los protagonistas, más temprano que tarde todos lo aceptan.
Todos genios en su época, Ilie Nastase protestaba hasta por estrategia (en el deporte de concentración por excelencia él podía jugar desconcentrado), Jimmy Connors borraba piques que le resultaban inconvenientes, jueces de línea brasileños obligaban a Guillermo Vilas a jugar lejos de cualquier línea en alguna Copa Davis y John McEnroe insultaba jueces hasta ser considerado persona no grata en Wimbledon, donde no paraba de ganar títulos. Nada de esto hubiera sucedido con eso que simplificamos bajo el nombre de “tecnología”. Más allá de los nombres propios, de las trampas o de las anécdotas, lo que más importa de lo mencionado es la idea de convención. Entiéndase por ello disponer de una herramienta que, debidamente desarrollada y explicada sea aceptaba por los protagonistas como un asistente que los aproxima a la idea de justicia. Y calma a la fieras.
El VAR desembarcó en el fútbol con la sana intención no solo de atenuar histerias y diluir sensaciones conspiranoicas sino también de restarle margen de maniobrabilidad a los que corrompen el juego y enchastran nuestra pasión suprema. La experiencia del Mundial de Rusia pareció convencer a los más escépticos. Cuatro años más tarde, la fase inicial del Mundial de Qatar (después la cosa aflojó bastante) nos llenó de escepticismo hasta a los más convencidos.
En el medio, gran parte del universo futbolero se subió al bondi de la “tecnología” y los que todo lo deciden parecieron empeñados en oscurecer cualquier camino que descomprima la locura de los hinchas, la indignación de los periodistas y la victimización y sospecha de los protagonistas.
Creo fervientemente que, más que la eterna sospecha de que nos quieren robar y el oscuro deseo no de tener árbitros justos sino árbitros que nos favorezcan, lo que más daña el proceso es la tendencia oscurantista de los popes que creen innecesario explicarnos sistemas y fallos. Actúan casi como si nadie mereciera que ellos expliquen lo que huele a inexplicable.
Asumo que, para muchos futboleros, ninguna comparación es menos aceptable que las que se hacen respecto de usos y costumbres del rugby. Sin embargo, tratándose de cuestiones de tecnología y reglamento la referencia se convierte en inevitable.

¿Qué debería aprender la búsqueda de justicia deportiva del fútbol de la del rugby?
Por ejemplo, que todos podamos enterarnos de las decisiones de los árbitros a través de ellos mismos: es fascinante escuchar en vivo a los árbitros de rugby advirtiendo a los jugadores que están por cometer una infracción y no estar a la espera de descubrirlos en una falta como un policía de tránsito detrás de un árbol. El árbitro juega. No solamente juzga.
Por ejemplo, cuando es momento del uso del originalmente llamado TMO (el VAR del rugby) y el réferi consulta a partir de un preconcepto, frecuentemente podemos escuchar algo similar a esto: “xxx (nombre del encargado de la revisión) hay alguna razón para no dar (o dar según sea el caso) el try?”. Es solo una muestra que deja en claro que el árbitro se apoya en el recurso para sacarse una duda en lugar de esperar a que ese cuarteto instalado delante de los monitores lo llamen y le ordenen aquello que no está ordenado.
Al paso, pero sin ahondar como para no aburrir con ejemplos, aquello que sucede con el tenis o el rugby también sucede con el judo, el taekwondo, el básquet, el voleibol, el atletismo, la natación, la gimnasia artística o la rítmica. Todos, menos el fútbol, lograron convertir sus recursos tecnológicos en asistentes confiables e inapelables. Cualquier opinión es válida. Estamos los que creemos en la necesidad de descomprimir histerias y suspicacias y los que consideran que el error es algo intrínseco del juego.
Y por encima de lo que nos parezca, está la realidad. Una realidad que indica que, si a alguien se le ocurrió instalar el VAR para eliminar cualquier sospecha de trampa o arreglo, entre canallas y oscurantistas estamos logrando el efecto contrario.
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