La muerte de los consensos

Las redes sociales mataron a la verdad, no hay “verdad” posible en un espacio donde todos relinchan contra todos y nada es comprobable

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En Reino Unido está en trámite una ley para obligar a las aplicaciones a proteger a sus usuarios o las multarán.
En Reino Unido está en trámite una ley para obligar a las aplicaciones a proteger a sus usuarios o las multarán.

Peter Watson descubrió el sesgo de confirmación allá por los años sesenta del siglo pasado. Sus teorías fueron un reto para el pensamiento racional que ganaba terreno. Es que no todo es lógico en la vida, ya Sigmund Freud, Carl Jung, antes Vilfredo Pareto y tantos otros habían puesto el acento allí. Tenían razón.

Es muy difícil que las creencias que se tiene no influyan en la vida cotidiana de manera relevante por eso el sesgo de confirmación fue un hallazgo gigantesco: vivimos absorbiendo conocimiento alrededor de lo que creemos y así retroalimentamos ese loop. En definitiva, el sesgo de confirmación es una tendencia que busca, recuerda e interpreta “información” que ratifican nuestras preconcepciones. Y como lo que creemos no siempre es lógico o racional, muchas de las cosas que nos movilizan no son racionales: fe, espiritualidad, ideologías, narraciones familiares, todo está sazonado con leyendas y relatos nunca comprobables. Y los creemos a pie juntillas y volvemos sobre ellos como un bumerán.

Las redes sociales contemporáneas lo tienen claro: los algoritmos nos burbujean dentro de los espacios actitudinales en los que estamos cómodos. Las redes sociales potencian el sesgo de confirmación de manera implícita porque las pistas que ofrecemos alimentan nuestro “Fausto” de manera despiadada. Esto lo sabemos todos, lo que vemos en las redes sociales es lo que queremos ver, el algoritmo nos anticipa porque nos conoce de cabo a rabo. (Sospecho que el modo “incógnito” de navegación en las redes es una farsa. Ojalá me equivoque).

Las redes sociales mataron a la verdad, no hay “verdad” posible en un espacio donde todos relinchan contra todos y nada es comprobable. Hoy, es un dato que según el lugar mental en que nos ubiquemos, el mismo hecho puede ser considerado un asesinato o un acto de legítima defensa. Solo lo obvio nos ubica a todos en el mismo lugar, pero tiene que ser tan elocuente y prístino ese hecho que resulta la excepción a la regla. Y ni que hablar de algunos niveles de protesta callejera: para algunos es un acto de libertad y para otros una vejación a sus derechos ambulatorios. Y si esto lo pigmentamos con violencia, el asunto se torna en una batalla campal para los que están de un lado o del otro de la biblioteca. Para el estado de derecho no habría debate, pero el estado de derecho en su actuación es al que también se le refuta, mucho más en este continente que es líder absoluto en cuanto a violencia se refiere, haciendo añicos justamente a parte relevante del imperio de la ley.

El lector atento, quizás, coincidirá conmigo en que siempre fue así, sin embargo, me temo que si algo se hace presente en la heterogeneidad actual es la muerte del consenso como valor a referir. Casi no hay consensos o acuerdos transversales amplios para nadie y eso alimenta la teoría del conflicto permanente: éste es el problema actual. Nunca se baja la guardia y quien gana, pierde y quien pierde, gana: un delirio se mire por donde se lo mire. Nadie está dispuesto a reconocer al otro y todo está preparado para ser incendiado todos los días. Es como aquella película donde una joven iniciaba la jornada sin memoria del ayer y su novio tenía que conquistarla todos los días casi como un acto de peregrinación eterna.

Los consensos en la sociedad a los que refiero aquí, nada tienen que ver al consenso del Consejo de Naciones Unidas o dentro del Mercosur por citar ejemplos que no vienen al caso. Esos consensos implican un acuerdo absoluto de partes donde si una no sintoniza la frecuencia detiene el entendimiento con su veto, o sea el sistema está pensado para bloquear.

El consenso social –al que hago referencia- es un entendimiento amplio, un gran acuerdo donde no necesariamente todos los integrantes de la comunidad coinciden puntillosamente sino su gran mayoría construye entendimientos sobre pilares básicos y fundamentales. El general Liber Seregni de Uruguay (enorme líder de la izquierda política uruguaya hoy fallecido) sostenía este concepto como buque insignia y era reconocido por todo el sistema político en esa visión. Los acuerdos pueden entonces ser explícitos como el Pacto de la Moncloa en España o acuerdos en clave latente, sin necesidad de una expresión manifiesta, pero sí como valor cultural de una sociedad que detiene sus hostilidades y pasa a vivir dentro de un formato de paz. En alguna medida la norma hipotética fundamental pensada por Hans Kelsen es algo parecido. No estoy inventando nada.

Todos estamos relacionados con grupos de pertenencia. En la vida que teníamos antes del advenimiento poderoso de las redes sociales los grupos de referencia (estos son a los que aspiramos a pertenecer, no los que pertenecemos) eran siempre algo lejano o no siempre accesible de manera inmediata. La clave para introducirse en un grupo de referencia era un camino con valor a conquista, con peajes puntillosos, fuera un club de fútbol, un partido político o participar activamente de alguna religión, nada estaba decretado si no se cumplían ciertos requisitos, rituales o eventos de iniciación que requerían de la aprobación de los demás miembros del grupo. El salto hacia un grupo de referencia iba de la mano con la visión del mundo que se iba teniendo y la correlación entre grupos de pertenencia y referencia es todo un capítulo clásico en la ciencia política que explica desde revoluciones hasta momentos curiosos de la historia. (El desfasaje entre ambos construyó narrativas impredecibles como la del propio Ernesto Che Guevara, por solo citar un ejemplo paradigmático).

Para la selección del grupo de referencia, los sesgos de confirmación también operan mostrándonos lo que creemos que son los hechos. La realidad es una cosa y su percepción otra. Lo vemos así porque lo creemos así. Nada demasiado complejo de entender una vez que se comprende el dispositivo mental que opera. Pertenezco a tal grupo de pertenencia, pero quiero operar movilidad social ascendente y -en base a algún sesgo de confirmación preconcebido- me dirijo a integrar tal grupo de referencia que, supongo, me va a facilitar ese camino. Esa es la panorámica mental que se elabora.

La ventaja, aceptémoslo de buen talante, en la sociedad global actual es que ahora todo está al alcance de la mano y lo que era selecto, ya no lo es tanto. Los grupos de referencia son abiertos o no son potentes, por ende, deben estar mostrando en las redes sociales lo que antes no era explícito. Todo se transparenta. Lo bueno y lo malo. Todo se conoce, desde cómo se vive una Navidad en medio de una guerra en directo en Ucrania, visualizada por una pantalla de televisión hasta la tensión real o ficcional entre Shakira y Piqué por sus conflictos afectivos. Y, claro, también es verdad que la actual información es difícil de decodificar y no entendemos siempre su complejidad. Por eso, el problema de conocer la verdad -basada en hechos ciertos- se ha transformado en todo un desafío. También este problema lo conocemos y aún no comprendemos como salvar este escollo.

No debería ser posible que sobre un mismo acontecimiento se presenten visiones brutalmente antagónicas. Y sin embargo es así y allí operan los sesgos de información de manera elocuente. Quien viene de una visión afincada en el materialismo histórico diferirá de quien lee lo que se vive desde una panorámica liberal. Es así.

Nos habían convencido de que las ideologías estaban muertas, me permito dudar de esa premisa: las miradas actuales poseen mucho de ideológico sin saberlo, aunque nos pese, quizás, ya no ancladas en visiones ideológicas clásicas y absolutas del pasado sino en particularismos filosóficos del presente y en visiones de inclusión social que antes se negaban. De alguna forma, los sesgos de confirmación son también permeables y mutan porque se nutren de lo que viene con nosotros desde nuestra socialización inicial y ahora se afincan en nuestras visiones contemporáneas.

Lo grave del presente es no poder acordar, no entender que todo no puede ser una eterna dialéctica infecunda sin punto de encuentro entre los actores, porque ya las mayorías no valen lo que pesan si las minorías disienten de manera hostil rompiendo todo. Es que las minorías todas juntas ya no se perciben así y con su actuar virulento desbalancean el clásico equilibrio de poder. Ya Maurice Duverger sostenía que al conflicto siempre lo sucedía su integración. Hoy, esa visión tan obvia parece carecer de peso y vivimos una época de eterno conflicto. Es probable que estemos en un tiempo transicional. No es claro juzgar lo que se vive contemporáneamente, pero es obvio que hay días planetarios en que el huracán del choque de bibliotecas resulta insoportable y asusta en diversos lados del continente.

Es cierto, hay en la actualidad una pérdida del sentido de lo moderado y la cuestión es ganar las pulseadas cueste lo que cueste. Es que estamos en un tiempo revolucionario que no se percibe así, por eso, saberlo permite concientizar que los excesos, los desbordes y lo inquietante puede estar en la esquina, y por eso se impone una fenomenal capacidad de comprensión del presente para no llorar los mismos errores que otras generaciones cometieron de manera elocuente. Estamos advertidos y sabemos lo que pasó. Nos debería servir de referencia. Y, más que nunca, los liderazgos deberían ser contenedores, disuasivos y magnánimos, lo que no implica que dejen de ser justos. Hay terrenos que no son transaccionales.

Si a esto que está ígneo se le acercan líderes con combustible a borbotones, nada bueno se puede asegurar y se nos agotan las esperanzas. Son tiempos de conductores que amortigüen, que alivianen el peso de lo cotidiano, que introduzcan paz y que nos orienten hacia lo sensato. Los otros, sobran.

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